Cincuenta años tardó Libertad Lamarque en aclarar el episodio de su cachetada a Evita. Algo más discreta, Mirtha Legrand sigue sin decir una palabra acerca del mito urbano que la describe abofeteando a Egle Martin, impresionante y misteriosa morocha que, según las malas lenguas, habría deslumbrado a Daniel Tinayre. Huérfana de pudor, en cincuenta minutos Victoria “Vito” Rodríguez, la melliza petardo que desató la ira de Mercedes Sarrabayrouse, ya había hablado con los medios, y un plazo parecido (pero en días) se tomó Macedo para describir las habilidades pugilísticas de Pampita. Y las diferencias no se agotan en el manejo de los tiempos. Si antes las mujeres belicosas se abofeteaban o, en el peor de los casos, se tiraban de las mechas, hoy se agarran directamente a trompadas. Eso si, liberación femenina de por medio y todo, la razón que motiva el enfrentamiento sigue intacta: un hombre. ¿Qué Eva y Libertad se cruzaron por otros motivos? Quienes transitan las cloacas de la historia afirman que la verdadera venganza de la mujer de Perón no fue condenar a la novia de América a un prolongado exilio mexicano, sino exigir que la contrafigura de su última película, La Pródiga, fuera Juan José Miguez, prestigioso galán de entonces por el que la “Gardel con polleras” sentía, digamos, una profunda admiración.
Ahora bien, en su carrera por copiar lo peor de la identidad masculina, hay una barrera que las mujeres todavía no cruzaron. Se expone la víctima, no la victimaria. El día que alguna de las agresoras en danza salga en televisión explicando cómo le bajó los dientes a su “presa”, las féminas podrán exhibir el discutible logro de haber alcanzado la igualdad definitiva de los sexos. Porque los hombres no nos caracterizamos por ser violentos, sino por creer que las cosas se solucionan a los golpes; diferencia aparentemente sutil que, sin embargo, marca el límite entre la civilización y la barbarie.
Los cambios en la forma de pegar de las chicas (del cachetazo a la trompada) expresan un acercamiento al universo masculino, pero lo hacen con una profundidad mayor de lo que puede observarse a simple vista. Aún a riesgo de que me cuestionen por hacer apología de la violencia, tengo que decir que cachetear, cachetea cualquiera; suerte de descarga emocional que en manos de una mujer dice “hasta acá llegué”. El acto de abofetear tiene incluso un contenido plástico y teatral que lo ubica al final de un proceso, nunca al principio.
Impactante como es, la cachetada tiende a cerrar un conflicto, jamás a abrirlo. Aparece cuando mueren las palabras y, por ese motivo, suele (o solía) estar acompañada de silencios capaces de durar décadas. En el otro extremo, la piña tiende a voltear al rival. Si las cachetadas señalan la impotencia de la palabra, las trompadas indican su inexistencia. Son parte de una forma masculina de ver el mundo que empieza con el puño cerrado y termina en la bomba atómica. Ni teatralidad ni puesta en escena, violencia pura cuyo objetivo es terminar con el otro. Siempre menciono que los hombres podemos ser acusados de cualquier cosa, menos del hecho de haber usado nuestro poder para decir lo que sentimos. En cierto sentido, el hombre es un agresor mudo cuya dificultad para expresarse lo convierte en un animal peligroso, aunque conmovedor en su proverbial impotencia.
¿Cuántos conflictos son, en definitiva, hijos del silencio? Adolescentes que se destrozan a la salida del colegio o en la puerta de un boliche. Actrices que se agarran a las trompadas o amenazan con hacerlo. Importa poco y nada que la razón sea un macho de discutible valor.
Después de todo, el día que se peleen por plata estamos perdidos mal. Sí preocupa lo que sigue: con sus recurrentes espectáculos boxísticos, las mujeres están demostrando que la sabiduría no es cuestión de género. Puestas a caminar el mundo real, las hembras se vuelven igual de agresivas (y necias) que los machos. La idea de que las mujeres serían capaces de construir una sociedad mejor, parece seriamente cuestionada. Es probable que la pelea de la hija de Susana sea sólo un entretenimiento televisivo. También podría pasar que, leída en contexto, sea una señal de alarma. La confirmación definitiva de que la calle es una selva sin espacio para el diálogo, y de que la mítica sensibilidad femenina es apenas un subproducto del encierro hogareño al que las chicas se vieron sometidas por siglos. Si esta teoría se sigue probando en la práctica, estamos desahuciados. Ojala se trate sólo de un par de desquiciadas.
*Filósofo y publicista.