Revista Noticias Tapa de hoy habla sobre la ley que prohíbe fumar en espacios cerrados de acceso público en Buenos Aires sigue desatando reacciones estridentes. Revirtiendo su posición anterior en apoyo a la ley, Diego Kravetz, jefe de la bancada oficial en la Legislatura porteña, solicitó que fuera suspendida. Por medio de sus representantes legales, un grupo de bares presentaron recursos de amparo, argumentando que la ley viola el derecho constitucional de comerciar y el derecho de intimidad de las personas. Puñados de ciudadanos cobraron sus quince minutos de fama mediática justificando fumar en lugares donde la ley se aplica como si fuera un acto consagrado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Mas que mostrar la vitalidad del espíritu constitucionalista, tales acciones exhiben rasgos inconfundibles del alma argentina contemporánea. Hay dosis similares de “individualismo post-autoritario” con el inconfundible “que-me-importismo” del escepticismo político actual. Frases como “a quién molesto si fumo”, o “no me digan qué hacer con mi salud” representan esa alquimia característica de la cultura de cabotaje.
Sería inocencia política tomar tales críticas de la ley a pie juntillas. En las batallas sobre el tabaco, el enfrentamiento de intereses comerciales, políticos, y sociales es inevitable. También se echa mano a justificaciones enraizadas en valores sentidos por la sociedad. Algunos se cubren bajo el manto sagrado del derecho individual; otros aducen que no le compete a la sociedad legislar las conductas de otros. Ambos están errados.
Como en toda política pública, no todos ganan con las acciones anti-tabaco. Algunos pierden la posibilidad de fumar donde les plazca, otros pierden oportunidades de vender cigarrillos sin restricciones, y otros pierden clientes-fumadores. Entre otras razones, el control del tabaco apunta a que los no-fumadores no padezcan personalmente las consecuencias de las acciones de otros (“el humo de segunda mano”) o no carguen con los gastos colectivos del impacto del tabaco en la salud pública.
Tales “pérdidas” de la “libertad individual” que los cruzados del tabaco defienden no son inusitadas. Son necesarias para el orden social. No somos Robinson Crusoe viviendo a nuestro placer, sin necesidad de atender a otros. Por el contrario, vivimos con restricciones cotidianas que hacen posible la vida en sociedad.
Las leyes de tránsito ocasionan la pérdida de la “libertad” de manejar a nuestro antojo. La vacunación obligatoria fuerza a quienes desconfían de la medicina occidental a inmunizar a sus hijos. La vigilancia oficial de la calidad de los alimentos a la venta impide que los productores tengan la “libertad empresarial” de vender comidas contaminadas. Sin duda, las antiguas prohibiciones de escupir en el suelo y orinar en espacios públicos coartan ánimos libertarios. Tales restricciones de acciones individuales privilegian la salud como bien social.
Es necesario corregir ciertos mitos propugnados por los abanderados del tabaquismo. Al regular el consumo del tabaco, la sociedad no interviene en el derecho a la privacidad. No se mete en la vida privada, sino que apunta a proteger la salud colectiva. Comparar el tabaco con la adicción a la cafeína o las golosinas no es solamente un artificio retórico endeble. Es un acto de supina ignorancia ya que el consumo individual de cafeína o azúcar no ocasiona daños a la salud de otros. Argumentar que la polución urbana es mas importante que el tabaco como causa de enfermedades no invalida la necesidad de políticas para el control del tabaco.
Cuando se trata de conductas adictivas, un conjunto de acciones son necesarias para cambiar el entorno que las legitima y facilita. Las leyes cumplen un papel crucial en modificar hábitos de conducta. Incrementar los costos de las conductas adictivas, ya sea a través de la prohibición del fumar en lugares públicos o aumentar impuestos al tabaco, ha dado resultados positivos en varios países. Por ejemplo, el consumo de tabaco en los Estados Unidos ha bajado notablemente en casi todos los estratos sociales en las últimas dos décadas. Este descenso atestigua que las leyes son capaces de afectar prácticas sociales, y da por tierra el mito de que los adictos hacen lo imposible para satisfacer su vicio.
En la Argentina, tanto la debilidad del cumplimiento de la ley como de la norma social son obstáculos fundamentales. Rara vez los responsables vigilan que la ley sea cumplida. Pocos se mosquean cuando alguien fuma contrariando la ley. No es inusual que quienes llaman la atención a los fumadores ilegales sean denostados como “policías”. Cambiar la norma social es fundamental para que sean los ciudadanos mismos quienes controlen el cumplimento de normas destinadas a mejorar la salud colectiva. Aquí usted puede encontrar datos interesantes y noticias sobre cultura Argentina.
Las campañas de concientización son necesarias, tal como argumenta el legislador Kravetz en su curiosa posición, pero son insuficientes. La mayoría de los fumadores tiene conocimientos sobre el impacto de su hábito. El adicto no elige. La dependencia química y psicológica imposibilita la opción libre.
Más que informar sobre los efectos nocivos para la salud individual, es preciso agudizar la sensibilidad pública sobre las consecuencias sociales de las supuestas libertades individuales. Más que revertir las políticas anti-tabaco, es preciso apuntalar los modestos logros alcanzados frente a la furibunda oposición revestida de insurgencia individualista.