El crepúsculo de los liderazgos es solitario. Cuando un líder está en caída, muchos aliados y discípulos miran hacia otro lado. Lo abandonan como si nunca lo hubieran admirado y elogiado; como si las identificaciones y alianzas del pasado no hubieran existido.
Hugo Chávez es una de las pocas excepciones que confirma esta regla. Lo probó defendiendo a Muammar Khadafi. Durante décadas, muchos dirigentes izquierdistas de todo el mundo peregrinaron a Trípoli para fotografiarse con el “Gran Líder beduino”. Tenían el Libro Verde en sus bibliotecas y describían a su autor como el más revolucionario de los nacionalistas árabes. Pero cuando vieron una multitud de jóvenes levantarse contra su régimen en las ciudades del Este, contagiando la rebelión a trabajadores, profesionales y empleados públicos, empezaron a olvidar las antiguas afinidades ideológicas. La amnesia fue total cuando Khadafi reprimió la masiva rebelión con bombardeos. En lugar de gases lacrimógenos y balas de goma, el hombre al que Ronald Reagan llamaba “perro loco del desierto” atacó con artillería pesada y misiles aire tierra.
Muchas izquierdas nacionalistas del mundo dieron la espalda al líder que había prometido el poder de las masas, cuando lo vieron abrir fuego contra ellas. No fue el caso de Hugo Chávez. El extravagante líder caribeño salió a defender a Khadafi cuando los demás callaron. En rigor, también Fidel Castro y Daniel Ortega se mantuvieron junto al jefe libio, pero fue Chávez quien más alto levantó la voz para proclamar adhesión a un gobernante caído en desgracia.
Al presidente venezolano hay que reconocerle esa coherencia. Consecuente consigo mismo, no saltó a otra vereda ni guardó un silencio oportunista. Khadafi es su inspirador y él actúa en consecuencia. Lo apoya en las buenas y en las malas, como imponen la sinceridad y la honestidad intelectual. Si se identificaba con Khadafi cuando este financiaba a Abú Nidal para que masacrara jóvenes en una discoteca de Berlín y pasajeros en los vuelos 772 de UTA y 103 de Pan American, no tiene por qué abandonarlo ahora que vuelve a provocar masacres para salvar su revolución de otra revolución, que se volvería contrarrevolucionaria si instalara una teocracia salafista, o restaurara la monarquía que hasta 1969 encabezó el rey Muhamad Idris al Sanussi.
En todo caso, lo que le falta a la sinceridad de Chávez en su respaldo a Khadafi, es reconocer públicamente que el régimen político y económico que está eclosionando tan violentamente en Libia es, en términos generales, lo que el presidente venezolano llama “socialismo del siglo XXI”. O sea, admitir que el “socialismo del siglo XXI” en realidad nació a mediados del siglo XX y ahora está mostrando una decrepitud prematura y tan patética como la vejez del déspota enfundado en túnicas carísimas, con anillos de muchos quilates y la cara estirada con liftings y bótox.
Hay diferencias, como las que no pueden faltar entre un país católico, tropical y poblado, y otro musulmán y de escasa población dispersa en un desierto. Pero tanto en lo político como en lo económico, predomina la semejanza entre la República Bolivariana de Venezuela y la Jamahiriya Árabe Libia Socialista y Popular. Es obvio que lo que Chávez inventó, ya estaba inventado. Muchos militares nacionalistas de izquierda habían esbozado en Latinoamérica lo que el líder caraqueño consumó con notable destreza. Pero la influencia de Khadafy es particularmente notable, hasta en ciertos rasgos formales. Por caso, haber quedado voluntariamente en el grado de coronel.
Cuando Khadafi participó del derrocamiento del rey Idris, era apenas capitán del ejército. Llegó al grado de coronel cuando se apoderó de la totalidad del Estado, pero no quiso seguir rumbo al generalato, quizá para identificarse con el coronel egipcio Gamal Abdel Nasser, máximo exponente del nacionalismo pan-arabista de izquierda. Pues bien, el coronel Hugo Rafael Chávez Frías podría usar su poder para promoverse a general, pero no lo hace. Más allá de las charreteras, lo que más inspiró al presidente venezolano fue la “jamahirya”, palabra creada por el propio líder libio para designar el “Estado de masas”. Al estudiar Derecho, Khadafi conoció la idea de “democracia directa” que Rousseau opuso a la “democracia representativa” de Montesquieu. Igual que el pensador ginebrino, el jeque beduino del clan Jadafa pensaba que “los ingleses solo son libres cuando votan a sus representantes, pero cuando estos asumen sus escaños en el Parlamento, esa libertad termina”.
El sistema que Rousseau postulaba a partir del concepto de “voluntad general”, era una democracia asamblearia del tipo de la antigua polis ateniense, donde los ciudadanos deliberaban y proclamaban leyes en el ágora, solo aplicada en la actualidad en algunos cantones suizos. Pero igual que Lenin con los soviets, Khadafi la proclamó y la adulteró con los “Comités de la Revolución”. Si Lenin dijo “todo el poder a los soviets, pero finalmente se lo dio a la burocracia del Partido Comunista, Khadafi creó los comités para que sean órganos de democracia de masas, pero en los hechos concentró todo el poder en sus propias manos. Por esa estratagema es que desde hace décadas no ostenta ningún cargo, al mismo tiempo que concentra todo el poder. No es ni presidente ni primer ministro, pero es el hombre fuerte del régimen.
Chávez tiene el cargo de presidente y, para concentrar exclusivamente en sus manos el poder proclamado para las masas, recorrió un camino más legítimo y esforzado que Khadafi, ya que la de Venezuela es una “democracia plebiscitaria”. Convocando a las urnas incesantemente, fue transfiriendo a la presidencia el poder antes repartido entre Gobierno, Justicia y Congreso. El chavismo tiene más institucionalidad que la jamahirya, pero igual que el líder libio (y tantos otros autócratas nacionalistas de derecha y de izquierda), el exponente caribeño encabeza un régimen verticalista y personalista, en el que el hombre fuerte se presenta como encarnación de la patria y la dignidad nacional, convirtiendo de tal modo a sus adversarios en indignos antipatrias.
A diferencia del castrismo, que en pleno fervor colectivista estatizó en 1968 las empresas medianas y pequeñas, además de todos los comercios, incluidos los más chicos, el “socialismo del siglo XXI” deja en manos privadas tales rubros, estatizando solo las empresas consideradas estratégicas. Igual que en Libia, hay lugar para capitalistas en tanto y en cuanto desarrollen sus negocios a la sombra del poder y con el poder. Ergo, no hay seguridad jurídica sino seguridad política, que se adquiere solo en el ámbito del más cerril oficialismo.
Hay muchas diferencias a favor del modelo venezolano. Chávez no masacra disidentes, ni ordena asesinatos políticos, ni colma sus cárceles de presos políticos. También hay diferencias de grado en la presión contra la prensa crítica, en la instrumentación de un pensamiento único y en la ejecución del culto a la personalidad. Pero en lo económico, las diferencias no alcanzan para afirmar que el “socialismo del siglo XXI” es distinto al de Khadafi. Por tanto, si después de 42 años de jamahirya, el país magrebí sigue lejos del desarrollo social, económico, científico y tecnológico, es posible que el chavismo le depare a Venezuela un futuro semejante.
Con casi medio siglo de “Estado de masas”, las masas libias claman por la caída de un régimen al que describen inepto, autoritario y corrupto. Como ese régimen se parece mucho al “socialismo del siglo XXI”, Chávez habría sido completamente sincero si, además de defender a Khadafi, explicaba por qué el socialismo nacionalista libio se está desmoronando como un castillo hecho con la arena del desierto.
*DIRECTOR del departamento de Ciencia
Política de la Universidad Empresarial Siglo XXI.