Hemos dejado de ser un país que había elegido la irrelevancia —por ser imprevisible— para convertirnos en un país que provoca risas, por la cantidad de giles que lo habitan. ¡Qué dolor!
Nuestro humor gráfico había creado un personaje tan ruin como el Viejo Vizcacha (pero bien vestido) que pergueñó Lino Palacio con el nombre de Avivato. Representaba a la famosa “viveza criolla” o argentina, o como quiera llamársela. Supongo que pronto nacerá su contraparte, el Gilón, que en cordobés básico significa “gran gil”. Ambos sobran en todas partes. Además, se complementan.
El conflicto generado por el febril Antonini Wilson-gate lo ilustra de maravillas. Pero no sólo ese conflicto. Trataré de explicarme.
Avivato no podía triunfar si no contaba con un gran Gilón que cayese en sus trampas. La viveza, o picardía, o piolura, o cinismo gracioso, o mala leche divertida, hace tiempo que empezaron a formar parte de nuestra compleja identidad, sin que intentemos erradicarla para siempre, como un defecto. Ello se debe a que la consideramos una virtud. Expone las habilidades y daños que podemos ejercer con bastante impunidad. Juega con equívocos, hace reír, produce llanto, convence, distrae, resuelve o humilla. Depende de las circunstancias y las motivaciones, desde luego. Como he dicho otras veces, no se trata de una cualidad (como suponen quienes la ejercen), sino de un defecto que merece palos. Porque su humor y sus consecuencias son gravosos para la sociedad. A largo plazo, nos hunde en la tragedia y el hazmerreír, como está pasando con el Antonini Wilson-gate. No le importa perjudicar al prójimo —sea un individuo o un colectivo— con tal de ganar tiempo o un aplauso.
Avivato (y cualquier vivo de su calaña) se considera más inteligente e importante de lo que en realidad es. O necesita considerarse más inteligente e importante para ocultar su limitada consistencia. Va al frente de modo temerario. Si las cosas le salen bien, redobla la apuesta; si salen mal, le echa la culpa a otro. Jamás admite una flaqueza, una equivocación, una derrota. Todo lo sabe y todo lo puede. Para demostrarlo, miente, deforma, incurre en contradicciones. No importa, ni siquiera las recuerda. Sólo quiere ganar, aunque sean mendrugos. Pero si el premio son millones, mejor.
Su audiencia son los giles, ese mar de argentinos que lo escuchan y le creen. O el gran Gilón (en mi querida lengua cordobesa) que aguarda ser dibujado por un talento del humorismo gráfico nacional. Sabemos que el vivo, aun antes de que naciera Avivato, había producido muchos sinónimos: piola, canchero, rompedor, madrugador, púa, rana, pierna… Consiguió infiltrarse en todos los recovecos de la vida social, pero se mantuvo algo distante de la política, que es un terreno resbaloso. Ahora acaba de meterse en ella con todo, hasta las amígdalas.
Su experiencia le ha demostrado que gana el más rápido, por lo tanto, no se demora jamás. No se permite dejar la iniciativa en manos de un tercero. Y tampoco perder la cara de ángel, o de puro, o de confiable. Para eso necesita golpear con dureza a alguien que se llama punto. Instalar en él la culpa, la torpeza, la maldad, la idiotez.
¿Qué o quién es el punto?
Alguien que no está preparado, avisado ni en condiciones de responder. En el terreno de la política, hemos presenciado en estos días inaugurales de un nuevo mandato presidencial que lleva el mismo apellido, los puñetazos a dos puntos vulnerables: el presidente Tabaré Vázquez y los Estados Unidos. Pero ya me ocuparé de esto enseguida, porque antes debo señalar otro rasgo notable de Avivato y su cohorte de discípulos. La presencia de una barra.
¿Qué o quién es la barra?
Es el auditorio que celebra los exabruptos, disparates o acusaciones del vivo. Si no hubiese barra, el vivo cerraría la boca. El vivo quiere ser escuchado, acompañado y aplaudido por la barra —compuesta por innumerables giles y gilones—. De lo contrario, no sería la barra que necesita para cumplir su objetivo. De esa forma, se siente seguro en el escenario o frente a un atril con altavoz. La barra escucha y celebra. Al vivo le gusta representar ante ella lo que no es, o proyectar en el punto las fallas que sólo le corresponden a él. Si el vivo padece una minusvalía, comete un error o cae en alguna trampa, las coloca sin escrúpulos sobre los hombros del desconcertado punto. Aunque el punto sea ajeno a esos vicios, la barra celebra igual. Y con esto el vivo ha logrado su patético triunfo.
Tanto se valora en nuestra magullada sociedad argentina al vivo y a sus procedimientos, que se considera una debilidad imperdonable carecer de su virtuosismo defraudador. Por eso, desde hace décadas se asegura en la Argentina que “el que no es vivo es un gil”. Sacar ventaja lo convierte en un ventajero, lo cual no merece una sanción, sino una medalla, o al menos la impunidad. Ser ventajero no está mal entre nuestros disvalores. Está mal perder, no embaucar, no aprovecharse de una situación privilegiada, porque eso es propio de giles. De ahí la cantidad de anécdotas sobre argentinos, que dentro y fuera de nuestro país se dedican a “reventar” tarjetas ajenas, robar toallas de los hoteles, “pinchar” teléfonos, “clavar” garantes, transgredir sin pausa y festejarlo como una victoria en los asados o la mesa de un bar.
¿Por qué el vivo —o su personaje Avivato— han conseguido tanto éxito en la Argentina? Lo he dicho muchas veces. Porque aquí no se cree en la majestad, rapidez ni eficacia de la Justicia. La ley resulta ser un elemento que fastidia, un molesto obstáculo que se debe sacar a patadas. ¿Qué es la ley, sino una piedra en el zapato, un límite que nos quiere prohibir algo, como joder al prójimo y burlarnos de quien se rompe para acumular esa cosa podrida llamada mérito?
¿La honestidad? ¡Puaj! Palabra de viejos, de tarados. “Nadie” con dos dedos de frente la practica. ¿Por qué insistir en semejante antigualla? ¿No se asegura que “todos” roban, que “todos” violan la ley, que el que no afana es un gil, que roban pero hacen?
El vivo aparenta conocimientos, seguridad, picardía infinita, insuperables reflejos para retrucar y aplastar. No lo acosan sentimientos de culpa. En el lenguaje técnico, es un psicópata. Pero ¿a quién le importa? Ese diagnóstico no llega a las masas ignorantes y manipuladas, que actúan de barra y están llenas de puntos (y gilones). Al vivo le obsesiona demostrar que es el más vigoroso y hace morder el polvo a quienes osan ponérsele delante. Jamás pide disculpas. No se mostrará flojo ni aunque se hunda el piso bajo sus pies. Y si se hunde, no cesará de gritar que “otros” son los culpables, incapaces de reconocer su pureza y su poder.
Tampoco es un exitoso, sino un exitista. Por desgracia, este aspecto se ha extendido a millones de compatriotas. Se caracteriza por carecer de visión a largo plazo. El exitista anhela resultados inmediatos, se ocupa del momento; no programa para el mediano ni largo plazo. Su vida es una sucesión de coyunturas. El exitoso, en cambio, anhela proyectos grandes, mira a los lejos. En otras palabras, entre el exitista y el exitoso aúlla el abismo que hay entre una gran persona y un ser diminuto que, cuando se le dé vuelta la suerte, será motivo de olvido o desdén. La Argentina, por ser exitista y no exitosa, acaba de hipotecar la débil esperanza que el mundo tenía en la recuperación de su seriedad institucional. Con el idiota, deslenguado y emocional manejo del Wilson-gate hemos vuelto a convertirnos en un circo. Como sostenía Santos Discépolo, debemos salir de gira. Porque el torpe manejo de este acto de corrupción y fraude ya ha sido inscripto en el Libro Guinness de los hechos extraordinarios, no por su carácter de corrupto y fraudulento, sino por la cantidad de giles que aceptan con cara de imbéciles una versión que deja lejos al más disparatado cuento chino.
Cuando la flamante presidenta pronunció su discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa, esgrimió varios gestos de soberbia, entre ellos el de olvidarse de agradecer la concurrencia del vecindario presidencial y varias delegaciones extranjeras. Lo más desafortunado, sin embargo —y que ingresa para desprestigio de ella misma, por desgracia para la institución presidencial y del país—, fueron las parrafadas dirigidas a Tabaré Vázquez. Tuvo tres partes: una primera, en la que pareció cordial, y una última en la que usó el desgastado término de “hermanos uruguayos”. Pero en el medio hizo franco uso de la viveza criolla, que consistió en transformarlo en el punto al que hacía quedar mal porque lo sorprendió con una salida inesperada, aprovechándose de que el hombre no tenía posibilidades de réplica. La barra, que era la Asamblea y el país, vieron cómo lo humillaba, y algunos llegaron a sentir placer. Reprodujo fielmente las etapas que hubiese recorrido un libreto de Avivato. Por cierto que corrió el serio peligro de que Vázquez abandonase el recinto, lo cual hubiera convertido el acto de asunción presidencial en un papelón histórico que habrían recogido todas las agencias noticiosas del mundo. Pero Tabaré Vázquez estaba fulminado por la sorpresa —como sucede a cualquier punto— y no alcanzó a reaccionar. O tal vez no lo hizo porque en él predominó su racionalidad de caballero.
Los uruguayos pueden perdonar, pero no olvidar. La actitud de la flamante presidenta quedará como otro baldón de nuestra merecida mala fama. Tanto es así, que en la reciente Cumbre del Mercosur un gran cartel la saludó con este párrafo, que deberíamos incluir en todos los niveles de nuestro deteriorado sistema educativo: “Bienvenida, presidenta Fernández de Kitchner (sic). Disfrute tranquila del Uruguay. Aquí somos educados. No agredimos a nuestros huéspedes, especialmente si no tienen la posibilidad de respuesta”. ¿Qué tal?
El otro ejemplo se refiere al caso de la valija con los 800.000 dólares venezolanos. En lugar de permitir que la Justicia continuase sus investigaciones y aportara más pruebas que esclarezcan el intríngulis, se optó por atacar primero —fuerte— de manera destemplada y con pretensiones de convertir a todo un enorme país en un punto, incluidos sus tres poderes republicanos, prensa e intelectuales independientes, hasta llamarlos una “banda de mafiosos” o interesados en “operaciones basura” que anhelan desestabilizar nuestras instituciones, a la nueva presidenta, al sólido estado de derecho que nos protege, etcétera. La barra está compuesta por los chupamedias, los dependientes del favor oficial y los giles desinformados, manipulados, sobornados o simplemente afectados de hipotrofia cerebral.
Las relaciones con Uruguay han empezado a mejorar gracias a la sensatez, racionalidad y prudencia de los orientales. Las relaciones con los Estados Unidos, en cambio, ingresaron en una crisis que el más despistado puede comprobar que no fue deseado por ellos, menos en circunstancias tan complejas, en las que se esperaba conseguir que la nueva presidenta —admiradora de Hillary Clinton— se distanciara del imprevisible Chávez y se acercase a la prolija Itamaraty, que ya ha convertido al Brasil en el interlocutor más poderoso del continente. La viveza de atacar a los Estados Unidos como el punto responsable del reparto permanente de dólares venezolanos —que tienen una larga e irrefutable lista de beneficiarios, como Ortega, Correa, Evo Morales y Ullanta Humala— responde a la técnica del ventajero, ansioso por conseguir el aplauso de la barra. Ya consiguió una que ha producido un profundo tajo en nuestra calidad institucional. Nada menos que el Congreso, al que la Constitución ha distinguido como “poder independiente” de la república.
El Congreso Nacional parece integrado por una mayoría de giles, incapaces de estar enterados sobre cómo funcionan las instituciones de otros países; en este caso, los Estados Unidos. Podemos criticar todo lo que querramos a los Estados Unidos, a sus costumbres, a su población, a su militarismo, a sus políticas federales o estatales, pero es absurdo suponer que allí la Justicia depende del presidente, como aquí y en los países subdesarrollados. Allí los presidentes no manejan la Justicia, sino que pueden ser echados por la Justicia, como le pasó a Nixon.
Ya la sabiduría popular ha bautizado a nuestro Congreso de la Nación como escribanía del Poder Ejecutivo. Esto sí que causa retorcijones de vientre y altera el pulso de nuestro corazón. ¿Por qué el Congreso con mayoría absoluta del kirchnerismo se sometió a las órdenes de repudiar en forma bruta, ignorante, a otro país, mientras su Justicia está en plena actividad y la nuestra anda con muletas? ¿Por qué no se interroga a los funcionarios argentinos que permitieron la impunidad del famoso “valijero”, que ahora se pide extraditar (quizá para ahorcarlo como si fuese suicidio antes de que siga hablando)? No hubo gestos para arrestarlo por su contrabando, se le registró un domicilio falso que no fue motivo de sospechas inmediatas, se lo vio en la Casa Rosada (¡cómo no van a desmentir semejante dato!), en la Cancillería se recibió una preocupada llamada nocturna de la embajada venezolana para saber si Wilson corría peligro o podía irse del país y, finalmente, el rico empresario viajó tranquilamente al Uruguay, como lo hizo en sus rápidas visitas anteriores en las cuales resulta posible que haya traído otras valijas llenas.
En síntesis, estamos llenos de giles y gilones, Avivato tiene mucha prensa, las barras funcionan de maravillas. Y en nuestro país resuena cada vez más fuerte el grito de Manuel Belgrano: “¡Pobre patria mía!”.