no de los beneficios más preciados de ser presidente de la Argentina es saberse imprescindible. Tanto depende del carácter y de las preferencias personales del mandatario de turno que le es fácil persuadirse de que cualquier intento de reemplazarlo por otro significaría un cambio traumático que el país no estaría en condiciones de soportar, razón por la que con la colaboración entusiasta de sus simpatizantes se pone pronto a imaginar cómo perpetuarse en el cargo. Será por eso por lo que, en cierto momento, casi todos los presidentes –incluyendo a los innegablemente democráticos– caen en la tentación de proclamar que, a menos que sigan en el cargo, el país se entregará a la anarquía.
Con regularidad deprimente, la alternativa truculenta así supuesta ha sido planteada por caudillos civiles, militares, radicales y peronistas. Casi siempre ha sonado convincente. Por lo tanto fue de prever que el presidente de hecho, Néstor Kirchner, basaría su estrategia electoral en la noción de que sin él al timón la Argentina no tardaría en precipitarse en el caos. Según Kirchner, lo que está en juego el 28 de junio es “la gobernabilidad”, de suerte que si los votantes cometen el error apenas concebible de repudiar a los candidatos del Frente para la Victoria, tendrían que vivir con las consecuencias lamentables de tamaño alarde de estupidez. No dice que en tal caso regresaría con su mujer a El Calafate para que Cobos se hiciera cargo del aquelarre resultante, pero a esta altura nadie ignora que sería plenamente capaz de hacerlo.
En boca de un peronista, sobre todo de uno que es tan peleador y carente de escrúpulos como Kirchner, la palabra “gobernabilidad” tiene poco que ver con el respeto por las instituciones, tema que lo tiene sin cuidado. Es una forma no muy sutil de recordarnos que los únicos capaces de impedir que los muchachos arruinen todo son sus jefes naturales que son, claro está, tan peronistas como ellos. Aunque los demás –los radicales, los socialistas y los de la Coalición Cívica– protestan contra la amenaza apenas velada que entrañan las alusiones de Kirchner a la importancia de “la gobernabilidad”, para entonces afirmar que la gente no debería dejarse chantajear, sería poco probable que sus quejas los ayudaran mucho.
Mal que les pese a quienes no comulgan con el movimiento, incidirá mucho en los resultados electorales el miedo a lo que podrían llegar a hacer los sindicalistas, los piqueteros y los habitualmente movilizados a cambio de un choripán o lo que fuera por los intendentes del conurbano bonaerense si a una mayoría sustancial se le ocurriera votar en contra del oficialismo. Puesto que les brinda una ventaja decisiva, los peronistas (con Kirchner entre los que más machaquen sobre el tema) continuarán insistiendo en que sólo ellos podrán garantizar la gobernabilidad. Todos entienden lo que quieren decir: no necesitan señalar que a partir de la irrupción de su movimiento ningún intruso civil ha conseguido completar el período previsto en la Casa de Perón.
Hace menos de dos años, cuando Kirchner gracias a un índice de aprobación envidiable y una caja llena aún dominaba al PJ, el temor al caos que supondría un batacazo opositor facilitó el triunfo de su mujer, pero desde entonces mucho ha cambiado. El surgimiento de un nuevo polo de atracción peronista, el supuesto por la alianza de los “disidentes” bonaerenses Francisco de Narváez y Felipe Solá, además de las maniobras típicamente cautas, cuando no enigmáticas, de Carlos Reutemann, privaron al santacruceño del monopolio del miedo. Si sólo tuviera que enfrentarse con las huestes de Mauricio Macri, Julio Cobos, Elisa Carrió, Gerardo Morales y Hermes Binner aún podría confiar en que merced a la gente del conurbano sus candidatos harían una elección relativamente buena, pero la incorporación a la oferta de una alternativa peronista de apariencia moderada pero, con la autoridad suficiente como para hacerse obedecer si le resultara necesario mostrar los dientes, expone a los kirchneristas al riesgo de una derrota humillante. En la Casa Rosada, los fieles juran que las encuestas los favorecen y que por lo tanto no tienen por qué preocuparse, pero de agravarse mucho más la recesión económica, serán cada vez más los dispuestos a aprovechar una oportunidad para decirles que su ciclo sí está acercándose a su fin.
La persistencia de la idea de que la alternativa más probable al statu quo sea “el caos” refleja la precariedad del orden político. Los partidos –mejor dicho, los movimientos o facciones– principales dependen del presunto carisma del jefe, no de la eventual adhesión de los militantes a una propuesta determinada, por vaga que esta fuera. Es normal, entonces, que la oposición parezca estar demasiado fragmentada y ser demasiado incoherente como para tomarse en serio y le confiere al “yo o el caos” visos de realismo. Asimismo, aunque las elecciones de junio sólo servirán para modificar la conformación del Congreso, Kirchner ha optado por hacer de ellas un plebiscito personal dando a entender que una vez más el país tendrá que elegir entre él y una manga de irresponsables inútiles que no hacen más que meter palos en las ruedas del progreso. Es su manera de recordarnos que en la Argentina virtualmente todas las elecciones son presidenciales.
Pues bien: si el 29 de junio el país despertara con la noticia de que los candidatos oficialistas perdieron por un margen ridículo, ¿significaría que la presidenta Cristina Fernández, acompañada por su marido, tendría que volver al Sur? En teoría, es claro que no. Si bien a ningún presidente que se precia puede gustarle que sus seguidores sean víctimas de un voto bronca dirigido no contra ellos mismos sino contra el gobierno que los apadrina, en otras partes del mundo los jefes de Estado saben que en tal caso tendrán que resignarse a convivir con un Congreso más hostil porque así funcionan las cosas. Es lo que hizo el presidente George W. Bush en los Estados Unidos donde, desgraciadamente para él y el mundo, el poder del Congreso sobre la economía es mucho mayor que aquí, mientras que en Francia una variante del mismo fenómeno, “la cohabitación”, se ha repetido con cierta frecuencia. ¿No sería positivo que la Argentina hiciera gala de su madurez política probando suerte por un par de años con un arreglo parecido?
Lo sería, pero hay que suponer que aquellos personajes que cumplen la tarea de informar a la ciudadanía de lo que presuntamente está pasando por la mente de Kirchner están hablando en serio cuando aseguran que, frente a un revés electoral doloroso para su causa, reaccionaría depositando el gobierno en las manos de Cobos con la esperanza de que lo encontrara tan pesado que lo dejaría caer. Y en efecto, parece legítimo dar por descontado que, por una cuestión de temperamento, y porque nunca ha tenido que hacerlo, a Kirchner le sería terriblemente difícil compartir el poder con políticos que se resistirían a acatar sin chistar todas sus órdenes. No sabría qué hacer si se viera obligado a consensuar medidas con representantes de agrupaciones que sencillamente no entiendan que el mundo se divide entre subordinados constructivos y quienes sólo saben poner obstáculos en el camino. Al fin y al cabo, si a Kirchner le resulta casi imposible tolerar la presencia en su gobierno de personas tan insolentes que se creen facultadas para discrepar respetuosamente, y en privado, con sus propios puntos de vista, sería poco razonable exigirle trabajar junto con los comprometidos con facciones políticas que le son ajenas.
A menudo, los gobernantes locales acusan a sus adversarios de querer desestabilizarlos, pero en esta ocasión quien tiene más interés en desestabilizar es el hombre fuerte del gobierno mismo. Para que la gente tome a pecho sus advertencias sobre los peligros que correría “la gobernabilidad” si el desenlace de las elecciones del 28 de junio le resulta decepcionante, le convendría que bien antes del día elegido comenzaran a proliferar señales de que el orden político estaría por desmoronarse. He aquí la razón por la que ha decidido calentar el conflicto con el campo: cree que algunos disturbios protagonizados por chacareros enfurecidos lo beneficiarían. Conforme a la misma lógica, Kirchner supondría que la pugnacidad docente, los desmanes de los piqueteros y las repercusiones del crac económico servirían para que el electorado tomara conciencia de los riesgos que le aguardarían si se animara a darle la espalda. Incluso el brote de dengue que está causando tanta alarma le habría venido bien. De ser así, no sorprendería que en las semanas que nos separan de las elecciones Kirchner tratara de comportarse como una versión patagónica de Belcebú, que es el señor no sólo de las moscas sino también del desgobierno, ya que le sería fácil convencerse de que, por representar la única alternativa al caos, cuanto peor anduviera el país, mejor sería para él.