A 100 kilómetros de la Capital y con custodia policial, Mario Vargas Llosa (75) miró la arboleda, tomó una copa de vino tinto y se relajó por primera vez desde su llegada a la Argentina. Fue recién el miércoles 20, después de tres días en los que casi no había salido del Hotel Sheraton de Retiro. 24 horas antes de su presentación en la Feria del Libro disfrutó de un asado en San Antonio de Areco, rodeado de un público favorable y lejos del temor que lo tuvo inquieto durante toda su estadía porteña: la posibilidad de ser escrachado por militantes kirchneristas.
Unos cien miembros de la Fundación Libertad pagaron 100 dólares el cubierto para almorzar en la estancia “Los Patricios” junto al escritor. Vargas Llosa llegó después de las 11 y lo recibieron con una carrera de sortija. La lluvia complicó los planes de los anfitriones, que pretendían pasearlo en carreta por el campo. Fue una complicación también para su mujer, Patricia, que tuvo que cubrir sus pies con bolsas de plástico para no arruinar los zapatos: “Perdí toda elegancia”, se rio mientras trataba de evitar los charcos de barro. Arrancaron la comida de parados con empanadas de carne y se sentaron para los chorizos y la carne asada. El almuerzo fue sencillo: dos ensaladas clásicas y algunos cortes de carne y pollo que Vargas Llosa regó con vino tinto antes de pasarse a la gaseosa. El alcohol le da sueño.
No compartió la mesa con su mujer, sino con autoridades de la Fundación, su presidente Gerardo Bongiovanni y el ex presidente de Bolivia, Jorge Quiroga. Lo aplaudieron a rabiar. Muchos de los comensales habían llegado con libros bajo el brazo y esperaban la oportunidad de conseguir un autógrafo. Vargas Llosa contestó algunas preguntas, siempre en inglés y sin traductor. Solo usó el español para referirse al ballottage en Perú y confirmar que votará contra Keiko Fujimori: “Elegirla a ella sería legitimar la dictadura”, explicó en su última pregunta antes de un agasajo musical: violín, guitarra y acordeón para acompañar a tres parejas gauchas que hicieron una demostración de baile y consiguieron que el mismo Vargas Llosa se levantara de su silla para improvisar un valsecito del que salió airoso. En la puerta de la estancia, sobre la ruta 8, lo esperaban una camioneta y un patrullero de la Policía Federal, sus escoltas en Buenos Aires.
Reserva y temor. La controversia quedó planteada mucho antes de su llegada. Los tironeos respecto de la participación del último premio Nobel de Literatura en la Feria del Libro y el pedido expreso de Cristina Kirchner de que se mantuviera la invitación, crearon un clima álgido en el que Vargas Llosa trató de acomodarse: se reunió con Mauricio Macri, Eduardo Duhalde y otros líderes de la oposición y evitó, mientras le fue posible, cualquier posibilidad de encuentro con militantes kirchneristas, que habían rechazado su presencia en la ceremonia de apertura en La Rural. Después de hablar de censura y comparar el pedido de intelectuales K con la prohibición que sufrieron algunos de sus libros durante el gobierno dictatorial de Jorge Rafael Videla, el escritor sintió que debía restringir sus paseos por la ciudad.
El martes 19 no dejó el Sheraton en ningún momento, aunque tuvo una agenda completa: no quiso perderse ninguna de las conferencias del seminario sobre populismo en América Latina que se celebró en el centro de convenciones del hotel. Escuchó atento al ex ministro de Economía Ricardo López Murphy y por la tarde asistió también a una presentación del escritor Marcos Aguinis. Almorzó sobre el escenario una cazuela de arroz frito y se retiró antes del postre, apurado por una agenda que intercaló durante todo el día breves entrevistas en su habitación del piso 23. También la cena fue en el marco de actividades de agrupaciones liberales, que tuvieron una silla vacía: Macri faltó a la cita que había confirmado. El líder del PRO ya había tenido dos encuentros con el peruano: un cóctel el lunes 18 en el que se cruzó con Eduardo Duhalde y un almuerzo, el domingo 17 en la Fundación Proa. Fue la única salida que Vargas Llosa disfrutó en la ciudad: recorrió con detenimiento “El retorno de lo reprimido”, la muestra de la artista Loise Bourgeois y comió una ensalada junto al jefe de gobierno, su mujer Juliana Awada y el ministro de Cultura porteño Hernán Lombardi. (ver recuadro)
Antes había sido recibido por María Kodama en la vieja casa de Jorge Luis Borges, hoy convertida en Museo. Quiso homenajear al escritor argentino. “Me avergüenza recibir un premio que él no tuvo”, había confesado cuando aceptó el Nobel. Volvió al tema en el almuerzo campestre del miércoles 20. “Creo que fue un error de la Academia no habérselo dado. Se supone que es un premio literario y no político, pero estas cosas se confunden también en Suecia”, dijo en inglés y riendo sobre el final. No hizo otra referencia a la tensión por su participación en la Feria del Libro, pero el tema atravesó toda su estadía en Buenos Aires. Antes de la presentación, no había hecho más paseos urbanos que el de ese domingo. “Tiene miedo a sufrir un escrache”, explicaron en su entorno. “Come acá y no sale para nada”, confirmaron empleados del hotel.
Confesionario gaucho. Lejos de la posibilidad de una manifestación adversa, en San Antonio de Areco, Vargas Llosa estuvo relajado y distendido. Contestó de muy buen humor las preguntas de los asistentes, que mezclaron literatura, economía y detalles de su intimidad. Despertó carcajadas al contar que, después de escribir la pieza teatral “Kathie y el hipopótamo”, comenzó a coleccionar hipopótamos decorativos: “A pesar de la fealdad superficial, son seres hermosos. Y son los únicos que han logrado materializar la filosofía hippie: son pacíficos y hacen el amor todo el día. Amigos queridos, aprendan de ellos”, arengó entre aplausos. El marco era inmejorable: carruajes antiguos y autos de colección decoraban el salón al que los limitó la lluvia, a unos metros de un imponente casco antiguo decorado en estilo pampeano.
A Vargas Llosa lo escuchaban liberales venezolanos, colombianos, estadounidenses, ingleses y unos pocos chilenos y argentinos. Habló siempre en inglés, cometiendo algunos pocos errores. “Me siento muy peruano, pero también me siento español porque allí viví mis principales experiencias como escritor; me siento también francés porque viví en París y me formé en esa tradición y me siento inglés porque siempre creí que Inglaterra era un modelo de civilización. Soy un ciudadano del mundo que no cree en las fronteras y creo que, como liberales, deberíamos luchar contra ellas”, aseguró. Cuestionó el status de “ciencia” de la economía y la emparentó con la ficción: “Los economistas que sostienen que un Estado interventor es la única forma de garantizar el bienestar y los marxistas también lo hacen basándose en teorías económicas. Eso demuestra que está lejos de ser una ciencia exacta”.
Lo seguía un público afín que quiso escuchar una vez más su relato de “liberal converso”, decepcionado del socialismo que hoy denuesta. “Cuando descubrí los problemas sociales en mi país, estábamos en una dictadura. Vi la brutalidad de ese gobierno, quería algo distinto y fui fácilmente reclutado. El Partido Comunista era chico pero heroico, porque era perseguido. Para un joven, esa vida clandestina tenía cierta atracción –se justificó–. Tuve muchas discusiones dentro del partido y mis criticas no eran económicas, sino literarias: si hubiese aceptado el realismo socialista hoy no sería un escritor sino un propagandista”. Recordó su primera visita a Cuba en 1962. “Fue conmovedor. Es difícil explicarles lo que significó esa revolución en América Latina. Mi primera crisis fue en el ’66, cuando crearon campos de concentración para contrarrevolucionarios, criminales y homosexuales”. En tono de confesión recordó que le escribió a Fidel Castro reclamando por amigos gay que pasaron por esos centros, a pesar de su apoyo a la Revolución. Mientras servían el helado de crema con salsa de frutilla, él contaba el punto de inflexión en su apoyo a Fidel Castro: “Me invitó junto a otros intelectuales a hablar con él y nos dio un discurso de doce horas. No me convenció. Fue una experiencia personal dramática: como ser un cura que descubre que ya no cree en Dios y se siente muy solo y confundido”. En un clima íntimo, Vargas Llosa caminó algunos metros por los senderos inundados tratando de no embarrarse y se atrevió a explorar sus propias contradicciones.