Corría 1958 y desde Buenos Aires partía un tren con destino final Rosario, provincia de Santa Fe. Algunos de los psicoanalistas más importantes del país viajaban en él para lanzar una experiencia inédita: algo así como un laboratorio social, mezclado con trabajo en comunidad y usando técnicas interdisciplinarias. A la cabeza iba Enrique Pichon Rivière, acompañado por psicoanalistas como David Liberman, Fernando Ulloa, José Bleger, Edgardo Rolla. La experiencia iba a ser extraña, y polémica. Las ansiedades dominaban el paisaje, y fue entonces cuando Pichon Rivière dijo a sus discípulos: “Si cuando tomemos el tren de vuelta nos tiran con bosta, quiere decir que cuando un grupo como este hace en Rosario lo que terminemos haciendo, al irse le tiran con bosta”. Nadie más volvió a dudar. Casi mil personas fueron al heterogéneo encuentro: estudiantes y profesores universitarios, boxeadores, pintores, corredores de seguros, obreros del puerto, empleados de comercio, amas de casa, algunas prostitutas.
A partir de aquel evento, Pichon Rivière rompió con la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) que él había fundado 15 años antes, y que por entonces reunía a todos los profesionales de la salud mental. Una nueva disciplina veía la luz en la Argentina: la psicología social.
El hombre. Ese, que en ese 1958 había acusado a los miembros de la APA de “cafishios de la angustia” y que había levantado consignas del tipo “el diván al paredón”, había nacido en Ginebra, Suiza. Hijo de un padre cuya existencia corría riesgo por sus ideas socialistas, vivió buena parte de su infancia en pleno monte chaqueño y luego en Goya (Corrientes), y aprendió a hablar idioma guaraní, se enfrentó a pumas y chanchos salvajes, y boxeaba con tanta aptitud que llegó a ser campeón juvenil de peso pluma a nivel provincial. Su gran referente de aquellos años era el portero del prostíbulo, donde pasaba la mayor parte de sus días: es allí donde fundó un club de fútbol, una filial del Partido Socialista y donde leyó por primera vez a Sigmund Freud.
A los 19 años se instaló en Buenos Aires para estudiar medicina y dos años antes de terminar la carrera inició la práctica psiquiátrica en el Asilo de Torres, cerca de Luján, un establecimiento de internos oligofrénicos. Eran tiempos en que a los enfermos mentales se los recluía para esconderlos socialmente, sin asomo de tratamiento posible. Sin esperanzas. Pero la pintura empezaría a cambiar con la (aparentemente) simple idea de Pichon de formar un equipo de fútbol. Era la década del ’30 y revolucionaría el campo de la psiquiatría al introducir elementos del psicoanálisis y aplicar esta disciplina no sólo a pacientes neuróticos sino también psicóticos, algo que el propio Freud no creía posible.
Desde allí fue al Hospicio de las Mercedes (el actual Borda), donde también integró a la terapia la formación de grupos, la adaptación e instrucción de los enfermeros y la incorporación de prácticas artísticas. Además de la aplicación del electroshock.
El concepto. La psicología social observa al sujeto en sus relaciones interpersonales, trabaja sobre los grupos con la mira puesta en solucionar los conflictos que puedan suscitarse dentro de esos grupos. Hoy día, los psicólogos sociales están presentes en el mundo empresarial, en el institucional, en el educativo, en el judicial. “Pichon Rivière se diferencia del psicoanálisis en un momento en que la APA era un coto cerrado y extremadamente caro para el paciente: solían indicarse cuatro sesiones semanales y el pago del mes de febrero cuando el profesional se iba de vacaciones –cuenta Clarisa Voloschin, discípula de Pichon y actual profesora de la cátedra de psicología social en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires–. La teoría de Pichon Rivière supone que cuando el terapeuta aborda a un paciente tiene que comprender la perspectiva del mismo, además de hacer un psicodiagnóstico. Para eso debe conocer la vida cotidiana real de esa persona, que es un sujeto determinado por sus necesidades en la estructura vincular que lo sostiene. Pichon cambia el término ‘instinto’ por el de ‘necesidad’”.
Si uno emerge de una estructura vincular, incorpora lo social no sólo a través de su familia, sino también por el ámbito donde vive esa familia. “Así es como Pichon desarrolla todo un método de trabajo con el paciente, que implica el reconocimiento de lo que la persona dice, además de lo que significa lo que dice. Él pensaba que las personas siempre dicen algo de su vida cotidiana cuando hablan”, describe Voloschin.
Y cuenta una anécdota. Estando en lo que es el actual Hospital Borda evaluando a la comunidad terapéutica, participaba como observadora de las reuniones de la comunidad. El psicoanalista (en apariencia) más brillante e impecable del grupo fue, en una reunión, aplastado por un feroz: “Callate la boca, que vos sos un traidor”, vociferado a voz en cuello por un interno. Cuando Clarisa le contó a su maestro la situación, la respuesta de Pichon fue contundente: “Ese enfermo está diciendo algo que es verdad, andá y averiguá”. ¿Qué se descubrió? Que aún cuando las reuniones de comunidad se hacían por la mañana, a la tarde también debía haber profesionales para que los internados recibieran tratamiento. El pulcro psicoanalista abordado a los gritos no iba nunca a su trabajo en ese turno. En el contenido del delirio siempre hay algún dato sobre la realidad.
Pichon abordaba la comunidad que rodeaba a un servicio de salud psíquica, con lo cual el terapeuta debía indagar cuáles eran las condiciones de la vida cotidiana de una persona (medios del transporte, arquitectura del lugar, costo del viaje), y también el contexto externo en el que se desenvuelve.
Así, el técnico superior en psicología social debe hacer un diagnóstico situacional y después usar la herramienta correctora, con la mirada puesta en las estructuras vinculares disfuncionales (que en las institucionales pueden dar lugar a la crisis institucional y en la comunidad, a malos entendidos entre diferentes estructuras por mala comunicación, por caso).
“Una vez me llamaron de una empresa que fabricaba alfombras diciéndome que querían analizar por qué la parte de cobro no funcionaba bien. Propuse hacer una reunión integrando a todos los actores que tomaban decisiones, y ahí me enteré de que el padre le había dejado la fábrica al hijo, pero que seguía trabajando en ella y que era quien estaba a cargo de cobranzas”. Moraleja: como no estaba de acuerdo con los cambios que impulsaba su hijo, los ignoraba. Tanto progenitor como cachorro consideraban natural su tipo de relación.