Para votar con convicción hay que conocer a los candidatos. ¿Sabía que los cuatro principales postulantes a la Presidencia estudiaron en universidades públicas? ¿O que la vocación de poder de Cristina de Kirchner nace por un complejo de apellido común –Fernández–, que sólo toma agua mineral Nestlé y que va de incógnito a los cines de Recoleta cuando se apagan las luces de la sala? ¿Conoce los motivos íntimos que transformaron a Elisa Carrió de intelectual agnóstica en devota mística de la Virgen María, y por qué combina la Biblia con la caipirinha? ¿Estaba enterado de que Roberto Lavagna habla en francés con su esposa belga, cultiva su paciencia cuidando árboles en su campo de Cañuelas y no deja que los toque ningún jardinero? ¿Sospechaba que Ricardo López se hizo liberal por un solo libro que leyó, que hoy lo mantiene su mujer y que no puede despegarse de su madre? Descubra a los candidatos y luego decida.
El jardinero paciente. Roberto Lavagna (65) lleva siempre en su maletín un antifaz de rombos blancos y negros. Si le sobran diez minutos en algún momento del día, lo usa para tomarse una siesta, incluso sentado en una silla. Puede conciliar el sueño en forma casi instantánea: sigue la lógica que indica que la mente más descansada es más lúcida.
Lavagna no hace terapia ni toma pastillas. Su relajación y hobby es la jardinería. “Cuando uno mete la mano en la tierra, sin guantes, encuentra un efecto energizante espectacular”, dice. Tiene árboles en su casa de Saavedra, en su chacra de Cañuelas –su lugar de descanso y reunión familiar– y en su casa de Cariló, donde pasa los veranos. Les presta atención y cuidados. “Ver crecer un árbol requiere perseverancia”, dice. Obsesivo, no deja que ningún jardinero toque una rama de “sus” árboles sin su consentimiento.
En 37 años de matrimonio, Lavagna dice que su mujer lo ayudó a ser menos rígido. Finalizaba sus estudios en Bruselas cuando en una fiesta le presentaron a Claudine Marechal, una belga alegre y extrovertida. Por ella extendió su estadía en Europa. Se pusieron de novios, se casaron en Bélgica y luego se mudaron a Buenos Aires. Ella estaba acostumbrada a los viajes: pasó la infancia en África junto a su padre médico. Con vocación de servicio en los genes, Claudine es licenciada en Terapia Ocupacional y trabaja en Terapia de Rehabilitación del Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas (Cemic). Por complicidad y para no perder el idioma, entre ellos suelen hablar en francés.
Lavagna casi no sale de noche: no va al cine ni al teatro, ni come afuera. De su aspecto personal se ocupa su mujer: le compra los trajes en Christian Dior y los zapatos en López Taibo. El candidato nada tres veces por semana para mantenerse en estado. En su casa de Saavedra tiene una cancha de minitenis, pero piensa desmontarla en breve… para plantar más árboles. En la serenidad de su hogar disfruta también de su colección de más de treinta pinturas argentinas. Su favorito es el artista Carlos Alonso.
Roberto era un alumno aplicado que llevaba la bandera y sacaba buenas notas. Pasó la infancia en Morón en una típica casa porteña de clase media, estudió en una escuela pública –Comercial José Manuel de Estrada–, se recibió en la UBA de economista y completó sus estudios en Bruselas. En el zodíaco, pertenece a Aries. “Un signo de fuego”, subraya él mismo. Detrás de su aspecto siempre medido, el economista tiene un carácter ambicioso.
Sus hijos, en cambio, optaron por la universidad privada. Sergio (33), ingeniero industrial, y Marco (31), economista como él, se recibieron en la Universidad Católica Argentina (UCA). Nicolás (25) estudia Medicina en el Cemic, donde trabaja mamá Claudine.
Lavagna fue uno de los tantos jóvenes peronistas que se acercaron a Ezeiza a recibir a Juan Domingo Perón en la fatídica jornada de 1973. Salió ileso: nunca llegó a estar adelante, donde las facciones de la izquierda y la derecha del movimiento se enfrentaron a tiros. Lavagna no se acercó a ninguno de los dos espacios: su lugar ya era el centro.
El 24 de marzo de 1977, cuando cumplió 35 años, su mejor amigo fue a su casa a brindar con él. Un grupo de tareas esperó a que terminara el festejo y detuvo al amigo a pocas cuadras de la casa del economista. Pese a que las historias de desaparecidos lo tocaron de cerca, Lavagna nunca aceptó radicarse en Bélgica, tal como insistía su familia política. “Una inconsciencia, una estupidez”, evalúa ahora.
El dolor más grande de su vida, sin embargo, sucedió un año después, cuando su único hermano, Eduardo –también economista–, murió en un accidente automovilístico. El recuerdo de esa tragedia aún le nubla la vista.
Lavagna escucha música clásica y adora los tangos de Alberto Castillo. “Me gusta el más reo”, dice. Claudine insiste en aprender a bailar tango y quiere que tomen juntos clases particulares con un bailarín profesional. Por ahora, su marido no quiere saber nada.
Los caprichos de Cristina. Ocurrió en una de las últimas giras al exterior de la candidata presidencial del oficialismo. El chef nunca entendió por qué tiraron su ensalada gourmet a la basura. Desolados por la frustración y los nervios, los asesores de Cristina de Kirchner (54) tuvieron que escuchar los gritos de su jefa porque las rodajas del tomate estaban demasiado gruesas para su gusto exquisito. Ella es celosa hasta la obsesión de su figura, y sus colaboradores saben que sólo toma agua Nestlé porque tiene bajo sodio. Exige que la botellita esté cerrada y con la etiqueta bien visible, para asegurarse de que no le mienten.
A Cristina no se le conocen amigas íntimas. En el Congreso despierta cierto temor. No sólo porque pertenece al cerrado círculo del poder, sino porque su presencia es de por sí imperial: avanza por los pasillos del Senado con dos custodios que le abren las puertas de los salones de par en par.
Es una madre dedicada, pero culposa: su vocación política fulltime le resta tiempo para sus hijos Máximo (30) y Florencia (17). A la más chica, una apasionada de la moda como su madre, la consiente organizándole fiestas con amigas en la Quinta de Olivos. Máximo volvió a Río Gallegos para manejar el negocio inmobiliario de la familia, después de dos intentos fallidos por estudiar periodismo deportivo, en La Plata, y abogacía, en Buenos Aires. Cristina los protege con celo de la exposición mediática.
La familia se reúne los domingos. Ese día, si no está en Santa Cruz, Cristina recibe en Olivos a su madre, Ofelia Wilhem, y a su hermana menor Giselle, que viven en La Plata. Su padre murió hace ya varios años.
Los días de semana ella se levanta temprano: lee los diarios, los comenta con el Presidente y hace gimnasia en una cinta o anda en rollers y pollera al viento por los senderos de la quinta. La Primera Dama odia que hablen de su obsesión por su aspecto. “¿Qué mujer no tiene pasión por las joyas, la ropa, las carteras y los zapatos? Me quieren hacer pasar por frívola”, se quejó ante su biógrafa, la periodista Olga Wornat. Es cierto que siempre fue coqueta. La única manera que hubo de convencerla para que dejara el cigarrillo fue cuando le explicaron que ese vicio arruinaba su piel. Era el Año Nuevo de 1988: desde entonces, no deja que nadie fume en su presencia.
Aunque ella intente obviar el tema, su cambio físico es llamativo. Los especialistas coinciden que su nuevo rostro acusa la inyección de bótox. Antes de la campaña bonaerense del 2005, Cristina esculpió su figura con gimnasia modeladora y electroestimulación. Se inyectó colágeno en los labios y afinó sus tobillos. Se esculpió las uñas y mejoró su sonrisa, ahora más blanca y prolija. El estilista de las estrellas, Alberto Sanders, le abultó las extensiones de su melena. Se sacó el flequillo y suavizó su maquillaje.
Eso sí: todavía se muestra rebelde ante los consejos y no quiere encasillarse con ningún diseñador, aunque hoy coquetee con Susana Ortiz. Cristina ama comprar ropa y su debilidad son las carteras: adora las de Louis Vuitton. Su famoso Rolex con brillantes es ya una marca registrada, así como sus altísimos stilletos.
A Kirchner lo conoció en los pasillos de la facultad de Derecho de La Plata. Cuenta que él la conquistó con el ánimo que le insufló la ingesta de alcohol: “Venía de festejar el Día del Estudiante y estaba borracho… Mientras yo estudiaba, él se burlaba. Al principio me puse loca, después me empecé a divertir con sus ocurrencias. Fue la primera vez que estuvimos solos”. Tras un noviazgo de seis meses, se casaron en mayo de 1975 –sólo por civil– y al año se fueron a vivir a Santa Cruz.
Cristina creció en una casa sencilla del barrio de Tolosa, en La Plata. Era un hogar donde su madre, Ofelia Wilhelm, tenía una presencia dominante y la última palabra para todo. De Ofelia, peronista acérrima y fanática de Gimnasia y Esgrima (todavía va a la cancha), heredó ese carácter impetuoso. Su padre, Eduardo, empezó como colectivero y luego tuvo una modesta flota de micros.
Ella era una adolescente con ansias de superación. Pidió en su casa que la inscribieran en el Jockey Club, garantía del status platense al que no pertenecía. Según José Di Mauro, uno de sus biógrafos, a Cristina nunca le gustó el apellido de su papá –Fernández– porque lo consideraba demasiado común. También odia su segundo nombre, Elisabet, con ese y sin hache.
Conserva de su juventud el amor por el cine. Más de una vez recomendó películas a sus pares del Congreso –por ejemplo, la argentina “Kamchatka”, de Marcelo Piñeyro– y les dijo que suele ir a los cines de Recoleta en forma anónima, cuando las luces ya están apagadas.
Aunque está fascinada con Nueva York, El Calafate sigue siendo su lugar de descanso en el mundo. Allí le gusta moverse en camionetas 4×4, que siempre conduce ella porque reconoce que “Kirchner no sabe manejar”. Pero esa rutina cambió desde que empezó su campaña. Ahora ve el mundo desde arriba, gracias a la panorámica que dan los helicópteros que la trasladan a los actos proselitistas.
Biblia con caipirinha. Elisa María Carrió (50) se recostó en el mullido sillón y apoyó los pies sobre la mesa ratona del salón principal de un hotel de Misiones. Se recuperaba de un agotador día de campaña. Lejos de los flashes, se permitió un momento de intimidad: en una mano tenía la Biblia y en la otra, una caipirinha. Con una imagen parecía resumir sus dos mundos, el místico y el pagano. La escena ocurrió durante su primer intento por llegar a la Casa Rosada, allá por el 2003.
Tiene un currículum que asombra: terminó el secundario a los 15, se casó a los 16 con un hombre diez años mayor que ella, fue madre a los 17 y se separó a los 18, cuando todavía no habían terminado de pagar los gastos de la fiesta. Y antes de cumplir los 20 ya tenía su título de abogada de la Universidad Nacional del Nordeste.
Su infancia es la de una niña mimada que creció en una antigua casa de Resistencia, Chaco, con una madre católica militante y un padre radical algo bohemio, que se iba a comprar cigarrillos y podía desaparecer por dos meses. Carrió definió más de una vez a su papá como “un hombre libre” y confiesa que lo amó sin condiciones. “Cuando mi papá estaba en casa era una fiesta. Tomaba vino y contaba historias”, recuerda. Ella era una adolescente que ganaba concursos de belleza en la escuela y pesaba 45 kilos.
Su conversión de agnóstica en creyente guarda relación con las pérdidas que marcaron a la joven Carrió, en especial las de tres hombres a los que adoraba: Justo Bergadá, su novio de la facultad y señalado como el gran amor de su vida, murió en un accidente de auto; su padre Coco, de cáncer; y su hermano Roly, por problemas con el alcohol. Cerca de Lilita explican que ella interpretó esas muertes como señales divinas que marcaron su destino.
Carrió se levanta a la seis del alba. Su rutina incluye misa diaria a las siete, y suele repetir el ritual a la tarde. Los domingos va a misa de doce, a la iglesia San Nicolás de Bari, en Barrio Norte. Vive sola en un amplio departamento en Santa Fe y Paraná, que le alquila a los hijos de la cantante Lolita Torres. Está repleto de imágenes religiosas: la virgen de Guadalupe, un Cristo sufriente y estampitas.
Ninguno de sus hijos vive con ella. Enrique (33) o “Chinqui”, como le dice Carrió, reside en México, está casado y es publicista. Victoria (15) e Ignacio (12) son hijos del segundo matrimonio y están con su padre en Resistencia, donde estudian en una escuela pública. Pese a ser religiosa, Lilita quiere para sus chicos una educación laica.
Dice que no lee los diarios porque “están llenos de mentiras”, aunque sus asistentes siempre le arman un resumen de prensa. También se divierte hojeando las revistas Caras y Gente. Vuelve locos a sus asesores: los llama a cualquier hora del día, incluidos los fines de semana. Como no sabe manejar la computadora. Matías Méndez, su fiel vocero desde hace siete años, la asiste en esa tarea. Tampoco hace las cosas de la casa (“no sé hacerme un té”, confiesa) y nunca aprendió a manejar. “Sirvo para pensar”, se justifica.
En el 2004, cuando la gordura hizo peligrar seriamente su salud, se internó en La Posada del Qenti, un reservado spa ubicado en las sierras cordobesas, del que ahora es habitué. Allí hace ejercicios en la pileta, asistida por un profesor de educación física, y sigue una dieta que le confecciona una nutricionista. Desde que adelgazó también recuperó la coquetería: se viste con colores llamativos –se la ve seguido por los locales de Mamy Blue–, incorporó accesorios glamorosos como los anteojos colorados de Gianfranco Ferré y mantiene siempre el bronceado en la cara. Se unta en cremas todos los días –recomienda la Dermaglós Acción Terapéutica– y se pone detrás de las orejas dos gotitas de perfume Boucheron. Casi no se maquilla, aunque siempre tiene los labios pintados.
Su lugar en el mundo es Punta del Este, donde pasa sus vacaciones y donde –dice– espera morirse. Allí fue por primera vez a los 19 años, junto a su familia. “Me encanta el mar. Amo Solanas; voy orando por la playa”, cuenta. En esas playas exclusivas aprovecha para hacer largas caminatas con amigas y jugar al Burako, su pasatiempo favorito.
Carrió se declara hincha de Racing, como Kirchner, y últimamente también del mexicano Atlas, aunque el fútbol no la entusiasma. Lo que sí le gusta, y mucho, es viajar. Todos los años, para la fecha de las Pascuas, va a Jerusalén. También hace escapadas a Miami.
Tal como indica el zodíaco, es una capricorniana responsable y muy tozuda. Aunque ella está convencida de que su destino no está guiado por los astros, sino por la mano de Dios.
El fanático de Karl Popper. Con apenas 22 años sufrió una crisis de convicciones que cambiaría para siempre su camino. Un libro de Karl Popper le reveló que debía abandonar su “izquierdismo infantil”. Fue tan profundo el replanteo que pasó varios días en su casa, sin salir y sin comer, torturado por un “infierno de lecturas”, dice. Significó un traumático acto de rebeldía para el joven Ricardo Hipólito López Murphy (56), que debía sus nombres a Balbín e Yrigoyen, caudillos y correligionarios de su padre Juan José López Aguirre, diputado nacional y antes jefe de la Policía Bonaerense.
El libro en cuestión –”La sociedad abierta y sus enemigos”– describía los totalitarismos en el mundo. Corría el año 1973 y López Murphy, que militaba en el movimiento Franja Morada de la Universidad Nacional de La Plata, deicidió renunciar a la UCR, algo que volvería a hacer muchos años después.
Creció en Caballito y en City Bell. Su papá lo obligaba a estudiar la historia completa de San Martín y de Bartolomé Mitre –hoy es un fanático de la historia argentina– y su mamá, Brígida Murphy, lo instaba a leer los solemnes editoriales del diario La Nación. Su hermano menor, Juan José, era el buen mozo de la familia, deportivo y extrovertido. Ricardo, que sufría de asma, tenía un perfil más intelectual.
Don López Aguirre era un hombre severo y austero. López Murphy repitió esa disciplina exigente con sus tres hijos: Pablo (32), Analía (30) y Ezequiel (22), todos economistas. “Desde chicos les advertí que debían ganarse el pan con el sudor de su frente. Hoy todavía me lo recriminan”, confiesa. Pablo estudió en la Universidad Nacional de La Plata y los otros en la Universidad Torcuato Di Tella. Los dos más grande viven en los Estados Unidos y están casados. El más chico entregó su tesis final hace unos meses.
A su esposa, Norma Ruiz Huidobro, la conoció en la facultad, donde ella estudiaba para ser contadora pública. El noviazgo duró un año y medio, y a los 23, López Murphy ya estaba casado. Norma es una mujer reflexiva e inteligente, que cultiva un bajísimo perfil y disfruta los poemas sin rima que le escribe él y los fines de semana que comparten en la casa de Adrogué. Trabaja como directiva de un laboratorio extranjero y desde que su marido abandonó la actividad privada es ella quien cubre los gastos de la casa. “Norma siempre tuvo mejores ingresos”, admite sin pruritos.
López Murphy va a misa todos los sábados y después visita a su madre, que vive sola en City Bell. Su padre murió de cáncer hace 28 años. “Es súper mamero”, cuentan los asesores del candidato. Lleva a su mamá todos los veranos a la casa que alquila en Cariló. Brígida es su fan número uno: en cada elección, llama desde su casa a todos sus conocidos para recordarles que voten al “nene”. A los 88 años, se mantiene muy informada. Como tiene problemas de vista, contrata a la hija de una vecina para que todos los días se cruce a leerle los diarios.
De lunes a jueves, López Murphy vive en su departamento de Barrio Norte, frente a la plaza Vicente López, donde también tienen una propiedad los Kirchner. Comienza temprano: se levanta a las seis y lee los diarios por internet. Dice que es hábil con la computadora. Y tiene el hábito del deporte: practica natación y los fines de semana anda en bicicleta por Adrogué y en el verano se zambulle con antiparras en el mar de Cariló. Por prescripción médica, se alimenta de manera frugal. Debido a sus problemas de colesterol alto, con riesgo cardíaco latente, el médico le ordenó bajar diez kilos. “Es un tema que preocupa mucho a mi familia. Durante la campaña se hace difícil hacer dieta”, cuenta.
Aunque en público refleje una imagen marcial, López Murphy es una persona de humor en la intimidad. Es un gran contador de anécdotas, y quienes compartieron fiestas con él destacan su predisposición al baile.
Es hincha San Lorenzo. Ya dejó de ir a la cancha, pero todavía sigue el devenir de su equipo. Ese es su momento de relax, cuando se olvida de los libros por un rato para ver “Fútbol de primera”.