Cuando el general al que ordenaba mandar tropas a defender París le explicó que eso ara absurdo, que ellos no tenían nada que ver con aquella guerra europea y, fundamentalmente, que los soldados tardarían meses en cruzar el Océano, él replicó diciendo: “No sea tonto, tomaremos un atajo”.
Así era aquel grotesco dictador decimonónico. Un ignorante caprichoso, que logró que la reina Victoria hiciera borrar del mapamundi a Bolivia, porque el tirano le había declarado la guerra a Inglaterra por identificación con Prusia.
El problema es que el tirano que gobernó entre 1864 y 1871, dejó más que anécdotas estrafalarias. Manuel Mariano Melgarejo Valencia es el nombre completo de muchos de los males en los que aún está atrapada Bolivia.
Nombró asesor presidencial a su caballo Holofernes y convirtió en ministro de Finanzas a Vargas Albano, el embajador plenipotenciario chileno que le regaló el bello animal. Pero lo más grave fue que entregó a Chile las áreas salitreras y guaneras de Mejillones, iniciando la pérdida del litoral marítimo boliviano, además de firmar el Tratado de 1867, por el que Bolivia regaló al Brasil 100.000 kilómetros cuadrados de los riquísimos territorios de la cuenca del río Madeira.
Su otra decisión arbitraria de trágica proyección futura fue la abolición de la propiedad comunitaria de las tierras indígenas.
Por cierto, le reportó el respaldo de la aristocracia criolla y la elite minera, porque a esas tierras se las quedó un puñado de familias con prosapia. Y también le agradecieron al lunático dictador cuando diezmó a los indígenas que se levantaron en rebelión. Aunque no movieron un dedo cuando, en 1871, fue derrocado y desterrado en Lima, donde su cuñado y a la vez yerno le voló la tapa de los sesos con dos certeros disparos.
Melgarejo fue traidor y traicionado. Cuando suplicó al general Belzú que le perdonara la vida por haber complotado contra él, obtuvo del dictador la piedad que imploraba. Pero poco después lo asesinó a sangre fría, para adueñarse del poder. Del mismo modo terminaron sus días.
En la segunda mitad del siglo XX, un hombre brillante y justo, Víctor Paz Estenssoro, corrigió uno de los males provocados por el lunático tirano del siglo XIX. Primero lo derrocaron y desterraron, pero la revolución que encabezó en 1952 su mano derecha, Hernán Siles Zuazo, lo restituyó en el poder para que completara su programa de reformas.
Cuando el general René Barrientos lo derrocó, Paz Estenssoro había impulsado una reforma agraria y había nacionalizado las minas de estaño, que estaban en manos de sólo tres familias.
El general Juan José Torres desenterró las reformas que Barrientos había sepultado. Pero el general Bánzer Suárez las volvió a enterrar después de haber derrocado a Torres, a quien hizo asesinar en el exilio.
Mientras Bolivia seguía su marcha zigzagueante entre reformas y contrarreformas, hubo un cambio significativo en el padre del reformismo. Después de que la presidencia de Siles Zuazo naufragó en tormentas inflacionarias, Paz Estensoro modificó su visión económica iniciando el período al que el actual gobierno boliviano califica como neoliberal.
Su partido, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) lo declaró “jefe perpetuo” en 1985, y cuatro años más tarde se retiró definitivamente de la política. Pero antes, y en plena lucidez, promovió el liderazgo de Gonzalo Sánchez de Losada y el asesoramiento del economista liberal Jeffrey Sachs, avanzando a paso redoblado contra la inflación pero a contramano de varias de sus anteriores políticas.
El mismo líder de las reformas que enojaron a la derecha oligárquica activando su instinto golpista, murió en el 2001 aprobando la Ley de Hidrocarburos y las privatizaciones que su ahijado político, Sánchez de Lozada, impulsó desde el gobierno.
Ese giro copernicano, sumado a que el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Jaime Paz Zamora se corrió tanto en el arco político que quedó cerca de Bánzer, marcó la irrupción protagónica del indigenismo de izquierda en el escenario boliviano.
A esta altura de la encrucijada de Bolivia, no tiene mucho sentido evocar las protestas con que Evo Morales, flanqueado por Felipe Quispe y Jaime Solares, derrocó primero a Sánchez de Lozada mediante la “guerra del gas”, y luego acosó a Carlos Mesa hasta extinguir su escuálido gobierno.
Lo único que tiene sentido es buscar una salida. Y hasta ahora, el mejor guía en esa búsqueda ha sido Lula da Silva. Su gravitación fue determinante en la cumbre que la Unión de Naciones del Sur (Unasur) mantuvo esta semana en Chile. Comenzó incluso antes de producirse el encuentro, porque condicionó su asistencia a una serie de puntos clave necesarios para conjurar el plan de Hugo Chávez.
El exuberante líder caribeño, con el respaldo del ecuatoriano Rafael Correa y del propio Evo Morales, procuraba que la cumbre de Unasur dictaminara que fuerzas militares de la región (con Venezuela y Ecuador a la cabeza) intervinieran en suelo boliviano para poner fin al “movimiento golpista” de los gobiernos autonomistas, “promovido desde Washington”.
En el otro extremo se situó el presidente peruano Alán García, partidario de que el tema no se debata en Unasur sino en la OEA, para que pueda participar Estados Unidos e imponer sus puntos de vista sobre el asunto.
Brasil ha decidido asumir el liderazgo de la región, desplazando la influencia norteamericana y neutralizando la del hombre fuerte de Caracas. Y en este caso volvió a lograrlo, como en la cumbre de Santo Domingo, donde el Grupo Río puso fin al conflicto desatado entre Colombia, Ecuador y Venezuela por la muerte de Raúl Reyes.
Por eso el líder aprista no fue a la cumbre de Chile, y también por eso el encuentro no se convirtió en esas catarsis antiimperialistas en las que Chávez se vuelve protagónico.
Fue Lula quien marcó la agenda y el resultado logró el equilibrio justo. No hubo show antiyanqui y el documento final no contuvo referencias directas ni acusaciones contra los Estados Unidos, al mismo tiempo que se dejó en claro a la oposición boliviana que no hay lugar para el golpismo ni el separatismo.
El pronunciamiento de la cumbre fue como debía ser: un respaldo contundente a la autoridad institucional, el presidente Morales; un rechazo sin fisuras a la violencia y la desestabilización como método; el repudio a la masacre ocurrida en Pando y el claro mensaje de que una aventura secesionista no tendrá el resultado logrado por Kosovo y por Timor Oriental.
Hasta aquí, salvo por no contemplar la intervención propiciada por Chávez, el documento final de la cumbre parece totalmente complaciente con una de las partes del conflicto y totalmente deferente con la otra. Sucede que no hay un punto equidistante, porque Evo Morales es la autoridad nacional y porque la oposición autonomista había transgredido los límites de la institucionalidad, colocándose en un plano de conspiración golpista y secesión territorial. Además, lo hizo mediante un desenfreno de violencia bestial.
El complot golpista denunciado en Venezuela y la expulsión del embajador norteamericano en Caracas pudieron ser una cortina de humo para tapar las revelaciones que surgen del caso Antonini Wilson. Pero en Bolivia, la violenta desmesura opositora constituye una evidencia incontrastable.
Por las tendencias radicales que contiene, el gobierno central ha cometido excesos, como permitir (o directamente impulsar) que se formen en las regiones rebeldes fuerzas de choque campesinas, para enfrentar a las fuerzas de choque de los gobiernos autonomistas. Pero si el embajador de los Estados Unidos mantuvo reuniones con Rubén Costas, se trata de un exceso inadmisible del diplomático, ya que el prefecto de Santa Cruz no ha pronunciado discurso sin insultar al presidente boliviano y sin instigar a la ruptura entre el Altiplano y las ricas regiones del Oriente amazónico.
De todos modos, la política del Brasil contuvo otro elemento tan importante como el respaldo a la autoridad de Evo Morales. Ese elemento clave es el compromiso para una solución negociada.
Ni Chávez ni Correa ni el propio presidente boliviano propugnan como solución un acuerdo negociado con los departamentos rebeldes. Pero Lula lo impuso en la antesala de la cumbre. Por eso cuando el presidente brasileño arribó a Chile, en Bolivia el vicepresidente García Linera y el gobernador de Tarija, Mario Cossío, ya negociaban el marco del diálogo.
Lo que falta es ver si esta vez habrá negociación en serio o si, como en las ocasiones anteriores que aceptaron negociar, en realidad querían treguas para ganar tiempo y reacomodar fuerzas.
La minoría de origen europeo que motoriza la economía en el Oriente, debe superar el prejuicio étnico que reduce su mirada sobre Evo Morales a la consideración de que es un líder entre retardatario y marxista, que de poder avanzar terminará desterrando a la propiedad privada y a la comunidad blanca.
A su vez, el gobierno de Evo Morales deberá ampliar su mirada, hoy restringida a la consideración de que en la otra Bolivia predomina una oligarquía racista y heredera del fascismo de los ustachas croatas de Ante Pavelic.
El gobierno central está inflamado de ideologismo clasista, pero es la consecuencia de una historia de injusticias y segregación. Y la minoría blanca de la medialuna tiene convicciones recalcitrantes, pero también ha creado una dinámica económica de prosperidad (inexistente en el Altiplano), basada en una forma eficaz de organización empresarial.
Si esta vez las dos partes enfrentadas dialogan de verdad, el debate debería servir para que la izquierda indigenista reflexione sobre el cambio de posición que experimentó Paz Estensoro en la última década y media de su vida. Y también para que la oposición conservadora asuma la corrección de injusticias arrastradas desde el estrafalario Mariano Melgarejo. El grotesco dictador que nombró asesor a su caballo, entregó tierras estratégicas a Chile y Brasil, abolió la propiedad comunitaria y pensaba que tomando un atajo, sus tropas podían llegar a París sin cruzar el océano.