Más allá de la delirante pretensión de transformar las asambleas vecinales en una variante latinoamericana del soviet, por encima de la ingenuidad de creer que unas horas de apaleo de cacerolas podían colmar el déficit de participación política de una década, independientemente de los devaneos “revolucionarios” de cierta progresía local y de los turistas-piqueteros extranjeros, el “que se vayan todos” del 2001-2002 expresó una legítima aspiración a la renovación política que fue casi el único saldo positivo de la “epopeya” que costó veinte muertos para poner a Eduardo Duhalde en donde estaba Fernando de la Rúa. Es cierto también que la casi totalidad de la clase política nacional atravesó después impunemente las horcas caudinas del que-se-vayan-todos, y que casi todos se quedaron, y que los métodos de lo que se condenó con el nombre de “vieja política” siguen tan vigentes como siempre. Sin embargo, lo sucedido en Misiones sugiere que el reclamo de una política nueva y mejor que la clase media porteña encarnó con aquellas caceroleadas es un fenómeno de alcances nacionales, y que Néstor Kirchner puede monopolizarlo temporalmente sólo a condición de que el crecimiento a ritmos chinos persista y siempre y cuando sus aliados no lo hagan exceder los límites de la decencia.
Si bien se mira, las principales figuras del arco opositor surgido del colapso de diciembre del 2001 se ajustan a aquellos reclamos de renovación: ni Mauricio Macri ni Roberto Lavagna existían como opción en la escala nacional antes de aquella fecha, y si bien Hermes Binner y Elisa Carrió eran activos participantes de la política de los noventa lo hacían con un claro contenido opositor a la alternativa elegida por más de la mitad de los argentinos cuando en 1995 plebiscitaron a Carlos Menem para su segundo mandato. Ninguno de ellos, por otra parte, mantiene vínculos visibles con las corporaciones que controlan buena parte de la vida argentina, seguramente, porque sus electores no soportan ya la contradicción entre prácticas corporativistas y prédicas republicanas. Aún Kirchner, sumiso gobernador del PJ menemista, era en los noventa una figura de segundo orden, al punto de que aprovechó ese bajo perfil para presentarse, apenas abandonada la mano de Duhalde, como paladín de la renovación.
Ampliando el enfoque, de los tres grandes responsables de la debacle argentina de la segunda mitad del siglo XX sólo el peronismo conserva su capacidad a escala nacional, en tanto que un radicalismo desgastado por las diputas entre radiKales, radicaLes y radicales se ve reducido a partido de ambiciones locales y el partido militar no es capaz siquiera de liderar los actos que sus justificadores organizan, como se observa periódicamente en Plaza San Martín. En este marco, el peronismo parece sobrevivir únicamente, agónicamente, gracias a la cobertura que Kirchner brinda a sus peores exponentes; gobernadores, sindicalistas e intendentes repudiados por los ciudadanos no bien aparece una alternativa a esa realpolitik peronista cuyo único sustento es el mantra “a este país, sólo el peronismo lo puede gobernar”.
LA OPOSICION.
El arco político argentino (digamos: un centroderecha liderado por Macri y Lavagna, un centro cuyas figuras podrían ser Ricardo López Murphy, Patricia Bulrrich y los sobrevivientes de la debacle radical Roberto Terragno, Roberto Iglesias, Fernando Chironi y Margarita Stolbizer, y un centroizquierda no populista encabezado por Hermes Binner y Elisa Carrió) no desfiguraría con las figuras de países exitosos tan latinos como Chile o España, lo que confirma que la anomalía nacional sigue siendo el partido más representativo de esta sociedad: el peronismo. Un peronismo que -como mostraron San Vicente y Misiones- amenaza convertirse, de “hecho maldito del país burgués” -según lo enunciado por John W. Cooke- en “hecho maldito del país”, a secas.
Es verdad que Macri ni logra despegarse del temor de dejar el gallinero a cargo del zorro que es intrínseco a toda candidatura empresarial ni ha demostrado capacidad para lidiar con corporaciones como la comandada por el barra de Boca, Rafa Di Zeo. Es cierto que Lavagna es una poco creíble esperanza de renovación si se considera su larga convivencia con Kirchner, las alianzas duhaldista-alfonsinistas con las que se propone y las amistades peligrosas (Juanjo Álvarez) de las que se rodea. Nadie puede negar que López Murphy parece empeñado en una estrategia autodestructiva desde que fuera, hace apenas tres años, la alternativa a la interna peronista entre Kirchner y Menem. Pocos pueden negar que Carrió combina una poco común preparación teórica y una profunda capacidad de interpretación de los signos políticos con una persistente inhabilidad para construir estructuras y un tono apocalíptico incapaz de convocar el entusiasmo. Nadie ignora que la apagada personalidad de Binner deja inmóviles las agujas de las encuestas a pesar de la notable gestión del socialismo en Rosario. Sin embargo, todas estas son situaciones para nada diferentes de las que afectan a cualquier clase dirigente nacional. ¿Qué es lo que impide entonces a la oposición tornarse un interlocutor creíble de la sociedad argentina y configurar un alternativa al kirchnerismo?
Más que defectos propios, los factores que generan una oposición desmembrada parecen depender de elementos externos a ella. En primer lugar, ese largo crecimiento a tasas superiores al 8% que en cualquier país convertiría el espacio político en un plano inclinado desfavorable a la oposición y que el kirchnerismo perfecciona con un uso impúdico de la caja como medio de cooptación. Segundo, el deshilacharse de los partidos políticos, fenómeno mundial doblemente grave en Argentina, crea un escenario en el que los oficialismos -que manejan el dinero estatal, controlan el territorio y juegan con ventaja en los mass-media- y los populismos -nacidos para desempeñarse por fuera de las instituciones- llevan las de ganar. Por último, Kirchner goza de un amplio margen de aceptación porque responde a las características del argentino medio, de esos que durmieron la siesta durante la dictadura y ahora se pelean por salir en cámara rasgándose las vestiduras, de esos que participaron entusiastamente del uno a uno y el déme dos y después le echaron la culpa de todo a Menem y al FMI, de esos que se ponen contentos cuando el Presidente menciona “las cosas que nos pasaron a los argentinos” como quien habla del granizo. De allí que la comunicación entre el Presidente y su público sea tan eficaz, ya que el episodio Misiones apenas desmiente la extraordinaria habilidad de Kirchner para decirle a la gente lo que quiere oír.
Los afiches que esta semana embadurnan Buenos Aires lo expresan con claridad. En ellos se hacen dos afirmaciones claves del sentido común kirchnerista: 1) “Este pueblo merece una patria distinta” (como si el desastroso país que los argentinos supimos conseguir hubiera surgido de la conducta de la sociedad tailandesa); 2) “El Presidente defiende el país que soñamos”. Nótese que no se dice allí que Kirchner esté tornando realidad ese país de sueños, sino más bien que defiende un sueño incumplido que parece haberse resignado a esa condición, un poco como los brasileños que sostienen con humor que Brasil es el país del futuro… y siempre lo será.
He aquí acaso la mayor dificultad para construir una oposición capaz de postularse como alternativa sin esperar un colapso kirchnerista similar al que licuara los capitales políticos, un día inexpugnables, de Alfonsín y Menem: la necesidad de llegar a la gente con un discurso que la gente no quiere oír; un discurso que acabe con el encantamiento en que las mayorías juegan hoy al no-hagan-olas y observan a todo crítico con el desprecio que se reserva a los aguafiestas.
PROGRAMA.
La oposición adolece de una evidente incapacidad para limitar el rol de Kirchner al de un exitoso gestor de la recuperación económica, un justo rescatista del programa de derechos humanos que Alfonsín abandonara ciertas Pascuas y un eficaz reconstituyente de la institución presidencial; a la vez que un político incapaz de cumplir el programa con que llegó al poder: la gestación de un país en serio y de una nueva política, y la redistribución social de la riqueza. Para hacerlo, para relegar a Kirchner a la categoría de objeto ambiguo y provisorio, es necesario superar los paradigmas industrialista-nacionalistas que el kirchnerismo presenta como una novedad vieja de al menos medio siglo, y tener un programa para el mundo postindustrial y global en el que el conocimiento, la información, la diversidad, la comunicación y la innovación están destinados a desempeñar el rol fundamental.
También sería necesario que los partidos opositores abandonasen las declaraciones sui generis y desarrollasen un programa concreto sobre cómo se insertaría una Argentina gobernada por ellos en el mercado mundial: qué harían con el ALCA, con los posibles tratados de libre comercio con los Estados Unidos, con el eternamente congelado acuerdo con la Unión Europea, con las Malvinas y con las papeleras, con el cada vez más fantasmagórico Mercosur y con la Confederación Sudamericana de Naciones establecida en 2004 por iniciativa de Brasil. Vivir en un mundo global significa que la principal cuestión que un gobierno nacional debe resolver es la inserción de su país en el mundo. Y nada sugiere aún que la oposición posea una propuesta orientada al mundo y al futuro (y no a la nación y su pasado) superior al desarrollismo nacionalista que el kirchnerismo ha rescatado de los planes quinquenales de Perón.
QUE HACER
“Todos separados a pesar de las coincidencias” parece una estrategia tan mala como la de “todos juntos sin importar los desacuerdos” que colapsó en 2001. Resulta pues imprescindible que la oposición supere la falsa opción entre una nueva alianza del agua y el aceite y la actual atomización de sus fuerzas. No estaría de más para ello que los opositores abandonaran la consuetudinaria pasión argentina por la originalidad y conformaran -olímpicamente ajenos a lo que haga el Gobierno- un arco político organizado en dos grandes frentes determinados por la polaridad derecha-izquierda, igual al que existe en todos los países en serio del mundo.
La neta distinción en dos bloques agrupados por las ideas y no amontonados por los intereses no obsta, por el contrario, a la constitución de un frente unitario no electoralista de defensa de la República que rescate lo mejor de la experiencia Piña: la determinación de luchar por las instituciones más allá de toda mezquindad. Un documento en el que líderes y partidos opositores se comprometan –donde sea que lleguen al poder- a respetar la división de poderes, acabar con el gobierno por decreto y los superpoderes, reintegrar la Corte Suprema y dar marcha atrás con este Consejo de la Magistratura pro-oficialista, otorgaría credibilidad a sus reclamos y sería un justo reconocimiento de que la desconfianza con que los argentinos observan los discursos republicanos tiene abundantes raíces en abusos de los que han participado algunos líderes hoy opositores.
Por último, a estos dos ejes estratégicos (organización en dos frentes electorales y consenso unitario de defensa de la República) la oposición debería agregar un acuerdo táctico para presentar un solo candidato en los principales distritos. Si las denuncias sobre la gravedad del hegemonismo presidencial expresan algo más que la necesidad de construir oposición, entonces los líderes opositores deberían ser capaces de poner en segundo plano sus aspiraciones personales, evitando una división del voto que permita que el oficialismo gane los distritos principales y acceda a la reelección presidencial sin necesidad de balotaje. La ofensiva desatada después de que el kirchnerismo superara apenas el 40% de los votos nacionales deja en claro la primera responsabilidad de la oposición: impedir un escenario catastrófico. Pero casi nada de lo sucedido desde octubre del 2005 indica que esté a la altura de estas circunstancias.
La democracia es un fin en sí mismo no porque constituya garantía alguna de que llegarán al poder los mejores gobernantes y programas sino porque asegura que prevalecerán aquellos que ha elegido la mayoría de los ciudadanos. Aceptar que un país que reelija a Kirchner será un país que merezca que Kirchner sea reelecto es tan parte del juego democrático como el oponerse a las reelecciones indefinidas. Después de todo, la alternancia efectiva en el poder es un objetivo que toda oposición debe merecer y no un signo inscripto en el destino.