De tomarse en serio lo que dijo hace una semana, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ya ha decidido autodestituirse pero espera que quien la suceda tenga que manejar una situación social tan convulsiva que el país no tarde en darse cuenta de la magnitud del error que cometió al dejar de apoyarla. Si bien a esta altura hasta los kirchneristas más optimistas sabrán que pronto será necesario hacer algo para frenar el aumento explosivo del gasto público, Cristina aprovechó una visita al Alto Valle rionegrino para gritar: “¡Conmigo, el ajuste no! ¡No voy a ajustar a los argentinos! ¡Si quieren el ajuste, que vengan ellos a gobernar!”. Puesto que en el mundo actual gobernar es ajustar, la Presidenta acaba de informarnos que no tiene ninguna intención de asumir sus responsabilidades.
Aunque es notoria la afición de Cristina por ideas económicas raras –en una ocasión, opinó que era absurdo suponer que la Argentina pudiera tener una moneda tan fuerte como la de un país tan grande como los Estados Unidos, como si creyera que las dimensiones de las diversas economías tuvieron que ver con el asunto–, entenderá que a veces no hay más alternativa que la de reconocer que existen límites a lo que un gobierno puede gastar. Por injusto que le parezca, los recursos no son infinitos ni siquiera para multimillonarias como ella.
Pues bien: todo hace pensar que los Kirchner, conscientes de que no les será nada fácil aferrarse al poder por mucho tiempo más, han optado por armar una bomba de tiempo económica que sea lo bastante peligrosa como para intimidar a quienes sueñan con reemplazarlos. Si ellos no pueden gobernar, que no lo haga nadie. Productos típicos de la década de los setenta, apuestan a que la gente acuse a los obligados a “ajustar” de ser los únicos responsables de sus penurias, ya que para entonces habrá olvidado el aporte de quienes vinieron antes. Pero mientras que en el pasado los despilfarradores se cuidaban de informarnos de lo que tenían en mente, Cristina y su marido ya estrenaron el discurso que usarán cuando se hayan alejado del poder. Juran, y jurarán, haber sido defensores a ultranza del bolsillo “de los argentinos” amenazado por una horda de ajustadores malignos al servicio de vaya a saber cuáles intereses espurios que sólo quieren vaciarlo. Es poco probable que la maniobra funcione, pero dadas las circunstancias no les queda otra.
Puesto que los Kirchner ya se han comprometido con la noción de que hay que convencer a la ciudadanía de que la creciente crisis económica es obra del variopinto aglomerado opositor, se sienten libres para seguir agravándola. No hacen nada para combatir la inflación que, como sabemos, se debe a la rapacidad de comerciantes, chacareros oligárquicos y otros enemigos del pueblo, no al manejo irresponsable de las cuentas nacionales como dicen los economistas “ortodoxos”. Tampoco se esforzarán demasiado para impedir que aumenten a un ritmo insostenible los salarios de los afiliados a los sindicatos más poderosos. Como aclaró el todavía ministro de Economía, Amado Boudou, para llevarle tranquilidad a la población “no vamos a permitir congelamiento de salarios” ni nada parecido. Parecería que Boudou, de origen “neoliberal”, coincide con Hugo Moyano en que no hay ningún vínculo entre la evolución de los salarios por un lado y la de la inflación por el otro. Por desgracia, la experiencia tanto nacional como internacional en la materia sugiere que la teoría simpática así supuesta es un disparate, pero en el cada vez más surrealista mundillo oficialista tales detalles carecen de importancia.
Además de tratar de instalar la idea de que Cristina y Néstor representen la prosperidad generalizada y sus adversarios la miseria, la pareja quiere hacer de la oposición el partido del default. Que los Kirchner se hayan dado cuenta de que al país le convendría dejar de ser considerado un defaulteador serial y por lo tanto nada confiable es muy positivo; el que se les haya ocurrido insistir en que fue necesario apoderarse de las reservas del Banco Central, porque de lo contrario la Argentina se proclamaría orgullosamente quebrada por enésima vez, es paradójico. Entre los motivos por los que al Gobierno le cuesta más que al griego conseguir préstamos a tasas de interés razonables está la actitud a un tiempo belicosa y despectiva hacia los acreedores defraudados que asumió Néstor Kirchner en cuanto se mudó a la Casa Rosada. En aquel entonces, creía que las ganancias políticas de maltratar a los jubilados italianos y japoneses que habían perdido sus ahorros superaban con creces las eventuales desventajas financieras. Al fin y al cabo, siempre podría pedir plata a Hugo Chávez, su amigo usurero caribeño.
Integrantes de la oposición como el ex presidente del Banco Central, Alfonso Prat-Gay, han contestado de manera contundente las afirmaciones tendenciosas de Cristina, Néstor y sus partidarios. Para ellos, es ridículo argüir que el país enfrenta el “dilema de hierro” de pagar deuda con las reservas o ir al default. Asimismo, Prat-Gay y otros han señalado que un ajuste feroz ya está en marcha. Como tantos gobiernos anteriores, el kirchnerista ha elegido hacerlo mediante la inflación, un método cuyo mérito principal consiste en que los más perjudicados son los pobres. Aunque andando el tiempo casi todos perderán, quienes cuentan con recursos financieros están en condiciones de adaptarse a la inflación e incluso de aprovecharla. Puesto que los así privilegiados son más influyentes que los demás, a políticos como los Kirchner les parece menos arriesgado ajustar con inflación de lo que sería tomar medidas que enojarían a dirigentes empresariales, sobre todo los beneficiados por el “capitalismo de los amigos”. En cuanto a los jefes sindicales, la inflación les viene de perlas, ya que les permite celebrar paritarias tres o cuatro veces por año, lo que les asegura un grado de protagonismo que de otro modo no tendrían.
A diferencia de los alemanes que, de resultas de la hiperinflación de noventa años atrás, se convirtieron en fanáticos de la estabilidad monetaria, nuestros políticos se creen perfectamente capaces de convivir amablemente con la bestia. Décadas de experiencia les han enseñado que, desde su punto de vista por lo menos, la inflación no es tan temible como otros dicen. Es sin duda por este motivo que en el léxico político nacional “ajuste” es una palabra de connotaciones tan terroríficas que Cristina la supone aún más insultante que “golpista” o “neoliberal”. Cuando la inflación alcanza el 30 o 40 por ciento anual, todo se hace tan confuso que a los políticos les es fácil favorecer a algunos en desmedro de otros y los debates se vuelen irracionales. Pero aunque muchos políticos, empresarios, sindicalistas y, desde luego, especuladores financieros han aprendido a aprovechar las oportunidades que brinda la inflación, las consecuencias para el país de décadas enteras de inflación crónica han sido calamitosas. Fue con toda seguridad a causa de la inflación o, si se prefiere, de la mentalidad de quienes se han resignado a su presencia constante, que la Argentina no pudo emular a países como España e Italia, Australia y Canadá, en lo que los franceses llaman “los treinta años gloriosos” que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y será debido a su reaparición reciente que perderá terreno en América latina frente a países hasta hace poco más pobres como Chile, Brasil, Uruguay y, tal vez, Perú.
Negarse a enfrentar la inflación toda vez que comience a manifestarse es un síntoma inconfundible de debilidad, de indisciplina y cobardía política. Lo entiendan o no Cristina y Néstor, gobernar bien exige pensar a veces en el mediano plazo y en el largo. Al intentar ahorrarse problemas menores falsificando los índices del INDEC, es de suponer con la esperanza vana de que la inflación desapareciera sin que tuviera que hacer nada antipático, los Kirchner se comprometieron con una versión ficticia de la economía real que, poco a poco, se haría inmanejable, de ahí los intentos de rellenar la caja apropiándose de una tajada mayor de los ingresos del campo, los fondos provisionales privados y, ahora, las reservas del Banco Central. Puesto que a lo sumo tales medidas sólo les han servido para comprar más tiempo y, de todos modos, ya no quedan más fuentes de recursos que podrían tomar con la misma facilidad que antes, están tratando de hacer pensar que el desastre que se avecina es producto de la maldad de quienes lo heredarán.
En ocasiones, todos los países, incluyendo a los emiratos petroleros que perciben anualmente miles de millones de dólares sin tener que levantar un dedo para ganarlos, se ven constreñidos a “ajustar” si los gastos superan los ingresos fiscales. La Argentina no es una excepción. Negarse a ajustar por motivos supuestamente humanitarios, pues, es un alarde ya de estupidez, ya de hipocresía. Cuanto más se demora el intento de poner las cuentas nacionales en orden, más brutal será el “ajuste” cuando por fin se concrete. Parecería que los Kirchner confían en que les tocará a sus adversarios hacer “el trabajo sucio”, lo que, imaginarán, les permitiría regresar triunfalmente disfrazados de benefactores. De ser así, se trata de una ilusión, ya que abundan los motivos para prever que en la memoria colectiva, los años kirchneristas ocupen un lugar que sea aún más indigno que el atribuido a los menemistas por la pareja gobernante.