A los fabricantes de relatos les gustan los argumentos sencillos. Así, pues, en América latina los años noventa del siglo pasado se vieron dominados por un credo monstruoso llamado “neoliberalismo” que depauperó a todos, pero la década que acaba de terminar fue del progresismo izquierdista que procuró reparar los daños provocados por los extremistas del capitalismo salvaje. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su cónyuge han hecho suyo este relato por imaginar que les permitiría colocarse entre los líderes de un movimiento continental e incluso planetario, pero desgraciadamente para ellos se parece cada vez más a una antigualla, a algo típico de un decenio que ya se ha ido.
Con precisión cronométrica, la segunda década del tercer milenio comenzó deparándonos el triunfo del conservador Sebastián Piñera en Chile, país que en buena lógica debería considerarse a la vanguardia de América latina pero que, por motivos que podrían calificarse de culturales, suele tomarse por un nido de reaccionarios. Es tan así que ni siquiera la muy buena gestión de los sucesivos gobiernos de la Concertación centroizquierdista ha servido para conmover a sus presuntos correligionarios del resto de la región y de Europa, acaso porque a su juicio los logros concretos importan mucho menos que la capacidad para organizar espectáculos revolucionarios; manifestaciones multitudinarias con banderas rojas por doquier, desfiles militares, discursos flamígeros en contra del imperialismo yanqui, especialidades estas de aquel payaso peligroso, el comandante bolivariano Hugo Chávez.
Puede que la izquierda totalitaria o meramente romántica que piensa de tal manera constituya una minoría, pero sería un error subestimar su influencia entre los políticos, intelectuales y periodistas de América latina, Europa y hasta Estados Unidos. Aunque últimamente se ha puesto de moda tratar al Brasil de Luiz Inácio “Lula” da Silva como una gran potencia emergente, cuando se ocupan los medios internacionales del “giro a la izquierda” que supuestamente emprendió la región luego de un interludio “neoliberal”, lo que tienen en mente los comentaristas son las aventuras de personajes como Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, no el trabajo incomparablemente más valioso de los líderes aburguesados de Chile.
También incide la noción extraña de que en cierto modo los chilenos hayan traicionado a las esencias regionales al optar por un “modelo” de desarrollo que sea compatible con el mundo globalizado que está configurándose en lugar de rebelarse contra él, imputando su negativa a respetar las reglas acatadas por los demás a sus principios inviolables como quisieran hacer los tentados a declarar “ilegítima” la deuda política. La actitud hacia Chile de los progresistas locales se asemeja a la asumida por los muchos británicos blancos de la clase obrera y negros norteamericanos que se ensañan con quienes se esfuerzan por educarse bien con el propósito de incorporarse a la clase media; los persiguen diciendo que quieren dar la espalda a sus orígenes, aconsejándoles conformarse con la ignorancia agresiva que para ellos es una señal de identidad.
Chile aún tiene muchos problemas, pero no cabe duda de que a partir de 1990, cuando Patricio Aylwin sucedió en el poder al dictador Augusto Pinochet, ha sido el país más exitoso de América latina. Así y todo, en la Argentina, escasean quienes reclaman a sus propios dirigentes aprender del ejemplo brindado por sus “hermanos” a pesar de que estos se afirman centroizquierdistas. ¿Cambiarán de actitud cuando el gobierno chileno esté en manos de Piñera, un empresario fabulosamente rico ubicado en la mitad derecha del esquema ideológico que, si bien parece bastante anticuado, sigue utilizándose?
Aspirantes presidenciales como Mauricio Macri esperan que sí, que el triunfo de Piñera por lo menos sirva para que la palabra “derecha” deje de ser sinónimo de “salvaje”, “brutal” y otros epítetos igualmente desagradables, pero la verdad es que la cultura política nacional está tan ensimismada que sería poco probable que la afectaran las hazañas personales y colectivas de los vecinos transandinos. Aunque sí impresionó el respeto mutuo manifestado por Piñera, su contrincante derrotado Eduardo Frei y la sumamente popular presidenta Michelle Bachelet, tan distinto del rencor venenoso que es habitual aquí, sería necesario algo más que un cambio de gobierno para que los emularan personas como los Kirchner, Macri, Francisco de Narváez, Felipe Solá, Eduardo Duhalde, Julio Cobos, Elisa Carrió y compañía.
Para muchos es paradójico, cuando no aberrante, que haya perdido a manos de un “derechista” no muy carismático Frei, candidato de una coalición que en un lapso relativamente breve ha hecho de Chile el país más dinámico y mejor administrado de América latina, uno en que la presidenta cuenta con el vivo aprecio del 80 por ciento de la población. El desconcierto que sienten puede entenderse, pero acaso uno de los logros más significantes de la Concertación haya consistido en crear una situación en que alguien como Piñera pudo triunfar sin verse beneficiado por una crisis sistémica tremenda.
Mientras que en otros países de la región el reemplazo de un gobierno izquierdista por otro derechista, o viceversa, suele ser consecuencia del fracaso estrepitoso del saliente, en Chile se debió a nada más grave que el cansancio que sentía parte de la ciudadanía después de dos décadas de gobierno por los representantes de una sola corriente y la esperanza de que la alternativa trajera nuevas ideas y una mayor dosis de eficacia. Asimismo, lo mismo que sus homólogos en otras latitudes, muchos chilenos aún pobres comparten los valores que subyacen en el conservadurismo. De no haber conseguido sus votos, Piñera no hubiera ganado. Mal que les pese a los progresistas, su credo a un tiempo estatista y libertario es más elitista que popular.
En Chile, Brasil y Uruguay, la centro-izquierda ha mostrado ser perfectamente capaz de gobernar con realismo, de aprovechar la productividad extraordinaria que sólo la economía de mercado puede asegurar y las oportunidades brindadas por la globalización, sin por eso descuidar las medidas sociales precisas para poner fin a la marginación de millones de personas. Además de mejorar las condiciones de vida del grueso de sus compatriotas, tales gobiernos han sepultado, es de esperar que para siempre, el temor a que un gobierno izquierdista sólo sabría provocar el caos y sembrar más pobreza.
Ahora, les corresponde a Piñera, a Álvaro Uribe, Felipe Calderón y la versión más reciente de Alan García mostrar que la derecha liberal también puede gobernar con sensatez equilibrada, prestando tal vez más atención a la producción que a la distribución, para que se consigne a los libros de historia la idea de que lo único que sepa hacer es reprimir y enriquecer a una minoría ostentosa a costa de los demás. Si lo logran, la región daría un paso de gigante hacia “la normalidad”, ya que en los países del Primer Mundo es rutinario que quienes se suponen izquierdistas y derechistas alternen en el poder. Aunque, como Piñera ha señalado, las diferencias entre los dos no son muy grandes –tienen que ver con las respectivas mitologías, sus panteones de héroes y su forma de expresarse–, es saludable que todavía haya algunas, puesto que si todos convergieran en un centro uniforme, la política correría el peligro de verse monopolizada por oportunistas camaleónicos.
Cierto dramatismo es imprescindible en política siempre y cuando los interesados en sus vicisitudes no vayan al extremo de atribuir a sus favoritos todas las virtudes para entonces satanizar a sus adversarios, acusándolos de ser subversivos, golpistas, destituyentes o lo que fuera. A juzgar por lo que sucedió en Chile el domingo pasado, nuestros vecinos se han recuperado por completo de las heridas profundas que fueron dejadas por el enfrentamiento de una izquierda irresponsable con una derecha despiadada, ambas cegadas por prejuicios letales. Los ha ayudado la resistencia mayoritaria a permitirse atrapar por un pasado que nadie podrá cambiar; en lugar de hurgar en la historia en busca de datos truculentos que les servirían para reivindicar la superioridad moral propia, los dirigentes políticos chilenos más destacados tienen los ojos puestos en el futuro inmediato que sí dependerá de lo que hagan.
También comprenden que, para descalificar una propuesta económica o social determinada, no es suficiente decir que “es de la dictadura” y que por lo tanto aplicarla sería vergonzoso. De haberse sentido obligada la Concertación a deshacer todo lo hecho por la agreste dictadura pinochetista, emprendiendo en materia económica un “giro de 180 grados” e imputando todas las lacras sociales a la maldad “neoliberal”, Chile seguiría empantanado en el subdesarrollo principista con un producto per cápita muy inferior al argentino. Felizmente para los chilenos, hace 20 años la centro-izquierda decidió anteponer el futuro al pasado, con el resultado de que en términos económicos –y ni hablar de políticos–, han superado a vecinos tradicionalmente mucho más ricos. Tal y como están las cosas, serán los primeros de América latina que se integren al Primer Mundo, conjunto este del que la Argentina debería haber formado parte desde hace muchos años.