La Guerra del Paraguay (como la Conquista del Desierto y Roca), despierta pasiones que muchas veces transgreden los límites del rigor historiográfico, transformándose en un campo de liza entre “mitristas” y “antimitristas”, “liberales” y “antiliberales”, “prounitarios”y “profederales”. En estas líneas trataremos de despejar con la mayor objetividad reclamable algunas incógnitas de aquella conflagración que se inscribe entre las más sangrientas de la historia mundial
Hacia 1862, y tras la enigmática batalla de Pavón, nuestro país buscaba su destino bajo las riendas de la triunfante provincia de Buenos Aires. Su líder indiscutido, el general Bartolomé Mitre, tendría, ya con el cargo de Presidente de la nueva nación, la enorme responsabilidad de organizar una república, por las “buenas” pero también por las “malas”. Atrás habían quedado Justo José de Urquiza y su temible caballería de chiripá y botas de potro que tan buen desempeño había tenido en las decisivas batallas entre Buenos Aires y la Confederación provincial.
La tarea no era sencilla. En “los trece ranchos”, como despectivamente algunos unitarios porteños, rebautizados “liberales”, denominaban a las provincias “bárbaras”, las ideas del puerto eran vistas con desconfianza dándose por sentado, no sin razón, que la pregonada campaña “civilizatoria” sostenida en los sables y fusiles del flamante Ejército nacional escondía intereses perjudiciales para las provincias y sus habitantes.
Está claro que el conflicto con Paraguay, contrariamente a lo que algunos afirman, fue un accidente indeseado por Mitre y los suyos pues no sólo interrumpió y complicó la consolidación de su proyecto de organización nacional sino que lo puso en riesgo debido a la impopularidad de la contienda.
Es también insostenible la hipótesis de que la Guerra de la Triple Alianza fue promovida por Gran Bretaña y que los gobiernos de la Argentina, Brasil y Uruguay acataron sumisamente su interés de que el Paraguay se incorporase al libre comercio. También de disponer del algodón que las hilanderías industriales inglesas necesitaban a partir de las dificultades de su habitual proveedor, Tejas, pues éste había sido remplazado, a cañonazos, por Egipto. Asimismo es de recordar que las relaciones diplomáticas entre Brasil y Gran Bretaña estaban rotas desde que esta última había bloqueado la bahía de Guanabara y apresado varios buques. Las especulaciones sobre la participación británica en la guerra sudamericana desconocen o niegan los motivos regionales que desencadenaron la contienda, lo que no quita que Gran Bretaña sacase tajada del conflicto concediendo préstamos leoninos o vendiendo armas sobrevaluadas, operaciones en las que participó el embajador Edward Thornton.
La República del Paraguay, a favor de una economía cerrada sostenida por regímenes dictatoriales, disponía de ferrocarril, telégrafo, fundiciones, fábricas de armas y una considerable flota fluvial, lo que ha llevado a algunos historiadores a describir con exceso un supuesto desarrollo industrial envidiado por sus vecinos. Tras la muerte de Carlos Antonio López, asumió el poder su hijo, Francisco Solano López, cuya preocupación principal fue la de sostener el equilibrio en el Río de la Plata, lo que le garantizaba que sus gigantescos vecinos, Brasil y la Argentina, con los que tenía conflictos de límites, no intentarían apoderarse de su territorio. Eso lo llevó, años antes de la guerra, a una mediación entre porteños y provincianos que desembocó en el pacto de San José de Flores.
La situación política interior del Paraguay fue, y eso no aparece justamente valorada en los principales estudios sobre el conflicto, una de las principales causas de la guerra pues Solano López intentó, al mejor estilo de toda dictadura, una “huida hacia delante” cuando se sintió presionado por una creciente opinión pública a organizar constitucionalmente al Paraguay, lo que hubiera significado renunciar a porciones importantes de su poder omnímodo.
Todo comenzó a precipitarse cuando el general uruguayo Venancio Flores, líder del partido colorado uruguayo que había participado en la campaña represiva del federalismo provincial ordenada por Buenos Aires, se dirigió hacia su país natal a encabezar una revolución contra el gobierno blanco del doctor Bernardo Berro. La llamada “Cruzada Libertadora” contó con la ayuda inicial del emperador brasilero Pedro II, presionado por los poderosos terratenientes del estado de Río Grande con fuertes intereses en el norte de Uruguay y un pasado de intenciones secesionistas, quien también vio la oportunidad de hacer cumplir los infames tratados firmados en 1851 con Urquiza, como precio a su participación en el derrocamiento de Rosas, y que comprometía la entrega, entre otros territorios, de las Misiones Orientales al Brasil. Para ello era necesario colocar en el poder a alguien de confianza para el Imperio como el general Venancio Flores.
¿Por qué ingresó la Argentina en la guerra? No he ahorrado críticas al Mitre que escribió una historia de metodología irreprochable pero excesivamente contaminada con el propósito político de justificar y propagandizar el proyecto de organización nacional que él mismo lideró. Pero no justifica acusar a don Bartolomé por haber entrado en la guerra de la Triple Alianza. Lo cierto es que no tuvo otra alternativa pues, sabiendo que el Brasil estaba decidido a ella, lo que el futuro auguraba a nuestro país era un Paraguay ocupado por el Imperio y un Uruguay que inevitablemente sería devorado por tan insaciable expansionismo y, por ende, un desbalance geopolítico en la región intolerablemente desfavorable para nuestro país. Esas distintas motivaciones marcaron el espíritu bélico en ambos países: Brasil, galvanizado por la concreción de un antiguo proyecto expansionista; la Argentina, beligerante a contrapelo, obligada a serlo contra su voluntad.
Una vez asegurado el apoyo de Buenos Aires, el emisario brasileño presentó el ultimátum al gobierno oriental. Al borde del precipicio éste se negó a recibir la intimación y pidió ayuda al Paraguay, con quien estaba en conversaciones desde tiempo atrás. Francisco Solano López, sobrevaluando sus fortaleza bélica y descontando el activo apoyo del antiporteñismo argentino, capturó un vapor brasileño en Asunción e invadió el Matto Grosso, tierras cuya propiedad disputaba con Brasil. La guerra era ya un hecho consumado.
Tropas orientales coloradas, entonces, con el apoyo de la poderosa escuadra brasileña bloquearon y atacaron la ciudad de Paysandú que, defendida por escasos y heroicos combatientes, resistió con bravura la embestida durante varios días. Entre Ríos asistió indignada a la masacre que sucedía frente a sus costas. No sólo el mariscal Solano López y sus oficiales, sino también muchos provincianos antiporteñistas esperaron que el general Urquiza encabezara la reacción soñando con otra triple alianza, esta vez entre los blancos uruguayos, las tropas federales argentinas y el Paraguay de López, en línea con la opinión de Juan Bautista Alberdi, furioso opositor al trágico conflicto, quien sentenciara desde su exilio francés: “Esta guerra no es sino un eslabón mas de las guerras civiles argentinas”. Poco se sabe que Juan Manuel de Rosas, quien había enfrentado a los mismos enemigos que López, imitando el gesto que San Martín había tenido con él, legó su sable al paraguayo con términos casi idénticos a los del Libertador.
Pero don Bartolomé sabía cómo conjurar a Urquiza, y el imperio brasilero, su cómplice en Caseros, también conocía el punto débil del líder entrerriano. Diría un historiador brasileño: “Urquiza, embora inmensamente rico, tinha pela fortuna amor inmoderado”. Según José María Rosa el jefe de la caballería imperial, general Manuel Osorio, le ofreció excesivos 13 pesos fuertes por cada uno de los 30.000 caballos que necesitaba para sus tropas. La emblemática caballería entrerriana se transformaría de un plumazo en un inofensivo grupo de jinetes desmontados. Negocio cerrado. Casi 400.000 patacones irían a parar a las arcas del Palacio de San José.
Paraguay, ante la negativa del presidente Mitre de permitirle el paso por territorio argentino para auxiliar al gobierno uruguayo declaró la guerra a la Argentina e invadió la provincia de Corrientes, episodio que no generó resistencias facilitando que la capital provincial fuera ocupada con toda tranquilidad por las fuerzas de López. Los correntinos, con una larga tradición de enfrentamiento con los porteños, no consideraban a los paraguayos como invasores.
El apoyo popular al conflicto sólo se pudo lograr en Buenos Aires, donde sus “notables” se comprometieron al punto de que los hijos del vicepresidente Marcos Paz y de Domingo Sarmiento perecieron en el campo de batalla. Las provincias, en cambio, aún escaldadas por la prepotencia porteña consideraron que era un asunto ajeno a sus intereses. No olvidaban que el socio uruguayo, Venancio Flores, había sido el protagonista del cruento acuchillamiento por sorpresa de las tropas provincianas acantonadas a la espera del resultado de Pavón. De allí en más los “voluntarios” serían prácticamente cazados mediante levas forzosas, como lo testimonia el recibo de un modesto herrero catamarqueño rescatado por León Pommer: “Recibí del gobierno de la provincia de Catamarca la suma de cuarenta pesos bolivianos por la construcción de 200 pares de grillos de hierro para los voluntarios catamarqueños que marchan a la guerra del Paraguay”. En Entre Ríos el pendulante Urquiza convocó con engaños a algunos centenares de hombres que, advertidos de que su destino era el Ejército Nacional, se sublevaron y desbandaron. Ricardo López Jordán, oficial de su máxima confianza y futuro verdugo, le escribiría: “Ud. nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, General. Ese es nuestro amigo. Llámenos para pelear a los porteños o a los brasileños; estaremos prontos, esos son nuestros enemigos…”.
Una vez reunidas las fuerzas de Argentina, Brasil y Uruguay, el avance aliado fue incontenible. Se recuperaron las ciudades argentinas y brasileras tomadas por los paraguayos quienes, tras sufrir cuantiosas pérdidas entre bajas y prisioneros de guerra, se replegaron sobre tierras guaraníes con el objeto de asumir una posición defensiva a favor de terrenos intransitables y temperaturas agobiantes. Se suceden combates con fuertes bajas por ambos lados: Estero Bellaco, Tuyutí, Yataití Corá, Boquerón. Los aliados se sorprenden por la ferocidad y valentía casi suicida con que los soldados paraguayos defendían palmo a palmo sus posiciones. Para completar el espectáculo desolador, una terrible epidemia de cólera hace estragos en ambos bandos, trasladándose luego a la población civil en Asunción, Corrientes, Montevideo y Buenos Aires. Luego sería la fiebre amarilla.
En un intento por detener la feroz guerra el mariscal Solano López solicita una reunión con los mandos aliados. El encuentro se realiza en Yataití Corá y cuenta con la participación de Bartolomé Mitre y Venancio Flores. El representante del Brasil se niega a participar porque Pedro II exigía la rendición incondicional del Paraguay. La conferencia se lleva a cabo en un ambiente de confraternidad, pero es inútil. Mitre no está dispuesto a romper la alianza con el Brasil.
Luego, el 22 de setiembre de 1866, sobrevendría la catástrofe de Curupaytí, donde un fatal error de cálculo del almirante Tamandaré, al frente de la flota de la Alianza, hizo que las tropas se lanzaran abiertamente al asalto de una fortaleza inexpugnable. Los muertos aliados fueron 9.000, en contraste con las bajas paraguayas que no llegaron a 100.
La batalla de Curupaytí hirió severamente la imagen de Mitre, quien asistió impotente al progresivo desflecamiento de su poder político. También sufrió la oposición de algunas figuras escuchadas como Juan Bautista Alberdi, Guido Spano y José Hernández. A ello se sumó la duración de una guerra que no cumplió con la eufórica profecía inicial del presidente argentino, “en veinticuatro horas en los cuarteles, en quinces días en Corrientes, en tres meses en Asunción”, sino que se prolongaría a lo largo de casi cinco años sostenida en el coraje de los soldados paraguayos a quienes el marqués de Caxías, General en Jefe del ejército imperial, en comunicación con Pedro II, calificaría de “extraordinarios, invencibles, sobrehumanos”.
Además, como dijimos, en gran parte del territorio argentino la guerra provocaba un rechazo visceral. En las provincias se levantaron en armas grupos montoneros opuestos a Buenos Aires, entre ellos el caudillo catamarqueño Felipe Varela, quien inocentemente intentó sacar de su letargo a Urquiza: “…monte á cavallo á libertar de nuebo a la Rpca. qe de lo contrario cae en un abismo y sus abitantes serán víctimas”. Pero el entrerriano había cambiado la jefatura de la insurrección provincial por el rol de contenedor de la misma, actitud que los aliados premiarían haciéndolo uno de los principales proveedores de sus ejércitos. La rebelión finalmente fue sofocada y las tropas distraídas por la misma retornaron al sofocante calor de los bañados paraguayos.
La presencia argentina en la guerra ya no tenía sostén y el nuevo presidente, Domingo Faustino Sarmiento, entendió que era hora de retirarse. Ello afirmó aún más el papel protagónico del imperio brasilero quien llevó la carga mayor entre los aliados: sufrió 168.000 bajas y un gasto de 56.000.000 de libras esterlinas. La Argentina, por su parte, tuvo 25.000 muertos y un gasto de 9.000.000 de libras esterlinas. El Uruguay padeció de 3.000 muertos y experimentó una deuda de 248.000 libras esterlinas.
Pero ninguna de esas cifras es comparable a la debacle paraguaya. Una visión historiográficamente demagógica y errada pretende consagrar a Solano López como el héroe de la contienda. Es cierto que la apabullante superioridad enemiga le acarreó las simpatías del mundo, también que su coraje fue digno de admiración, pero no puede ni debe obviarse que su última frase “¡muero con la patria!” adquirió una realidad devastadora ya que su obstinación en no reconocer que la guerra estaba perdida y que había llegado el momento de la rendición incondicional precipitó al Paraguay a una catástrofe social y demográfica: antes del inicio de la guerra su población era de 1.300.000 personas, al final del conflicto sólo sobrevivían unas 200.000 personas, de las que únicamente 28.000 eran hombres, la mayoría niños, ancianos y extranjeros. Del poderoso ejército paraguayo de 100.000 soldados, en los últimos días sólo quedaban cuatrocientos. En la retirada, la paranoica sospecha de traiciones y conspiraciones contra su vida arrastró a Solano López a cometer crueles excesos en perjuicio de personas que habían merecido su confianza. Arreciaron torturas, degüellos y fusilamientos de familiares, oficiales del ejército, asunceños de la alta sociedad y extranjeros.
Finalmente en Cerro Corá, el 1º de marzo de 1870, llegó el final de la Guerra de la Triple Alianza. Ya no había más Solano López. Ya no había más guerra. Ya casi no habría más Paraguay. “La guerra concluye por la simple razón que hemos muerto a todos los paraguayos mayores de 10 años”, reconocería Sarmiento con su descarnada sinceridad.
Para el imperio brasilero el paso siguiente fue adueñarse de los territorios en disputa y lo hizo, aprovechando su posición dominante, a espaldas del Tratado de Triple Alianza que prohibía la negociación individual de los aliados una vez finalizada la guerra. En Buenos Aires ello provocó indignación y se llegó al riesgo de una guerra entre los ex socios. La Argentina sólo obtuvo, después de difíciles negociaciones, como magro premio a tanta muerte y despilfarro, el reconocimiento de sus derechos indubitables al territorio enmarcado por los ríos Pilcomayo y Bermejo -la actual provincia de Formosa- además de una estrecha franja de Misiones. El imperio del Brasil, en cambio, incorporó inmensas extensiones al norte del río Apá. Nuestra historia celebra las discutibles palabras del canciller de Sarmiento, Manuel Varela, “La victoria no da derechos”, las que, más que un concepto altruista, expresaban la impotencia argentina en las negociaciones post-guerra.
No todos fueron perjudicados en la de la Triple Alianza. Como en todas las guerras, la fortuna tocó a la puerta de los que siempre ganan: los proveedores de los ejércitos, que hicieron pingues negocios a costa del oro que el Brasil entregaba a manos llenas y de los recursos del Estado argentino que se endeudaba con bancos extranjeros. Poderosos hacendados y comerciantes de Buenos Aires y del litoral se enriquecieron entregando alimentos, caballos, mulas, vehículos, armas, cinturones, monturas, uniformes, suministros, frecuentemente en operaciones corruptas que implicaban a funcionarios del gobierno y del ejército. Asegura el historiador León Pomer: “La Guerra del Paraguay fortaleció la clase oligárquica y parasitaria y la llevo a ejercer la hegemonía total sobre todo el territorio”.
Paradojalmente el infortunio de tantos argentinos y el asfixiante endeudamiento de su gobierno fue una de las bases del gran desarrollo económico de la elite terrateniente vernácula y de los comerciantes ligados a ella, que la colocaron, en los cuarenta años que siguieron, entre las castas más ricas del mundo.