La mayor parte de los sobrevivientes que llegó a la Argentina tenía entre dieciocho y treinta años. Algunos ya venían casados y traían niños pequeños nacidos inmediatamente después de la guerra. (…) De entre los hijos de sobrevivientes, el grupo constituido por los nacidos en esos años (1945 y 1947) es un subgrupo particular que comparte algunas cosas con sus hermanos menores nacidos en condiciones de mayor estabilidad, con padres ya instalados, con futuros menos inciertos y más esperanzados. (…) Las cenizas y el futuro, el llanto y la mirada al frente, el recuerdo y la honra a lo perdido, pero también la reivindicación de los que sabían que el precio de la aceptación era el silencio. (…) Todo eso junto suele estar resumido en estos hijos que debían, por sobre todas las cosas, ser felices, exitosos y sanos. Hijos llegados junto con los padres y nacidos a poco de su ingreso, compartieron con ellos los primeros tiempos de la inmigración, las incertidumbres, las frustraciones, la acomodación y adaptación a esa nueva cultura, al idioma, a las costumbres, los vecinos, los estilos. Más tarde vinieron los otros hijos, ya cerca de 1950 y en los años posteriores, y encontraron nuevos desafíos… (…). Este libro contará esas historias. (…)
Tomás Abraham. La argentinidad en cuestión. Tomás me recibió en su estudio, un espacio con una gran mesa y muchos libros en estantes, en el piso, en todas partes, un mundo de libros. “Los hermanos de mi abuelo, Los Abraham, eran de Cluj, de una zona que fue arrasada, desaparecieron del mapa. Mis padres y los miembros de la familia que vivían en Timisuara, vivían en condiciones anormales, pero vivían, trabajaban, mis padres se casaron, alquilaron un departamento, papá armó su taller de medias y vendía su fabricación a los soldados rumanos. Todas éstas fueron cosas que sabía entre líneas, detalles que aparecieron en su dimensión real recién hace poco tiempo. Fue cuando decidí volver a Rumania. Quería ir, aun cuando nuestra relación con ese país era nula, era el lugar ‘del que por fin pudimos irnos’, como se decía en casa, el lugar en el que ‘pobre la gente que se quedó’, porque después de la guerra vinieron los comunistas y Stalin y todo eso, una porquería. Yo me hice argentino a los veintipico. En un momento les dije a mis padres ‘vamos’ y con mi esposa allí nos fuimos. Aunque ellos eran los que supuestamente irían a recordar, el itinerario, el trayecto y el empuje, los puse yo. Fuimos a varios lugares, pero principalmente a las dos ciudades, Timisuara y a Sighisuara y también a Cluj. Mamá odia a los rumanos, odia todo lo rumano y papá se había ‘olvidado’ de todo, nunca quiso contar. Yo me iba emocionando, no ellos, la emoción era mía y ellos me acompañaban en ello, fue al revés de lo que me había imaginado. De mi abuelo, por ejemplo, no sé nada, sólo que se llamaba Lázaro, que era de Sighisuara que es un pueblo medieval precioso, ahí murió mi abuelo pero papá no sabía dónde estaba enterrado porque se había ido de chico de allí. Con mi esposa nos pusimos en campaña y encontramos la tumba, raspamos la lápida hasta descubrir las letras hebreas con su nombre. Papá se abrazó a la tumba. Pero igual, no fue como lo esperaba porque después parece que no le importó”.
“Lo que más me impresionó fueron las sinagogas. En Timisuara están en pie las tres que había, todas, está la sinagoga en la que se casaron (me muestra la foto de una hermosísima sinagoga de madera pintada en celeste pastel), son grandes, sólidas, con los vitrales rotos y candado en la puerta, es la muestra hiriente de la masacre, el genocidio, las sinagogas sin fieles. Me dio una visión totalmente diferente del genocidio, no sólo habían matado a los cuerpos sino también a sus expresiones, vi cómo se había matado una memoria, no queda quién cuente cómo fueron las cosas: fiestas, comidas, ceremonias, lugares de reunión, nada. No hay ceremonias, cantos, voces, no hay gente. Todo está dispuesto, quedaron las casas, las construcciones, las sinagogas, todo listo como esperando que vuelva la gente, que se levanten de las tumbas y vuelvan a llenar el lugar de voces y presencias”. (…)
“El viaje me reforzó la identidad judía. El genocidio marca una ruptura grande en la historia del pueblo judío, porque ya deja de importar si sos religioso o no, asimilado, no asimilado, si sos sionista o no, si te casaste con un judío o no, si sos hijo de ambos padres judíos o no, pienses lo que pienses de Israel, todo es lo mismo, sea cual fuere tu forma de vivir y de crecer, todos somos judíos, en eso ganaron los nazis, nos hicieron a todos judíos hasta la séptima generación. No creo en lo que hoy se llama un conflicto de identidad, es algo que tengo muy claro. Soy judío. Sea con quien sea que me case, soy judío, absolutamente judío. Soy judío, pero me hice argentino. Me hice al castellano, me hice al lugar, llegué a ser argentino. Ser argentino es más un problema, un cuestionamiento, porque fue un acto de voluntad, de apego, de decisión, no es irrevocable. Soy argentino, pero mi ser argentino está en cuestión, no es irrevocable, porque no soy un Uriburu ni tengo un abuelo que fue secretario de Roca, tengo mi cédula de identidad, claro, pero a Timerman y Gelbard se las sacaron, a mí también me la pueden sacar entonces, ¿por qué no? La Argentina es mi lugar, pero es un lugar en cuestión. Lo otro no.” (…)
Mauricio Wainrot. Bailando sobre la tristeza. Mauricio Wainrot es un representante de los hijos de quienes habían llegado a la Argentina poco antes de la Shoá y que atravesaron esos primeros años de adaptación en la angustia de no saber lo que estaba pasando a todos los que habían dejado allá. Se desempeña en la actualidad como director del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín de la Ciudad de Buenos Aires. Fueron dos los elementos que determinaron que lo buscara para que me brinde su testimonio. Uno fue la respuesta que dio para De Cara al Futuro. Nos acercamos a él para solicitarle una función de ballet para los asistentes al encuentro. La cedió inmediatamente con la anuencia del Teatro San Martín, y ante la pregunta de si tenía alguna coreografía relacionada con la Shoá, respondió: “Todo lo que hago está relacionado con ello”. El otro elemento que me hizo buscarlo fue lo que vi en la televisión, en un programa de reportajes donde habló descarnadamente de lo que significaba para él en su infancia vivir con esos padres que lloraban lo perdido en Europa; la cámara le tomaba un impúdico primer plano a sus ojos transparentes, húmedos, al temblor de sus labios que ilustraban lo que manaba por la conmoción de la voz. Su conexión y sensibilidad a flor de piel me llevaron a conocer su historia.
Me abrió su corazón en el living de su departamento luminoso y sentimos rápidamente que la conversación sería honda y fluida. No fue necesario mucho prólogo. Le conté la impresión que me había dado oír lo que contaba en ese reportaje en televisión y comenzó a hablar. “Nací en 1946, en Buenos Aires. El tema de los judíos fue siempre muy importante para mí. Mis padres eran de Varsovia. Papá era socialista, murió a mis diecisiete años, cuando tenía 52, creo que de tristeza. Salieron de Polonia el 16 de junio d 1939, cruzaron el Canal de Panamá, llegaron a Arica, fueron primero a Bolivia y entraron después ilegalmente a la Argentina. A papá lo detuvieron varias veces en la frontera hasta que una vez consiguió pasar. Se habían casado en Polonia y papá se iba a venir solo pero un señor Warszawski, del que siempre se hablaba mucho en casa, convenció a mamá de que viniera también. Papá era zapatero, un artesano, pero acá al tiempo empezó a hacer ropa y terminaron teniendo comercio de venta de ropa. Llegaron con lo puesto, no tenían nada, sólo un paquete de fotos. Era nuestro juego de los domingos con mi hermana, nos sentábamos a ver las fotos y a tratar de reconocer a las personas, los tíos, los abuelos, los primos…Mi hermana nació acá, en el 40, ni bien llegaron. Papá al principio quería volver a Polonia donde habían quedado su madre y sus cinco hermanos, no quería comprar nada acá, guardaba la plata para volver, sólo tenía una radio. Cuando supo lo del Holocausto ya no, ya no quiso volver, no se quiso ir de acá. Yo nunca quise ir a Polonia. Si aquello no hubiera pasado, yo viviría allí, sería polaco, tendría que ser otra persona que la que soy, pienso en el que no fue aunque estoy contento con lo que soy, pero tendría que haber sido otro.”
Sergio Langer. Súper héroes-súper villanos, el cazador de nazis.
No sabía que Sergio Langer, el corrosivo humorista gráfico co-autor de la tira diaria “La Nelly” en la contratapa del diario “Clarín”, era hijos de sobrevivientes. (…) Allí fui un sábado por la mañana, munida de mi grabador, mi cuaderno y mis ganas de conocerlo y de saber.
“Mi mamá tiene dos hermanos. Los tres hermanos vinieron a la Argentina aunque iban a ir a Israel, pero no quisieron pasar por los campos en Chipre, por eso vinieron para acá. Les dedico mi libro sobre historia argentina que acaba de salir a la memoria de mis viejos y mis tíos Anita y Iasha que todavía viven.”
Dado que lo había escuchado hablar de la Shoá por la radio, le pregunto cómo cree que vive él en esa historia. “Está presente pero no sé qué hacer con eso, no sé para qué sirve. Tengo el recuerdo de mi vieja, una mujer que sufría, no había manera de agradarle. Un chico quiere que se fijen en él, que lo miren, pero su mirada estaba metida en otro lado, en el pasado, en el trauma de la guerra. Mamá era adolescente entonces y me decía que había que mantenerse en control, que si uno se abandonaba se estaba dejando morir. Creo que se hizo una coraza, siempre miraba las cosas desde un lugar distante, no con una mirada emocionada…Me contaba cosas, sí, me contaba, nos contaba…pero así, como desde lejos. Las cosas no le fueron fáciles, de ninguna manera. Papá era viajante y se estableció en Río Gallegos pero allí no había chicas judías, entonces se vino a Buenos Aires para buscar esposa. Le hicieron el “shidej” (la presentación), le presentaron a mamá que era muy bonita y decidieron casarse. (…) Mamá estaba paranoica, decía que mi tía era Hitler, que su padre era el segundo de Hitler para ella, había odio, resentimiento, se sentía mal en esa familia, había buscado amor y no lo encontraba, la llamaban la “rumeinish pritse”, la rumana pretenciosa…(…) Ellos vivieron con lo que vivieron y como pudieron, tendré que hacer mi vida yo, con lo que tengo y con lo que puedo”.
Daniel Goldman. Judío, asumido y militante. (…) Daniel Goldman, quien es hoy rabino y vicepresidente segundo de Bet-El. (…) es hijo de sobrevivientes de la Shoá, pero mucho antes de que esta condición se le hiciera patente, se asumió como judío. (…) Le pregunté desde cuándo y cómo supo que sus padres habían sobrevivido a la Shoá. “El primer recuerdo es de cuando tenía unos cinco, seis o siete años.
Vivíamos en Flores, papá tenía su taller de confecciones en la parte de arriba de la casa, a la mañana iba a visitar clientes y a la tarde hacía los cortes, o sea que estaba mucho en casa. Me acuerdo de las noches de verano, de las brisas de las noches de verano sentados en el umbral (…) Una de esas noches de verano, cuando era chico, empecé a preguntarle qué había pasado con sus hermanas, con sus padres y seguí hinchando, insistiendo y preguntando qué edades tendrían ellos, si tendrían hijos y qué edades podrían tener y me dijo ‘bueno, basta’, no en forma dura, pero fue firme. Entendí. Nunca más hablé del tema con él y ya no podré hacerlo porque murió hace un año. Nunca vi su testimonio para la fundación Spielberg. Empecé a verlo y en una parte se pone a llorar cuando cuenta que tuvo que enterrar a su abuelo a quien los nazis habían envuelto en alambres de púas, lo cuenta y se pone a llorar diciendo ‘yo con mis manos lo enterré’ y ahí lo apagué, no pude más, no lo pude ver. (…) Mi papá se salvó él solo, nadie más en la familia lo consiguió”. (…) “No tengo capacidad de disfrute, de vivir hoy, de la plenitud, hay algo del mensaje ‘atención que en cualquier momento nos tenemos que escapar, no te arraigues demasiado.’”
* Extraído de “Hijos de la Guerra. La segunda generación de sobrevivientes de la Shoá”.