Es raro que Joaquín Morales Solá pierda los modales. Alberto Fernández, el jefe de Gabinete, lo logró la mañana del viernes 29 de septiembre. Lo había llamado para solidarizarse: “Estamos muy preocupados por esta información de las amenazas contra vos. El Presidente me dijo que te pongamos toda la custodia que necesites”. Morales Solá no estaba para discursos. Fue lo más breve y brutal que pudo: “Te agradezco, Alberto, pero no. Además, no quiero facilitarle el trabajo a la SIDE para que sepan con qué fuentes me junto”. Fernández se hizo el ofendido: “Pará, no es así… Si querés, te podemos poner un custodio en la entrada de tu edificio, no tiene por qué seguirte”. Morales Solá cortó la charla sin anestesia: “No, gracias. Un periodista con custodia deja de ser periodista…”.
El hombre desconfiaba de todos, también del Gobierno.
Dos días antes, el miércoles 27, Néstor Kirchner lo había criticado con furia en un discurso que dio en la Casa Rosada, adjudicándole una nota elogiosa hacia el dictador Jorge Videla que salió publicada en el diario Clarín en 1978. Y la tarde del jueves 28, tras los latigazos del Presidente, al periodista lo amenazaron de muerte. Fueron tres llamados anónimos a su teléfono del edificio Kavanagh, que no figura en la guía. El primer mensaje fue a las cinco y media: “Esto recién empieza”, dijo una voz grave del otro lado de la línea. Cuando el periodista preguntó quién hablaba, cortaron. A las siete de la tarde volvió a sonar el teléfono: “La próxima la sentís en el cuerpo”, dijo la voz. Morales Solá le comunicó la novedad al diario La Nación, donde escribe sus columnas políticas. A las diez de la noche recibió la última intimidación: “Dejate de joder o vas a ver las raíces desde abajo”. Este llamado no llegaron a registrarlo las crónicas periodísticas del día siguiente por lo avanzado de la hora.