Desde que la economía argentina ha asumido esa conducta más propia de un carrito de montaña rusa que de un país normal, y que los economistas denominan stop & go, la pobreza ha seguido siempre la misma dinámica. Soberbiamente indiferentes a las declamaciones de quienes están temporalmente a cargo del país, en cada crisis nacional la cantidad de argentinos pobres aumenta rápidamente, para luego bajar lentamente hasta un nivel que en ninguno de los muchísimos casos sucedidos ha alcanzado los guarismos de la época de bonanza anterior.
Impotentes para cambiar esta realidad, o acaso poco deseosos de hacerlo, los gobernantes argentinos se han encargado de encubrirla comparando lo que no es comparable, es decir: los modestos progresos con las realidades horrendas verificadas en el abismo de una crisis. Hoy, el kirchnerismo no sólo copia esta estrategia de comparar lo que no es comparable directamente de Menem, quien se la pasaba recordando cuánto habían mejorado los índices macroeconómicos desde el pozo hiperinflacionario y amenazando con el regreso de los tiempos obscuros, sino que imita penosamente la costumbre menemista de mencionar los sucesos macroeconómicos y olvidar los famosos “índices sociales”, esos mismos que el nacionalismo populista travestido de izquierda no olvidaba jamás mencionar en la década anterior.
Diga lo que diga Cristina Kirchner, cuyas afirmaciones acerca de que el problema de la Argentina son los ricos deberían ser tomadas en términos de honesta confesión, el problema de este país siguen siendo los pobres, siempre demasiados y siempre demasiado olvidados, en un país y un continente que no cesan de posar de solidarios en tanto baten simultáneamente records mundiales de recursos naturales per capita y parámetros de desigualdad social. Recientes estimaciones han demostrado que si la desigualdad de Sudamérica fuera similar a la de Asia, los pobres del subcontinente se reducirían a la mitad; y que si se igualara la media europea, la pobreza desaparecería completamente.
Contrariamente a las nociones propagadas por el victimismo tercermundista, la pobreza sudamericana no se genera principalmente por escasez de recursos económicos sino por la extrema desigualdad que rige su distribución interna, que hace de Sudamérica la región más desigual del planeta.
Si se compara, no está de más comparar lo comparable, es decir: no las alturas que se alcanzan en el pico de un ciclo económico con el abismo que lo precedió sino los valores obtenidos en dos picos y las performances de dos modelos durante un lapso de tiempo similar. Así, durante la gestión Kirchner la cantidad de pobres a nivel nacional ha ido del 54% de mayo del 2003 al 31,4% de mayo del 2006 (una reducción del 41% en tres años) y los indigentes del 27,7% al 11,2% (con una reducción del 59% en igual lapso). En el Gran Buenos Aires las cifras de pobreza han bajado un 33% y las de indigencia un 55%. Lamentablemente, no se dispone de similares estadísticas para el menemismo, pero si tomamos las del Gran Buenos Aires, suficientemente representativas, en los tres primeros años de Menem la pobreza se había reducido del 47,3% al 17,8% (esto es un 62%) y la indigencia del 16,5% al 3,2% (esto es un 80%), en una performance netamente superior.
Para un período igual de tiempo, los resultados de un gobierno pretendidamente redistribucionista y de centroizquierda han sido inferiores en términos de reducción de la pobreza y la indigencia a los de Menem, uno de los políticos menos preocupados por las cuestiones sociales que recuerde la historia nacional. En cuanto a los índices de desigualdad, cuya reducción el Gobierno ha proclamado como una gran victoria, la mejora del índice de Gini (de 0,494 a 0,483 entre el 2005 y el 2006) y la disminución de la brecha social (de 36 a 31 puntos, ya que el 10% más rico de la población recibe hoy 31 veces más ingresos que el 10% más pobre) constituyen una notable reducción desde los valores registrados en el 2003 y que subsistieron misteriosamente hasta el 2005 a pesar del viento de cola y el crecimiento a ritmos chinos. Sin embargo, no está de más recordar que durante los denostados noventa la brecha social osciló entre 17,3 puntos (en 1992) y 28,3 (en 1999), y que el índice de Gini varió entre 0,418 (en 1992) y 0,477 (en 1998), parámetros claramente mejores que los actuales en términos de igualdad.
De todas estas aburridas cifras puede sacarse una misma conclusión: el modelo actual, lejos de ser socialmente más justo, concentra aún más la riqueza que el anterior. No por casualidad, el guarismo de pobreza actual es muy superior al 24,3% alcanzado en el pico productivo de la era Menem (1998, con un PBI de 301.208 millones de pesos) a pesar de que el PBI nacional ha superado en un 12,5% al de esa época. No por casualidad, buena parte de la recuperación se ha basado en la construcción de viviendas para la clase alta y media–alta, lo que denuncia muy bien qué tipo de crecimiento prevén los agentes económicos de este modelo político que tanto insiste discursivamente con la redistribución social.
Por eso no dejan de sorprender las declaraciones de los panegiristas K, como el encuestador oficial Artemio López, quien en medio de sus habituales elogios desmedidos de los progresos logrados por el Gobierno pronosticó que hacia junio del 2009 podría alcanzarse el pleno empleo, con lo que la pobreza en la Argentina, ¡bajaría al 23,7%! Ahora bien, si esto fuera cierto -en el mejor de los mundos posibles para el kirchnerismo-, sólo después de seis años el Gobierno lograría alcanzar los ya altísimos índices de pobreza que inauguró la década anterior: una media del 22,5% durante los diez años del menemismo y un 24,6% de la entera Convertibilidad, incluidas su declinación en el segundo período de Menem y la espantosa recesión que caracterizó el período De la Rúa.
La rica Argentina es hoy más rica y sus habitantes pobres más pobres que durante la ya suficientemente desigual década del ‘90. Sin intención ninguna de disculpar a la administración kirchnerista ni a su manifiesta incapacidad para aplicar políticas redistributivas activas (comenzando por la prometida reforma del regresivo régimen fiscal argentino y el antifederalista sistema de coparticipación), acaso este nuevo fracaso del estado nacional debería ayudar a repasar sus ideas a los nacionalistas que aún confían en las habilidades autonómicas estatal-nacionales en un contexto determinado por la globalización. Seguramente, una de las causas de la desigualdad argentina es la permanente preferencia por el crecimiento económico sin desarrollo de las capacidades productivas avanzadas, y que hoy se asocia con la exportación de commodities y con un marcado retroceso del perfil productivo y de la competitividad nacional. No por casualidad, en un solo año la Argentina ha caído del puesto 54º al 69º en el ránking de competitividad del Foro Económico Mundial, siendo superada por Chile (27º) Costa Rica (53º), Panamá (57º), México (58º), El Salvador (61º), Colombia (65º) y Brasil (66º).
Mientras el mundo sigue avanzando hacia un contexto postindustrial y globalizado aquí se sigue confundiendo a la globalización con el neoliberalismo, y se sigue pensando que aislarse es proteger la igualdad y que modernizar es industrializar. En tanto, se subestima la importancia igualitaria e igualadora de la conexión con el flujo global de capitales y conocimientos y se desprecia a los servicios y a la economía inmaterial basada en intangibles, a los que se considera meras abstracciones frente a la evidente materialidad de una tonelada de acero o un quintal de soja.
Basta mirar el mapa del planeta para comprobar que lo ilusorio es suponer que el industrialismo y el nacionalismo pueden proveer soluciones adecuadas para un mundo postindustrial y global. Por eso, las naciones más avanzadas no sólo son las más ricas sino las más igualitarias, lo que es perfectamente explicable dado que una economía inmaterial basada en el conocimiento, la información, la comunicación y la innovación depende directamente de un alto nivel de complejidad social, de desarrollo educativo y de las capacidades asociativas de la población, todos ellos potentes promotores de la igualdad, la democracia y la redistribución social. De allí también que los países predominantemente postindustriales sean más igualitarios que los industriales y éstos que los agrarios o los basados en la extracción de materias primas. En cambio, la estructura económica de la que han surgido tanto Chávez como Kirchner es una ejemplificación perfecta de lo que los economistas han terminado por llamar “la maldición de los recursos naturales”, y que consiste en la subsistencia de sociedades pletóricas de recursos naturales, que carecen de estímulos para modernizarse y tienden a perpetuar una estructura arcaica en lo político y social. En ellas, inevitablemente, el problema son los pobres, siempre demasiados y siempre demasiado pobres.
Es éste el caso de los productores de commodities, cuyo provisorio aumento de precios se revelará más temprano que tarde como otro formidable espejismo de prosperidad. Una riqueza que no es producida por los habitantes sino por el territorio tiende a concentrarse en pocas manos y a originar países autoritarios y desiguales, de los cuales el modelo petrolero de los jeques árabes, los autócratas rusos y los caudillos latinoamericanos es el más característico y el que la República Argentina más debería esforzarse en evitar.