Amor perenne en Verona

Amor perenne en Verona

“Todo el mundo tiene su sombra”
“La clase alta es muy maleducada y egoísta”
“Soy primario, y el más lindo entre los feos”
“A veces me agarran ataques de llanto”
La democracia del dedo

La democracia del dedo

“Se está construyendo una historia política”
“Los hombres son de otro planeta”
Cómo construir un santo

Cómo construir un santo

El estudiante

El estudiante

`Las siliconas me hicieron más mujer´
El escudo ético del Gobierno

El escudo ético del Gobierno

Una misión imposible

Si a través de la educación “regular” la sexualidad humana pudiera “regularse”, habrían caminos más eficaces que el de llevar el tema a los colegios. Hablar con Joseph Ratzinger, por ejemplo, y pensar juntos los daños que se ocasionan al cuestionar el placer y sólo admitir el sexo reproductivo, al dictar la monogamia, predicar la heterosexualidad y atacar al preservativo en la era del sida. Y alcanzaría con franquear el mutuo muro de Berlín mental y charlar civilizadamente con los tiranos que dicen ser castos, con los clericales que no parecen religiosos y con los reprimidos que a veces son represores.

De ser esto posible no haría falta educación sexual. Porque sin supersticiones ni fanatismos no habría represión y los humanos gozarían del sexo. Pero tal cosa no es realizable porque los seres parlantes gozan, justamente, al amparo de la prohibición. “Si te tocás ahí, no te quiero más”, se le dice, más o menos, al niño. Y el chico entiende que ser amado es una ventaja, por la cual otros placeres deben sacrificarse o ser dejados para más adelante.

Pero es la existencia de un límite lo que posibilita, luego, la vulneración y el placer. Porque donde hay un margen se puede ir más allá. Y obtener así una añadidura de placer. Era comprendiendo esto, que Sigmund Freud aseguraba: “La satisfacción fácil mata el deseo”. Y que Charles Baudelaire fuera más lejos: “El más grande placer del amor consiste en la seguridad de hacer algo malo”. De allí que no podría legislarse un “derecho al goce” pues, justamente, se goza porque está prohibido.
Ante la ilusión de que la sexualidad pueda enseñarse, se pregunta: ¿Lo prohibido en la religión y en la infancia, puede luego enseñarse en el colegio? ¿El chico que entra a la escuela y nota que, a diferencia de en su casa, hay allí unos baños para mujeres y otros para varones, no recibe así una educación sexual más eficaz que un discurso sobre la igualdad de los sexos? ¿Los chicos hacen lo que les enseñan o lo que hacen sus mayores? ¿Hay una sexualidad normal? ¿En materia de sexualidad, saber es poder?

El autor de esta nota entrevistó en 1990 a tres mil personas desde Ushuaia a Salta. Escribía entonces un libro sobre sida (“Argentina país HIV”, Galerna, 1993) hoy agotado. Contra la muerte y frente a la epidemia que costaba miles de dólares mensuales por paciente, había algo fundamental y costaba centavos: el condón. Pero muchos no querían usarlo: “Quita sensibilidad”, decían los varones. “Detiene el juego previo”, las mujeres. Soportaban prótesis dentales, corazones ajenos, anteojos, más no el condón… Pero gracias a un psicólogo se obtuvo una explicación: en una relación sexual, el preservativo, al interponerse entre dos cuerpos, abortaba la ilusión de poseer al otro. O sea que, más que más que “fundamental”, era una “funda-mental” y no necesariamente corporal.

Hay saberes que se transmiten de manera inconsciente. No siempre nos enseñan, por ejemplo, a no tener relaciones sexuales con nuestra madre. Sin embargo lo sabemos, porque forma parte de nuestra herencia filogenética. No imaginamos al hombre de las cavernas enseñándole a su hijo adolescente cómo y con quien se ejecuta la cópula. Tampoco creemos en que si se le enseña a alguien que sea o no sea homosexual lo aprenderá y cumplirá la propuesta.

El cuerpo es una residencia en la que pasan cosas que llegan desde otro lado. Y eso que viene de otra parte es la palabra. Y a la acción de la palabra sobre el cuerpo, el psicoanálisis la llama Trieb y la traduce como pulsión. Ahora bien, la pulsión sexual no es instinto. El instinto hace que el toro, al nacer, esté destinado a la vaca. Y la pulsión (por más que la enseñen) puede hacer que un varón busque una mujer, o a otro varón, o una ropa interior, o a ¡un cadáver!, o (escrito con angustia) ¡a un niño!

Que la sexualidad no pueda “enseñarse” no implica, claro, renunciar a la lucha para que el fascismo no siga ganando en todas partes, incluyendo al colegio. Porque sí es necesario difundir elementos que teóricamente sirvan para luchar contra el embarazo no deseado, la libre planificación de la familia, la igualdad de los géneros y otras reivindicaciones.

Pero eso sería “información sexual” (título menos presuntuoso que “educación sexual”), y se brindaría limitando los consejos, sincerando las respuestas, disminuyendo el autoritarismo, intentando no dominar las pulsiones ajenas y recordando que, cuanto más se explica, menos se goza… En una charla en un Instituto de Menores de La Plata, una adolescente señalando a un chico se quejó: “No quiero saber del espermatozoide y del óvulo, quiero saber por qué estoy caliente con él…”

La información, eso sí, no siempre produce efectos compatibles con lo informado. La prueba es que, a la consigna “La droga mata de a poco”, un alumno le agregó: “No tengo apuro”.

Que la información produzca resultado es un propósito, no una ley. Con “información sexual” se estará menos expuesto que con la imposible “educación sexual”. Y no se correrá el riesgo ya denunciado por un chiste de Bernard Shaw: “A los seis años interrumpí mi educación para ir a la escuela”.