Menudo problema para el nacionalismo populista travestido de izquierda, siempre dispuesto a adjudicar la responsabilidad de toda guerra a las fatídicas derechas y el demoníaco imperialismo, es explicar ahora cómo es que dos países cuya historia es una sola y que son gobernados por quienes se dicen de centroizquierda estén llegando a semejantes extremos. Para variar, el colmo del despropósito ha estado a cargo del presidente argentino, quien sostuvo que con el crédito otorgado por el Banco Mundial “ganaron los intereses de los países centrales” que, como se sabe, “vienen a contaminar con industrias que no podrían radicarse en el centro”. ¿Se refería el Presidente a la República Oriental del Uruguay, país sureño cuyos habitantes son 11 veces menos que los argentinos, habitan un espacio 21 veces menor y disponen de un PBI 16 veces inferior al nacional? ¿O acaso hablaba de Finlandia, una nación colgada del Polo Norte en la que sus escasos 5 millones de habitantes se han apenas liberado de la miseria stalisnista gracias a los cientos de pasteras y papeleras que saturan su territorio, primero en el mundo, en el respeto de los estándares ecológicos?
Aquel discurso del Presidente decía más de lo que él mismo se propuso. Inadvertidamente, pocos días después de haber invocado la mediación del rey de España y mientras descalificaba al colega uruguayo de cuya campaña electoral participó activamente, Kirchner pasó de las alarmadas denuncias de “catástrofe ambiental en curso” a una mucho más modesta justificación de tanta beligerancia patriotera: “Le rogamos al intransigente presidente uruguayo que por favor discutiéramos de qué forma podíamos correr de allí a Botnia para que no contamine visualmente y no nos genere la duda de una futura contaminación”, dijo. Repito: las causas de un conflicto explosivo al que para degenerar sólo le falta el irresponsable que encienda la mecha son la contaminación visual y las dudas generadas sobre una futura contaminación…
¿Exageraciones? Basta repasar el “chiste” publicado por el señor REP en la tapa del oficialista Página/12, en el que con el título de “Piedra, papel y tijera” se lee: Piedra (muro en ruta), Tijera (cortar puente) y Papel (volar la papelera), o escuchar las declaraciones públicas de muchos asambleístas, del tipo “Por ahora, tratamos de hacer las cosas pacíficamente… pero no vamos a aceptar, de ninguna manera… no nos obliguen…, etc.”, para comprender el grado creciente de malvinización del conflicto, en el que los heroicos ciudadanos nacionales, tan derechos y humanos como siempre, nos enfrentamos a una nueva campaña antiargentina. ¿O esto era parte de otro libreto…?
¿Tiene la Argentina alguna razón que la sostenga? Probablemente, sí, pero pequeña. La obligatoria información a la contraparte que establece el Estatuto del Río Uruguay ha sido inexistente. ¿Justifica esto la exigencia airada de que desplacen Botnia cuando la planta está construida en un 70%? Probablemente no, a menos que se alegue que los funcionarios argentinos son ciegos, por ejemplo, a dos décadas de reforestación uruguaya (publicidad en diarios argentinos incluida), a las concesiones oficial y públicamente otorgadas por Uruguay a Ence y Botnia (que datan de junio del 2003 y febrero del 2005) y a la movilización de 40.000 personas sobre el puente internacional de abril del 2005, después de la cual el entonces canciller, Rafael Bielsa, se limitó a plantear el control ambiental sin pedir que se desplazaran, a un costo ínfimo por entonces, unas plantas que apenas habían empezado a construirse. Y, hablando de izquierda y derecha: ¿tendría sentido que dos gobiernos de centroizquierda gastasen millones de dólares en relocalizar Botnia en beneficio de algunos miles de operadores turísticos “contaminados visualmente” y piqueteros-chic que tienen “dudas sobre la contaminación futura”, en vez de dedicar esos recursos a reparar la situación de abandono por parte del Estado en que vive casi la mitad de argentinos y uruguayos?
¿Qué sucedería si mañana Botnia anunciase que quiere instalar aquí una planta igual a la de Fray Bentos? Tratándose de la Argentina, nadie puede saberlo. Pero si este fuera el país en serio de la publicidad del Gobierno, no existiría manera de que se lo impidiesen, ya que las apocalípticas pasteras respetan todos los estándares fijados por la ley argentina. A esta altura, la pregunta se hace sola: ¿cómo puede la Argentina oponerse a que Uruguay instale en territorio uruguayo unas plantas que la legislación argentina permite en territorio argentino y cuyos estándares ambientales son superiores a todas las pasteras que hoy funcionan en el país? Misterios de la soberanía nacional, que para todo populista-nacionalista que se precie se aplica sólo a la propia casa.
Pero si la Argentina tiene pocas y malas razones (como la paliza 37 a 2 obtenida en las votaciones internacionales expresa), Gualeguaychú tiene una sola razón, pero muy buena: el derecho innegable de sus habitantes a que les garanticen que el agua que beben, el aire que respiran y los peces que comen no serán contaminados. Para eso existen los estándares internacionales y los comités científicos de vigilancia, que funcionan razonablemente bien en todos los países en serio. A los cuales sería legítimo añadir hoy un compromiso público del gobierno uruguayo de detener la actividad de las plantas en el caso de que se detecte una amenaza real al ecosistema. Ir más allá de esto es, simplemente, perder la propia razón y entrar en el terreno del ecologismo antimoderno, reaccionario y maniqueo.
El extremismo NIMBY (que significa “no en mi patio”) de la Asamblea de Gualeguaychú forma parte de una peste global instalada por quienes no desean renunciar a ninguna de las ventajas de la modernidad pero reclaman que hasta los daños visuales se paguen en otra parte. Pero la exasperación de Gualeguaychú apela también a pésimas modalidades locales. En primer lugar, a esa cultura de la víctima -versión argentina del politically-correct- cuyo supuesto es que toda víctima es completamente inocente de lo que le sucede y puede recurrir a cualquier método para reparar la injusticia que denuncia. Lo que incluye el derecho a abusar de terceros (cortando una ruta internacional y causando daños desproporcionados y ciertos en nombre de otros apenas hipotéticos), cuando no el chantaje, el escrache y la violencia. En segundo lugar, apela a la argentinísima idea de que los derechos no suponen responsabilidades. En efecto: ¿quién eligió a las autoridades municipales de Gualeguaychú, provinciales de Entre Ríos y nacionales argentinas, cuyo mal desempeño ha agravado el conflicto, sino esos mismos ciudadanos que hoy bloquean la ruta? ¿Son responsables de los resultados de sus elecciones o tienen derecho, otra vez, a salir pidiendo que-se-vayan-todos para después votar a los mismos que tenían que irse, como se hizo aquí masivamente en mayo del 2003? ¿Forma parte Gualeguaychú de la Argentina, y entonces sus asambleístas están obligados a respetar los tratados internacionales que ha firmado el país, o no forma parte de ella, y entonces carecen del derecho de exigir a su gobierno que se ponga al frente de sus reclamos? ¿Es la Corte de La Haya un tribunal legítimo, y por lo tanto sus fallos deben ser respetados, o es una corte corrupta y parcial, en cuyo caso se deben retirar las demandas presentadas? Tertium non datur, como se decía cuando la Argentina era un país que se jactaba de su cultura y no uno condenado al éxito.
Albert Einstein decía que la mejor manera de agravar un problema es encargar su solución a quienes lo han causado. Por eso, resulta patético ver a la oposición nacional pedirle a Kirchner y Tabaré Vázquez que arreglen lo que desarreglaron. En esto, los opositores son tan súbditos de una concepción nacionalista, monárquica y antiparlamentaria de la política como el populismo que critican; para no mencionar su temor a enfrentarse a esa paranoia nacionalista que empieza por una escuela esquizofrénica que sigue enseñando “lo que nuestros vecinos nos han robado” al mismo tiempo que reivindica la añorada Patria Grande.
Apenas se abandonan las anteojeras del nacionalismo, el origen del problema de las pasteras se hace evidente: la carencia de una regulación ambiental continental como la que disponen, gracias a la Unión Europea, los países europeos. Si se considera que la Argentina y Uruguay forman parte desde hace quince años del Mercosur, cuyo parlamento aún sigue en agua de borrajas, se advierte que a nuestros bolivarianos, sanmartinianos y artiguistas gobernantes la construcción de la Patria Grande les importa mucho menos que la preservación de las prerrogativas de las clases políticas nacionales que lideran.
Si el conflicto entre la Argentina y Uruguay puede solucionarse no es llamando de urgencia al rey de España, Gorbachov, a Flash Gordon o a Mandrake, sino revirtiendo la carencia que lo causó; esto es, creando una agencia ambiental del Mercosur dirigida por científicos de competencia mundialmente reconocida y asesorada por parlamentarios nacionales argentinos y uruguayos, capaz de establecer una legislación ecológica racional que se aplique mañana en Fray Bentos y pasado mañana en todo el Mercosur, la Argentina incluida; lo que constituiría una excelente manera de acabar con nuestro fundamentalismo ecologista en tierras ajenas. Todo lo demás (especialmente: ciertas piedras, papeles y tijeras) es una penosa remake del carácter zombie del nacionalismo y de la patética incapacidad de los estados nacionales en un mundo tecnoeconómicamente globalizado.