Así que todo se debió a un malentendido. Por ingenuidad, nada más, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner tardó tres meses en desenvainar la espada mágica que le permitiría derrotar en el acto a las malignas huestes del campo que según ella y sus admiradores estaban complotando para destituirla. Al anunciar por la cadena nacional de radio y televisión que los miles de millones de dólares generados por la soja, un yuyito que ningún argentino bien nacido soñaría con consumir pero que por motivos insondables los extranjeros compran a precios ridículos, serían usados para beneficiar a los pobres, en especial a los muchos que viven en el interior del país, Cristina sembró confusión en las filas golpistas. ¿Cómo oponerse a un plan tan generoso como el presentado por la Presidenta?, se preguntaron desconcertados. Por lo menos, esto es lo que piensan en la Casa Rosada donde según parece se cree que el conflicto ha terminado y que el Gobierno lo ganó por goleada.
Si por eso los entusiasmados por el discurso de Cristina quieren decir que es factible que luego de algunos días más de protestas los agricultores reanuden sus tareas habituales sin haberla obligado a modificar demasiado el régimen leonino de retenciones que se improvisó en marzo cuando la Argentina era otro país, es posible que estén en lo cierto, pero aun cuando el desenlace del enfrentamiento resulte ser como esperan, sería absurdo tomarlo por un gran triunfo kirchnerista. Antes bien, para la pareja gobernante el paro ha sido un desastre sin atenuantes de ningún tipo. Además de hacer trizas de la imagen de Cristina y costarle el apoyo de los sectores rurales que votaron por ella en octubre pasado, el conflicto provocó grietas profundas en el peronismo, que ya no ve en ella una ganadora nata, y socavó la confianza de casi todos los habitantes del país, además de los esquivos inversores extranjeros en potencia, en el futuro de una economía que ya está siendo zarandeada por la inflación y por una multitud de problemas energéticos. Si los Kirchner se anotan más triunfos como éste, pronto estarán fritos.
Aunque los voceros oficiales nunca lo dirán, la decisión de emplear lo que recaude por encima del 35 por ciento de las retenciones a la soja para obras que podrían contribuir a hacer un poco más soportable la pobreza fue una concesión importante, ya que nadie duda que el propósito original era depositarlo en la caja que les sirve a los Kirchner para manipular a su antojo a los gobernadores provinciales, a los intendentes municipales y a aliados como el piquetero Luis D’Elía. De otro modo, hubieran señalado desde el vamos que era su intención usarlo para fines sociales, invirtiéndolo mayormente en el interior, privando así a los ruralistas de uno de sus argumentos más eficaces según el cual los Kirchner los estaban robando porque necesitaban más plata para la inmensa red clientelista que han logrado construir. Parecería, pues, que a raíz de la prolongada pelea con el campo el Gobierno ha sido notificado que hay límites al grado de centralismo presidencial que el país está dispuesto a tolerar.
Para sustraerse del pozo en que se precipitó, Cristina está procurando hacer pensar que todo cuanto hace, tanto los muchos aciertos como los escasos errores, tiene como objetivo irrenunciable la eliminación de la miseria, pero no le será tan fácil convencer al público de su sinceridad. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que ver aquel costosísimo tren bala que la fascina con su hipotética opción por los pobres? Por lo demás, afirmar que hay que elegir entre “cerrar las cuentas fiscales” por un lado y “cerrar la cuenta social de todos los argentinos” por el otro es demagogia barata, ya que los más perjudicados por las tensiones financieras causadas por los desequilibrios fiscales no son los especuladores multimillonarios que todos dicen odiar sino los pobres e indigentes que, lo entienda o no la Presidenta, abundan en el campo además de las villa miseria que rodean todas las ciudades principales del país.
Por supuesto que todos están a favor de más hospitales, más caminos rurales y más viviendas populares, siempre y cuando las obras así supuestas puedan financiarse sin poner en riesgo la estabilidad económica y las licitaciones correspondientes no den pie a una orgía de corrupción. Informarnos que una parte de la “renta extraordinaria” posibilitada por los precios actuales de la soja será destinada a ayudar así a los pobres fue por lo tanto muy astuto -sabemos que la Argentina es un país tremendamente solidario en que todos, encabezados por los políticos, dan prioridad a la guerra contra la pobreza- pero el decretazo en tal sentido de Cristina plantea muchos interrogantes. ¿Qué pasará si resulta que el boom de la soja fue sólo una burbuja y un buen día los precios se desploman? En tal caso, el Gobierno tendría que optar entre abandonar el plan social que acaba de anunciar y encontrar otra forma de financiarlo. ¿Por qué no somete a otras actividades rentables a un régimen similar al elegido para el campo? ¿Será porque la hotelería, la construcción, el juego, ciertas industrias y así por el estilo están en manos de los privilegiados por el capitalismo de los amigos, o sea, por el “modelo” favorecido por la Presidenta y su marido? ¿O sólo porque según las fantasías setentistas todos los agricultores, sin excluir a los chacareros más esforzados, son haraganes ricos de ideas derechistas que no merecen ganar nada?
Huelga decir que los Kirchner distan de ser los primeros dirigentes políticos que se hayan acostumbrado a felicitarse por su propia voluntad inquebrantable de achicar la brecha abismal que separa a los pobres de los ricos. Todos sus antecesores, incluyendo a los golpistas militares que justificaban sus intervenciones esporádicas hablando de la necesidad de hacerlo, hablaban de la misma manera. Desde luego que los esfuerzos de los gobiernos anteriores -peronistas, radicales y militares- por hacer de la Argentina un país más equitativo resultaron ser contraproducentes, de suerte que sus sucesores los acusarían de aplicar un plan diabólico, para no decir neoliberal, urdido en el exterior por sujetos deseosos de empobrecer a todos salvo los integrantes de una pequeña minoría de oportunistas venales. Aunque casi todos se ven beneficiados pasajeramente cuando la economía disfruta de una bonanza como la de los años últimos, luego de producirse una nueva crisis siempre hay más pobres y menos que son relativamente acomodados que antes, razón por la que la Argentina tiene lo que es la única clase media depauperada del mundo. ¿Lograrán los Kirchner revertir esta tendencia al parecer inexorable? Por desgracia, a esta altura no hay motivos para creerlo. Puede que conforme a las estadísticas oficiales el panorama luce promisorio, pero ocurre que con la eventual excepción de Guillermo Moreno nadie las cree.
La inflación que según el Gobierno es un problema menor ya está devorando los ingresos magros de quienes menos tienen. Tal y como están las cosas, el aumento de los precios de los alimentos que está afectando a todos los países del planeta se hará sentir aquí también a pesar de los esfuerzos oficiales por desacoplar la Argentina del resto del mundo y a pesar de que, como Cristina suele decir, está en condiciones de alimentar a 500 millones de personas. Asimismo, tarde o temprano el Gobierno tendrá que ajustar las tarifas energéticas para que se aproximen a las internacionales, lo que será traumático porque hoy en día son bajísimos en comparación con los de países como Chile y Brasil, para no hablar de los de Europa. Consciente de que ya están despidiéndose los buenos tiempos celebrados por Cristina en sus alocución -“los restaurantes están llenos, el consumo creciendo, las exportaciones creciendo, las ventas creciendo, el consumo popular, millones de argentinos que han podido acceder a un auto nuevo o a una moto, o a un plasma”-, la gente está preparándose para enfrentar los años flacos que presiente.
Aunque Cristina insiste en que “es imposible resolver el problema de la pobreza sin redistribución del ingreso”, las cosas no son tan sencillas como quisiera hacer pensar. Si bien el asistencialismo que es de suponer tiene en mente es siempre necesario, raramente ayuda a solucionar el problema fundamental que consiste en que la mayoría de los pobres en la Argentina no está en condiciones de aportar mucho a una economía moderna que se basará cada vez más en el conocimiento. Ya son muchas las empresas que para ser más productivas tendrían que contratar a especialistas extranjeros pagándoles salarios internacionalmente competitivos y, es innecesario decirlo, muy superiores a los percibidos por los obreros comunes. Por lo demás, la economía argentina está estructurada de tal modo que si “los ricos” según las pautas locales ganan menos, los pobres que dependen de sus gastos perderán su fuente de ingresos. La lucha contra la pobreza requeriría una estrategia mucho más sofisticada que la supuesta por el traslado de las ganancias “extraordinarias” del campo a los bolsillos de quienes a juicio de Cristina merecen disfrutarlas, pero hasta ahora no hay señales de que haya entendido lo difícil que es el problema que jura estar resuelta a solucionar.