Uno volvió al escenario del crimen, el pequeño y desventurado país al que expolió con sus bandas asesinas. El otro abandonó el escenario del crimen, un país a cuya sociedad la corrupción y la represión no lograron descomponer.
Jean-Claude Duvalier regresó sorpresivamente a Puerto Príncipe, pero el terremoto no sólo redujo a escombros esa ciudad desvencijada, sino también sus instituciones. Por eso nadie detuvo en el aeropuerto al responsable de miles de asesinatos y de uno de los enriquecimientos más obscenos en una región que estuvo plagada de corruptos hasta la impudicia. Con semejante prontuario, Duvalier no debió hacer dos pasos en territorio haitiano sin que lo apresaran para ser juzgado por desfalco y por crímenes de lesa humanidad. Y el sismo, además de casas y edificios, derrumbó las estructuras jurídica y gubernamental. Sobre esas ruinas, caminó el hombre que –abarrotado de alcohol y cocaína– ordenaba crímenes y torturas además de saquear las arcas públicas. Pasó más de un día hasta que lo detuvieron durante algunas horas. Nadie sabe si algún tribunal está en condiciones de juzgarlo. Tal vez por eso se atrevió a volver. Estando en bancarrota, necesita algún viso de legalidad para que los bancos suizos liberen las cuentas que le congelaron.
Paralelos. En ese mismo puñado de días, Zedine el-Abidine Ben Alí escapaba de Túnez con las maletas llenas de lingotes de oro. En el pequeño país norafricano, quedaba un centenar de manifestantes muertos, la banca privada y las principales empresas en manos de familiares y amigos del “ancien regime”, cárceles abarrotadas de presos políticos y una clase dirigente que emerge de las catacumbas, caótica y tambaleante.
El dictador retornado y el déspota fugado tienen en común tres cosas: sus codiciosas mujeres habían enquistado en el poder a sus respectivas familias, agigantando la corrupción y la ostentación de riqueza; los dos cayeron por rebeliones populares en lugares donde los estallidos sociales jamás derriban a los déspotas, y sus ejércitos no los defendieron por haber perdido el apoyo norteamericano.
Ben Alí. Había llegado al poder de una manera típica en la región, pero lo perdió de un modo insólito en los países árabes.
Zedine el-Abidin Ben Alí conspiró contra su mentor, hasta desplazarlo del gobierno en una intriga palaciega. La sociedad tunecina no se lo reprochó porque Habib Bourguiba estaba viejo y mentalmente decrépito. Pero un cuarto de siglo más tarde, Ben Alí cayó por un estallido social.
La rebelión la encendió un joven convertido en antorcha humana por propia decisión. Jamás nadie habrá pensado que, en una ciudad pequeña del interior tunecino, Sidi Bouazzi, un muchacho con título universitario, pero que –por el desempleo– sobrevivía con un puesto ambulante de frutas y verduras, protestaría a lo bonzo contra la policía que le confiscó la mercadería. Tampoco era imaginable que esa protesta suicida detonaría las manifestaciones que pusieron en fuga al duro déspota.
Túnez rompió la regla. Que un estallido social derribe a un presidente es infrecuente en el mundo árabe. No porque falten problemas sociales y porque sobren libertades públicas, sino porque los regímenes autocráticos de Oriente Medio y del norte africano parecen inmunes a las revueltas populares.
A un gobernante árabe puede derrocarlo un golpe militar o una intriga palaciega, pero no un estallido social. Mediante un golpe, Gamal Abdel Nasser volteó al rey Faruk en Egipto, y Muhammar Jadaffy al rey Idris en Libia. Y fue mediante intrigas palaciegas que Hafez el-Assad arrebató el poder a Nur Adin al-Atassi en Siria, y Saddam Hussein a su propio primo, Hassan al-Bakr, en Irak. En cambio, al déspota de Túnez lo derribó la calle.
Es cierto que los militares no cumplieron la orden de reprimir a la multitud indignada, y es posible que Washington haya incentivado la decisión del generalato. Pero en Túnez, la policía y el aparato represivo presidencial tienen más efectivos que el escuálido ejército nacional. Además, las muertes de la represión no sofocaron las protestas, sino que las acrecentaron. Y también hubo otra novedad para el mundo musulmán: el protagonismo que la mujer tuvo en la rebelión.
Además del estancamiento económico y la desocupación, Túnez no le perdonó que hubiera llegado al poder prometiendo más apertura y ética pública, y que luego se conviertiera en un implacable y envilecido autócrata.
Debía superar al viejo líder que había derrocado, pero se dedicó a encarcelar disidentes y a dejar que Leila, su inescrupulosa mujer, repartiera empresas públicas y compañías financieras entre familiares.
Fueron tres los traicionados por Ben Alí: Naima Kefi, su primera esposa e hija del general que lo ayudó a escalar; el líder que lo hizo primer ministro y, finalmente, el pueblo al que le prometió una cosa y le dio todo lo contrario.
Cuando Ziné el-Abidin Ben Alí desplazó del Gobierno a Habib Bourguiba, el viejo líder ya no enlazaba coherentemente sus pensamientos, pero merecía otro final. Al fin de cuentas, no sólo había impulsado la independencia, sino también la economía más abierta y moderna, y el sistema más democrático del mundo árabe.
Es cierto que sus primeras décadas en el poder fueron con partido único y modelo socialista, pero desde principios de los 70, Bourguiba fue un modernizador y un aperturista político.
Desde los tiempos de Aníbal y su ejército cartaginés, con la excepción del notable Bourguiba, no es común que la tierra de los antiguos tirios, vándalos y bereberes genere personajes que influyan más allá de las fronteras. Sin embargo, está influyendo más allá de Túnez Mohayed Bouazozi, el joven que se inmoló en la pequeña y rural Sidi Bouazzi. De inmediato, aparecieron bonzos en Egipto, Argelia y Mauritania. Quizá no caiga ningún otro déspota, pero Bouazizi ya entró en la historia de una región donde hay pobreza, desempleo y autoritarismo, pero los gobiernos sólo caen por golpes militares o por intrigas palaciegas.
Heredero. El joven Jean-Claude Duvalier tenía la piel oscura y la mente embriagada por un hedonismo ridículo. Como a los temibles “tonton macoutes” los había heredado del padre, al asumir el poder absoluto creó su propio escuadrón de la muerte, “los leopardos”. También creó su propio partido, al que llamó Comité de Acción Jeanclaudista. En realidad, el “jeanclaudismo” no era más que esa orgiástica y sanguinaria embriaguez.
Su esposa, Michel Benet, llegó a tener una de las colecciones de tapados de piel más grandes del mundo, viviendo en un país carcomido de miseria y sofocado de color húmedo.
Saqueó las arcas públicas cuando estalló la ira popular, y el general Henry Namphy lo mandó al exilio. En la Costa Azul, despilfarró cientos de millones de dólares; y cuando Suiza congeló sus cuentas, le remataron mansiones y departamentos; esto lo obligó a vivir de un automóvil utilitario en una comarca montañesa.
El antiguo amo de la vida y la muerte en su país caribeño y reciente dilapidador de fortunas en Europa, ha regresado como un zombi de lo que fue. Pudo hacerlo porque la Justicia y las instituciones del Estado también son zombis que deambulan espectrales, como los muertos vivos de las leyendas haitianas.
Nadie sabe bien qué busca y qué plan tiene Jean-Claude Duvalier. Pero su regreso a Puerto Príncipe no parece una buena señal. Por el contrario, la esperanza se aposentó en Túnez con la partida de Ben Alí. Los sicarios y esbirros del “ancien regime” apostarán al caos y a la violencia, mientras una disidencia diversa y sin experiencia gubernamental tropezará mil veces en el camino, pero los tunecinos hicieron lo que no hizo ningún pueblo vecino: tumbar a un déspota desde la calle.
*Director del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Empresarial Siglo XXI.