En países de instituciones políticas anticuadas como los Estados Unidos, los candidatos a los puestos electivos más codiciados tienen que participar de una carrera de obstáculos ardua que elimina a todos salvo los más persistentes. Mal que les pese, se ven obligados a debatir en público en docenas de ocasiones con sus adversarios y rendir examen ante medios hostiles. Por popular que fuera el presidente, cualquier intento de su parte por imponer un candidato determinado resultaría contraproducente; gente supersticiosa, los norteamericanos creen que es necesario respetar a rajatabla las instituciones de su país.
El método argentino es mucho más eficaz y menos costoso. Aunque algunos distritos, entre ellos Santa Fe donde acaban de celebrarse las primarias abiertas, obligatorias y simultáneas que, en teoría, son de rigor, se aferran a tradiciones arcaicas afines a las de los Estados Unidos, si bien son menos exigentes, otros han optado por ahorrarse tiempo, dinero y palabrería dejando todo en manos, mejor dicho, en los dedos, de los jefes, lo que, desde el punto de vista de estos, es mucho más satisfactorio, ya que dan por descontado que encarnan la voluntad popular mientras que los precandidatos del montón son meros subordinados que dependen casi por completo del poder de convocatoria de sus superiores.
Así, pues, por decisión exclusiva de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en las elecciones que se celebrarán el 10 de julio en la Capital Federal, el candidato oficialista a la intendencia será el senador Daniel Filmus, acompañado por el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, el que, según parece, tendrá la misión de vigilar desde cerca a un compañero de fórmula sospechado de deslealtad. De haber confiado más Cristina en los talentos proselitistas del ministro de Economía, Amado Boudou, al rockero le hubiera correspondido procurar arrebatar la ciudad más próspera, y más progre, del país a las garras de aquel neoconservador odioso Mauricio Macri, pero a pesar de figurar entre los favoritos de la corte kirchnerista resultó incapaz de cautivar a los porteños. Aunque Cristina permitió a los suyos jugar a la interna, lo que le interesaba era ver cómo medían en las encuestas. Según los sondeos, Filmus aventajaba cómodamente a Tomada y Boudou y, a diferencia de ellos, podría derrotar a Macri.
No es que la candidatura de Macri haya sido producto de una interna formal. Al igual que Cristina, el ingeniero se reservó el derecho a elegir entre los aspirantes, que en su caso eran Horacio Rodríguez Larreta y Gabriela Michetti, pero luego de llegar a la conclusión de que no le convendría arriesgarse probando suerte en la competencia presidencial, decidió que lo mejor sería postularse a sí mismo. Huelga decir que la gente de Pro reaccionó ante el anuncio tan mansamente como los oficialistas porteños ratificaron la decisión inapelable de Cristina. Es lógico: Pro es Macri; el oficialismo es Cristina.
La Argentina sigue siendo un país caudillista en que las imágenes respectivas de un puñado de personajes inciden mucho más que sus eventuales vehículos electorales. Cuando de seleccionar a los candidatos a ocupar lugares en las listas partidarias se trata, es normal que los jefes siempre tengan la última palabra. Por razones comprensibles, suelen borrar los nombres de personas de mentalidad independiente que podrían ocasionarles disgustos, reemplazándolas por individuos presuntamente dispuestos a obedecer sus órdenes sin chistar.
Una consecuencia de esta costumbre poco democrática que los dirigentes justifican reivindicando el supuesto principio de que los escaños legislativos pertenecen al partido, no a los individuos de carne y hueso que los ocupan, ha consistido en la consolidación de una brecha abismal que separa de la ciudadanía rasa a la clase política, una casta casi hereditaria que a través de los años ha coleccionado una cantidad envidiable de privilegios corporativos y que incluso en etapas de crisis económica no ha vacilado en votarse aumentos salariales impactantes bajo el pretexto nada convincente de que son necesarios para defender la democracia contra los tentados a subvertirla.
En efecto, el país valora tanto la democracia que para mantenerla gasta más que los europeos o norteamericanos: hace algunos años, se estimó que la Legislatura bonaerense costaba más que las de California o el estado de Nueva York, y que las de provincias paupérrimas resultaban mucho más caras que aquellas de estados norteamericanos con economías cincuenta veces mayores. No hay motivos para suponer que desde entonces mucho haya cambiado.
La cultura caudillista predominante ha permitido que dirigentes de actitudes anacrónicas se atornillen a los puestos de mando por varias décadas, impidiendo la renovación de los idearios. Puede que las cúpulas partidarias no sean tan resistentes al cambio como los sindicatos, pero quienes logran ubicarse en una también suelen resultar inamovibles hasta que la biología se las arregle para alejarlos de su cargo virtualmente vitalicio. De vez en cuando se producen rebeliones, como la de “que se vayan todos”, contra la hegemonía de una clase política que parece haberse independizado del país real no solo económicamente sino también culturalmente, pero la mayoría sigue votando por sus integrantes estables en las elecciones.
Con todo, gracias al dedo poderosísimo de Cristina, el peronismo parece estar por experimentar un recambio generacional. Por motivos es de suponer estéticos, a la Presidenta nunca le ha gustado demasiado “el pejotismo”, o sea, el conjunto de rudos veteranos, a menudo vinculados con el sindicalismo, que dominan muchos aparatos y que, como sabe, toman el kirchnerismo por una moda pasajera que no tardará en verse reemplazada por otra. Está dispuesta a participar de sus ritos porque aún no puede prescindir de la ayuda de partes del frondoso aparato del PJ, pero, al igual que su marido y a Carlos Menem, preferiría disponer de un partido consustanciado con su propio proyecto personal.
Tampoco quieren mucho al pejotismo los muchachos de La Cámpora, esta agrupación que se asemeja bastante a una tribu urbana que ha crecido últimamente merced a su proximidad a la caja y a miembros influyentes del círculo áulico de Cristina como el secretario Legal y Técnico Carlos Zannini. Los afiliados a La Cámpora no son más progresistas que los compañeros más viejos –por el contrario, muchos fantasean con trasladarse a épocas históricas irremediablemente idas–, pero se han propuesto conquistar “espacios” que les supondrían poder y dinero, descolocando a los ocupantes actuales. En otras latitudes, no se dedicarían a la militancia oficialista, pero en la Argentina, donde las oportunidades escasean, la política ofrece una salida laboral a quienes carecen de aptitud para abrirse camino como profesionales o en el sector privado. Con la ayuda de Cristina, esperan ubicarse en los primeros lugares de las listas electorales peronistas que les asegurarían una multitud de puestos en las legislaturas nacional y provinciales, además de sus equivalentes municipales.
Como no pudo ser de otra manera, los que creen que, en base a largos años de fervor rutinario y lealtad incuestionable, merecen ser premiados con un nicho lucrativo en la gran corporación política nacional, se sienten indignados por la voluntad de Cristina de fomentar el entrismo de los neocamporistas. Mientras el kirchnerismo siga siendo la facción más fuerte del variopinto universo peronista, las protestas airadas de los desplazados, o de jefes menores que se sienten víctimas de una maniobra presidencial injusta, no les servirán para mucho.
Si no fuera Presidenta, Cristina sería una crítica mordaz del espectáculo brindado por partidos, encabezado por el Justicialista, divididos en facciones irreconciliables, un Congreso marginado, jueces que son funcionales al poder de turno y organismos de control que se han visto colonizados por familiares y allegados de quienes deberían controlar, pero las circunstancias la obligan a limitarse a aprovechar las oportunidades planteadas por la situación en que se encuentra, socavando todavía más las instituciones básicas de la República.
¿Toma Cristina en serio las pretensiones “ideológicas” de los jóvenes y no tan jóvenes que se han encargado de difundir el evangelio kirchnerista? Puede que sí, que quiera creerse jefa de un movimiento coherente destinado a “cambiar la historia” nacional poniendo al país en un camino que lo llevará a la justicia social y la grandeza tan esquivas, pero sorprendería que a veces no se le ocurriera que la aventura que ha emprendido con los aficionados al eternauta terminará en lágrimas, que, una vez más, después de la obertura alegre que está tocando la orquesta estruendosa que conduce vendrá una obra tan trágica como las que nos dieron Menem y otros presidentes que, por un rato, eran electoralmente imbatibles. Desgraciadamente para el país, la Presidenta no tendría más alternativa que la de “profundizar” el presidencialismo caudillista, aprovechándolo al máximo, aun cuando entendiera que es una modalidad política que es esencialmente destructiva, una que, al agotarse, deja atrás nada salvo tierra abrasada.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos
Aires Herald”.