Siete amigas se toman de una cinta blanca y corren por el predio como las nenas de la familia Ingalls. Un Chapulín, de disfraz rojo y bien ajustado, intenta liberarse del acoso de dos morochos grandotes. Una rubia, con la espalda desnuda, mira al infinito como si no escuchara los piropos. La música se escucha de lejos. Para llegar al sonido hay que caminar varias cuadras. Y mejor, cerrar los ojos, porque el viento levanta la tierra.
En la puerta de la carpa VIP se agolpan más de cien personas. Tienen claro que son una masa muy importante, por eso no gritan ni se empujan. Esperan en pose. Entran sólo los que muestran la tarjeta magnética. Una rubia se acomoda la pollera y levanta orgullosa su mano: tiene el pase y, en su muñeca, tres precintos que la habilitan para entrar a todos los espacios restringidos. En la Creamfields, las pulseras de colores marcan el status: se puede ser amigo de los djs o un simple visitante que pagó $100 para entrar.
“Soy puta”, dicen las letras plateadas de la remera de ella. “Soy puto”, se lee en las de él. Van de la mano. Nadie comenta, ironiza, ni mira cómo visten los otros. La Cream es una fiesta de época donde se festeja el individualismo. Las chicas usan prendedores que titilan como las luces de las boyas, acá-estoy-yo-acá-estoy-yo. El baile típico es el salto a repetición: en el lugar. Las miradas de levante escasean, los anteojos negros funcionan como protección.
No hay peleas ni piñas porque reina la indiferencia. Sin embargo, hay una tensión oculta: los puristas de la música electrónica se quejan de que muchos hacen pogo con temas que no conocen. Los acusan de convertir el evento en una bailanta, de sacarse la remera y hasta de transpirar. Dicen que no entienden los códigos y enrarecen el ambiente. Pero los novatos, los que no pertenecen, sienten que esta también es su fiesta.
Al final, después de tantas horas, ya no hay jerarquías ni diferencias. Son todos soldados del ejército de zombis que camina por la Avenida España bajo el sol del domingo.