Por ser parlamentario el sistema político británico, los primeros ministros de Su Majestad no suelen compartir con los presidentes de otros países el temor a que al acercarse su fecha de vencimiento se verán transformados en “patos rengos” cuyo poder se evapora con rapidez desconcertante, cuyos amigos más leales resultan ser traidores agazapados y problemas que antes no les hubieran molestado en absoluto se agigantan hasta aplastarlos. Así las cosas, Tony Blair sorprendió a muchos cuando, durante la campaña que precedió a las elecciones generales de 5 de mayo del año pasado, dijo que antes de las siguientes daría un paso al costado.
Aunque su partido ganó aquellas elecciones, una hazaña sin precedentes en la historia del laborismo por tratarse de la tercera victoria consecutiva, en adelante Blair tendría motivos de sobra para lamentar su decisión. Además de enfrentar el rencor de la franja más izquierdista del laborismo que lo odió por su pragmatismo económico bien antes de declararse “la guerra contra el terror” y la invasión de Irak para derrocar a la dictadura de Saddam Hussein, Blair se vería hostigado por los partidarios del ministro de Economía, Gordon Brown, el hombre que se supone el sucesor ya consagrado de su compatriota escocés y por lo tanto quiere iniciar su mandato cuanto antes.
La semana pasada, los enemigos laboristas de Blair lo atacaron con la furia que es habitual en el mundillo político británico en el que los intercambios de lindezas son siempre brutales, con la esperanza de desplazarlo ya, pero pronto se dieron cuenta de que no les sería tan fácil desembarazarse de quien es, de acuerdo común, un político sumamente hábil que, a pesar del desgaste enorme que le han supuesto más de nueve años en el poder, aún parece muy superior a sus rivales con la única excepción de Brown que, por ser el dueño de una personalidad adusta, carece del carisma, para no hablar de la elocuencia notable de su jefe actual. Las dudas que afligen a los militantes pueden entenderse.
Para empezar, la mayoría de los laboristas tiene presente lo que sucedió a los conservadores luego del golpe de palacio que puso fin a la larga gestión -11 años- de Margaret Thatcher: si bien los “Tories” lograron quedarse en el poder un tiempo más, las reyertas internas terminaron desmoralizándolos por completo, facilitando de esta manera la llegada de sus contrincantes. También entienden los laboristas que sin Blair les será mucho más difícil conectarse con los muchos votantes que no quieren saber nada de los planes de quienes sienten nostalgia por los días de la lucha de clases y los sindicatos prepotentes. Y como si esto no fuera suficiente, les alarma la popularidad del nuevo líder conservador, David Cameron, que por su parte ni siquiera intenta disimular su voluntad de emular a Blair reformando de manera drástica su propio partido para que una vez más pueda disfrutar de triunfos electorales.
Cuando Blair asumió como primer ministro en 1997, se introdujo como el profeta de “la tercera vía”, la que según él y sus colaboradores sería una síntesis de lo mejor del capitalismo liberal y de las aspiraciones socialistas que aún eran realizables. A esta altura, pocos hablan de dicha “vía”, pero esto no quiere decir que la fórmula haya resultado ser un fracaso rotundo. Por el contrario, durante la gestión de Blair la economía británica dejó atrás la francesa para erigirse en la cuarta del planeta, lo que no fue nada mal puesto que antes de la llegada de Thatcher, cuyas reformas Blair no procuró revertir, los agoreros le pronosticaban un futuro tercermundista tan miserable como el que le aguardaba a la Argentina. Por otro lado, se invirtieron sumas colosales de dinero en educación, salud y otros servicios públicos, pero aunque se creó una multitud de puestos de trabajo los resultados no han sido tan impresionantes, lo que hace prever que el próximo gobierno tratará a convencer a los responsables de manejarlos de que no basta con inundarlos de libras esterlinas para que funcionen mejor.
De todos modos, si bien Blair mismo se ha comprometido a dejar el poder dentro de 12 meses, no es demasiado probable que mucho cambie en su país. Lo que lo separa de Brown no son ideas sino ambiciones personales. Aunque la hostilidad de los laboristas tiene mucho que ver con el antinorteamericanismo de raíz marxista o nacionalista, Brown se siente más cercano a los Estados Unidos que a la Unión Europea: cuando a Blair se le ocurrió sugerir que sería bueno que Gran Bretaña adoptara el euro para ponerse al “centro” de la EU, el mandamás económico le explicó que dadas las circunstancias sería una locura atarse así a una agrupación tan letárgica. En cuanto a Irak, Afganistán, el Líbano y todos los demás países o territorios cuyas vicisitudes a menudo truculentas obsesionan a los laboristas, la actitud hacia ellos de Brown parece ser virtualmente idéntica a la de Blair.
A diferencia de la Argentina, donde hasta el puntero barrial más humilde puede verse honrado con su propio ismo, en el mundo anglosajón escasean los políticos así galardonados. Lo logró Margaret Thatcher, cuya influencia se difundiría por todo el planeta. ¿Lo mismo sucederá con el “blairismo”? Puede que no, ya que su perfil no es tan nítido, pero así y todo la forma así supuesta de hacer frente a lo difícil que es para un país ser a un tiempo competitivo y razonablemente equitativo sigue incidiendo en el pensamiento de muchos políticos contemporáneos. Es éste el caso no sólo en el Reino Unido, donde para muchos el líder conservador Cameron es Blair II, lo que garantiza que el rumbo fijado por el primer ministro actual se mantendría aun cuando su partido perdiera en las urnas, sino también en Francia, donde para indignación de los tradicionalistas tanto el aspirante presidencial de la derecha, Nicolas Sarkozy, como la gran esperanza de los socialistas, Ségolène Royal, no vacilan en afirmarse admiradores del británico cuyo legado será con toda seguridad un tanto mayor que el de quienes lo denigran.