Cuando de despilfarrar en tiempo récord un capital político impresionante se trata, la presidenta Cristina Fernández no tiene muchos rivales. Acaso la razón por la que ha sido tan insólitamente accidentada la trayectoria trazada por su índice de aprobación consiste en que buena parte de la ciudadanía quiere ver en ella una estadista moderada y capaz, pero una y otra vez se las arregla para defraudarla.
Aunque el colapso estrepitoso de su popularidad que fue ocasionado por su forma absurdamente anacrónica de enfrentar la rebelión del campo debería haberle enseñado que, fuera de su entorno particular, a muy pocos les gustan las belicosas consignas setentistas y las disparatadas teorías conspirativas en que se inspiraban, ante la ofensiva de los tomadores de tierras reaccionó de la misma forma, interpretando lo que ocurría a través del prisma ideológico que compró cuando era una estudiante progre en La Plata, con el resultado de que en un par de días perdió una veintena de puntos, anulando así lo que, para extrañeza incluso de quienes creen entender la mente colectiva nacional, le había proporcionado la muerte prematura de su marido.
Puede que se hayan equivocado quienes susurran que, de haber estado Néstor Kirchner a su lado, Cristina hubiera manejado la situación de manera más coherente, pero el que muchos hayan comenzado a pensar que la ausencia del prócer ya está socavando “la gobernabilidad” es ominoso. También lo es que haya terminado de manera tan abrupta el “estado de gracia” o “efecto luto” que, por un rato, había transformado a Cristina de una patita renga cuya gestión finalizaría indefectiblemente el año que viene en una presidenta que tenía la reelección virtualmente asegurada.
Peor aún, se ha debilitado su autoridad personal. En un país de instituciones precarias, a menos que un gobernante brinde la sensación de poseer la fortaleza de carácter, la serenidad y la lucidez necesarias para permitirle imponerse en circunstancias confusas, su período en el poder no puede ser sino una larga ordalía de desenlace incierto. Mal que les pese a Cristina y sus incondicionales, hay una diferencia enorme entre firmeza e impulsividad.
Mucho dependerá de cómo sigue el drama, que con frecuencia amenaza con volverse truculento, que están protagonizando los okupas, trátese de grupos que obedecen a punteros kirchneristas o militantes de alguna que otra agrupación refractaria. Si el intento de la Presidenta y la compañera Nilda Garré de hacer de la Policía Federal una fuerza gandhiana que nunca soñaría con reprimir una mosca contribuye a la pacificación de las zonas menos salubres de la Capital y el conurbano bonaerense, y si se baten en retirada los usurpadores de tierra, luego de abrazarse con sus vecinos coyunturales puesto que, como muchos se encargan de recordarnos, son igualmente pobres, Cristina podría recuperarse de los reveses de los días últimos.
Pero si, como prevén los agoreros de siempre y los muchos peronistas que no comulgan con el progresismo presidencial, el embrollo que se ha desatado continúa agravándose, con batallas campales en los lugares invadidos sin que procuren intervenir policías hartos de ser blancos de pedradas y de reprimendas gubernamentales y sin que la presencia de gendarmes resulte intimidante, a la Presidenta le aguardará un verano largo, caliente y terriblemente difícil.
Que el gobierno kirchnerista tema enfrentarse con los eufemísticamente llamados movimientos sociales aun cuando sus integrantes encapuchados pisoteen la ley y hagan gala de su desprecio por los derechos ajenos no es ningún secreto. Desde decidir Eduardo Duhalde que las muertes del Puente Pueyrredón lo obligaron a despedirse de la presidencia cuanto antes, una regla tácita de la política nacional es que ningún gobierno puede sobrevivir por mucho tiempo si las fuerzas de seguridad matan a activistas presuntamente izquierdistas, de ahí la consternación, para no decir pánico, que según se informa se apoderó de la Casa Rosada al difundirse imágenes del primer intento fallido de desalojar el Parque Indoamericano.
En principio, la fobia así manifestada puede considerarse muy positiva, pero sucede que en el mundo real negarse sistemáticamente a reprimir, garantizando de tal modo la virtual impunidad de los violentos, puede resultar tan nefasto como hacerlo con brutalidad excesiva. Asimismo, si la policía no actúa, otros que no se sienten cohibidos lo harán, llenando a su modo el vacío dejado por la huida del Estado.
En verdad, no cambia mucho la orden de la nueva responsable de todo lo relacionado con la seguridad ciudadana, Garré, de que en adelante la Policía concurra a los lugares conflictivos desprovista de armas de fuego, lanzagases, balas de goma u otras herramientas disuasivas contundentes, y, para que no caigan en la tentación de llevarlas escondidas, las unidades desplegadas tendrán que ser acompañadas por civiles que harán las veces de comisarios políticos. Al fin y al cabo, los hombres y mujeres de la Federal ya estaban acostumbrados a obrar con cierto cuidado, sin llevar armas mortíferas cuando les toca intentar acorralar a manifestantes aguerridos. Los policías también saben muy bien que de ocurrir una desgracia serán acusados de perpetrarla. Lo que sí resultó impactante fue que el Gobierno la anunció como si fuera cuestión de un gran giro político.
Como comprenderán los convencidos de que los hechos tienen que subordinarse al relato, en esta ocasión la orden misma importaba menos que la forma de divulgarla. Además de servir para decirles a los uniformados que Cristina y Garré no los quieren, que desconfían de ellos por suponer que son chorros de gatillo fácil y que de producirse episodios desafortunados no pensarían en respaldarlos, el momento elegido hizo sospechar a muchos vecinos indignados de Villa Lugano y otros lugares de la Capital que el Gobierno ha tomado partido por los ocupantes de predios aunque el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, jura que tarde o temprano “encontraremos la vuelta” para que se alejen sin que nadie tenga que lastimarlos, esperanza esta que comparte con la señora que acaba de apropiarse de una parte sustancial de su poder. Así y todo, con razón o sin ella, los pobladores legales de muchos barrios se sienten abandonados a su suerte en una zona ya liberada que, por motivos políticos, el Gobierno ha decidido convertir en tierra de nadie.
Estará en lo cierto Fernández cuando insiste en que Garré se limitó a ratificar una orden que dio Néstor Kirchner seis años antes. Sin embargo, la manera en que el santacruceño enfrentó el desafío planteado por la Policía Federal fue muy diferente de la elegida por su viuda. Mientras que Kirchner logró evitar dar la impresión de estar resuelto a humillar a la fuerza policial más importante del país, Garré, y por lo tanto Cristina, no han vacilado en declararle la guerra de la forma más pública posible, lo que hicieron descabezándola al jubilar a una docena de comisarios generales.
Las dos hablan como si creyeran que la embestida feroz contra la Federal, y las purgas adicionales que la seguirán, servirán para que la gente se dé cuenta de que por fin el Gobierno ha decidido tomar en serio los problemas tremendos vinculados con la seguridad. Es probable que se hayan equivocado. Aunque no cabe duda de que las deficiencias de la Policía Federal le han quitado eficacia en la lucha permanente contra la delincuencia, organizada u oportunista, por razones pragmáticas convendría que las reformas se efectuaran con cierta discreción.
Bien que mal, hasta nuevo aviso la ciudadanía dependerá de la Policía que efectivamente existe para su seguridad. Puesto que por ahora cuando menos el país no está en peligro de ser invadido por una potencia extranjera, Garré pudo inutilizar a las Fuerzas Armadas sin correr demasiados riesgos; en cambio, someter a la Policía Federal al mismo tratamiento expeditivo podría tener consecuencias catastróficas.
Dirigentes opositores, entre ellos Duhalde, Mauricio Macri y, a su modo, Elisa Carrió, han aprovechado la oportunidad que les dio Cristina para levantar la bandera de la ley y el orden. Según ellos, la Presidenta, motivada por sus propios prejuicios ideológicos, por estar bajo la influencia de grupos izquierdistas enquistados en el Gobierno o por sentirse desorientada luego de la muerte de quien hasta aquel 27 de octubre había llevado la voz cantante, está permitiendo que la Argentina se deslice hacia un estado de anomia, palabra esta que se ha puesto de moda últimamente. Los esfuerzos oficiales por contestar a quienes acusan al Gobierno de acercar el país a un abismo no han ayudado a restaurar confianza. Calificar de “fascistas”, “represores” o “derechistas” a quienes reclaman que se respete la ley sólo ha servido para dar fuerza a la idea de que la Presidenta no está a la altura de responsabilidades que son indelegables.
No es cuestión de elegir entre la represión a mansalva por un lado y la anarquía por el otro sino de encontrar un punto intermedio que variará según las circunstancias. En la actualidad, lo que está pidiendo la ciudadanía es que el Gobierno nacional se mueva hacia el centro; cuanto más se resista a hacerlo, más aislado se quedará de la opinión mayoritaria, lo que no puede sino preocuparle a Cristina en vísperas de un año electoral que, tal y como están las cosas, parece dispuesto a depararnos aún más sorpresas que el año que está por despedirse.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.