Ya se sabe, quienes precisan comprar medio kilo de queso o una prenda de vestir, cobrar un cheque, tomar un café, solicitar información telefónica, saber por qué no hay luz en su casa o sacar entradas para el teatro, son enemigos públicos. En todo cliente, en todo contribuyente, en toda persona que hace trámites, habita un espíritu maligno. Nada bueno puede esperarse de la gente que pide, que pregunta, que molesta interrumpiendo a los encargados de atención al público en el momento mismo en que están comentando el último capítulo de “Valientes”, están mirando en su celular las fotos de las vacaciones o están comunicados telefónicamente con su familia para inquirir cuál será el menú de la noche. Personas sin escrúpulos, cargosos que ignoran el concepto de autoservicio y necesitan la ayuda de otro para resolver sus propios problemas y falencias. Encargado-dependientes, en fin, que se encargan de molestar al encargado –valga la redundancia– ya sea de atender un local de ropa, un negocio, un banco o una oficina pública. Por suerte, existen estrategias infalibles para desalentar a los atrevidos que exponen sus necesidades personales en los mostradores como si fueran virtudes. En esta nota, diez tips infalibles para que los que quieran saber algo sigan ignorándolo, los que precisan zapatos número 40 se conformen con un par número 37 y los que quieran queso gruyère se resignen al Mar del Plata.
1- Evite la atención humana. Recurra al maltrato tecnológico.
No gaste en un empleado o empleada encargada de no informar, de no responder y de dejar que el cliente pase sus próximos diez cumpleaños colgado del teléfono.¿Está por montar una clínica? Eche mano de un contestador automático que diga: “Si se está desangrando, marque uno. Si tiene convulsiones, marque dos. Si está por pronunciar sus últimas palabras, marque tres. Si ya falleció, marque cuatro. Si es de los que ven una luz al final del túnel y deciden regresar, marque cinco o espere y será atendido”. Con ligeras variantes, el mismo procedimiento es válido para atender una funeraria, una heladería o una oficina pública. Graham Bell nunca soñó que a través de su invento se podría emular el maltrato humano.
2- Relájese, la incomodidad y la mugre son “cool”.
Si está por montar un bolichito con pretensiones artísticas, elija un lugar inmundo y sin ventilación, pero que quede en Palermo o en algún otro barrio más o menos tilingo. Compre sillas chicas e incómodas que torturen el trasero de sus comensales, ponga poca luz para que no se vea la mugre, contrate mozas y mozos que jamás hayan llevado una bandeja, sirva palitos húmedos, maníes rancios, cerveza caliente y cierre trato con una banda de músicos ignotos que suene espantosa. Es muy importante que la banda en cuestión sea numerosa, aunque no quepa en esa tarima que finge ser escenario. Cada músico traerá como mínimo un invitado que deberá pagar entrada y consumición como cualquier hijo de vecino. De esta manera salvará la noche. Y a no quejarse, que la incomodidad es el precio del esnobismo.
3- Destrate a sus clientes y atienda el teléfono.
El celular siempre tiene razón. Jamás interrumpa un llamado porque a su negocio entró un cliente potencial. Si realmente viene a comprar, será capaz de esperar quince minutos hasta que usted termine de intercambiar tonterías con su interlocutor de turno. Si se va antes de que se cumpla el cuarto de hora de espera, es que no tenía intenciones reales de comprar. En ese caso, hizo bien en no cortar: era un molesto que sólo quería preguntar. Si se la banca, siga tratándolo mal porque va a comprar de todos modos. Por eso, mientras el cliente potencial le pide lo que necesita, consulte sus mensajes de texto y sonría por la ocurrencia del remitente. Y si al atrevido comprador se le ocurre pedirle algo que usted no tiene en existencia, ni se moleste en contestar. Limítese a hacer el gesto de “no” con la cabeza con aire sobrador. ¿Quien puede ser tan desvergonzado como para pedir justo lo que no hay?
4- Compréndalo de una vez: el cliente es un rehén.
Si usted atiende un negocio gastronómico, asegúrese de maltratar adecuadamente a los comensales. Un mozo que se precie debe dejar vagar la mirada en lontananza, mientras el cliente, para pedir una gaseosa, saca a relucir todo lo que aprendió en sus cursos de mimo. Ignorarlo es parte del servicio que brinda la casa. Luego, llegado el momento de cobrarle, desaparezca por largo tiempo con los $ 100 que le dio para pagar una cuenta que no llega a $ 20. Y no admita protestas. Si el señor está apurado, es un problema de él, no suyo. ¿Desde cuándo los rehenes determinan cuándo quieren dejar de serlo? Que no le discutan, que usted hizo el curso de mozo en las filas de las FARC.
5- Estimule la imaginación del comprador: no le muestre nada.
Desconfíe del cliente potencial que utiliza el potencial. Si le dice “me gustaría saber si tienen el pantalón de la vidriera en otro color”, responda literalmente a lo que le pide con un “sí” (o un “no”) y gesto adusto. En otros términos, “no suelte prenda”, es decir, ni se le ocurra mostrarle el pantalón en otros colores. A lo sumo, si el cliente se pone cargoso, enumérelos. Que el verde es verde y el azul es azul en todo el mundo. Como la música, el color es un lenguaje universal. Sí, es cierto, como en la música, también existen los tonos, pero usted vende pantalones, no da clases de teoría y solfeo.
6- No hable. El que está detrás de la ventanilla “no sabe, no contesta”.
Si a usted le pagan por cargar la tarjeta Monedero, vender el Subte Pass o atender una caja bancaria, limítese a sus funciones. Que no intente el desconsiderado del cliente preguntarle si esa línea de subte pasa por la estación Dorrego o si un cheque cruzado puede cobrarse en ventanilla. Neutralícelo hablando con su compañero mientras lo atiende sin mirarlo. Por dar información, se cobra, y usted no es periodista, detective, ni agente de la CIA.
7- Use argumentos a medida. El cliente es tonto.
¿Usted pertenece al grupo de los abnegados laburantes que se empeñan en vender a toda costa? Eche mano de los argumentos ad hoc para clientes idiotas (es decir, para todos los clientes). Por ejemplo, si los zapatos que se probó le aprietan, dígale que se estiran. Si, en cambio, le quedan grandes, asegúrele que se contraen. Si el cierre de los pantalones no sube, infórmele que es la última moda en Londres y queda re cool andar por la vida con el cierre a media asta. Si aun así el cliente insiste en no comprar lo que se prueba, enójese y argumente que no es que los productos sean inadecuados para él, sino que él es el inadecuado y genérele culpa: “¿No te das cuenta de que tenés los pies asimétricos, la cadera ancha y el cuerpo chingado?”
8- Ejerza su poder: la fila hay que hacerla como usted diga.
Si usted es el encargado de encauzar la larga cola de clientes, contribuyentes o pacientes que esperan ser atendidos, debe saber que los tiene en sus manos. Para acceder al vendedor, la ventanilla o el profesional, deberán esperar donde usted dice y como usted dice. Sienta el poder de ser arbitrario. Si hace 40 grados, que esperen al rayo del sol. Si llueve, que esperen bajo la lluvia. Y no permita que alguien pretenda convencerlo de que no viene a hacer ese trámite, sino otro. Porque para convencerlo también tendrá que hacer cola.
9- Sépalo: el movimiento slow también llegó al pago rápido.
El cliente es un ansioso que quiere todo rápido y fácil. Por eso, los lugares de pago rápido y fácil hacen los pagos tan lentos y difíciles. Es que tienen una función terapéutica y educativa: el movimiento slow ha llegado a todas partes. Para pagar la luz, por ejemplo, hay que hacer una larga amansadora en una farmacia. Para pagar el gas, una larga amansadora en un supermercado. ¿No se refleja en esta falta de sentido el sinsentido mismo de la existencia? Sí, el pago rápido es una escuela de vida: atienda la farmacia o la caja del supermercado y no cobre jamás el servicio que el cliente necesita pagar, así este desarrollará tolerancia a la frustración. Además, oblíguelo a abonar con cambio y a esperar lo que sea necesario. Roma no se construyó en un día.
10- Tiranice al pasajero. Dentro del taxi, usted es rey.
Al pasajero hay que domesticarlo. Comience por ponerlo a prueba haciendo que se desgañite elevando su voz sobre los gritos de la radio y los mensajes de la base para lograr que le indique cuál es su destino. Y una vez que el pasajero lo haya logrado, dígale que precisamente no va para ese lado, que tiene que entregar el auto o llevarlo al mecánico. Pero si elige hacer el viaje, abrúmelo con los relatos de su vida íntima, sus consideraciones políticas, sus insultos al resto de los conductores, sus maldiciones a piqueteros y manifestantes y sus frenadas intempestivas. Y cuando el pasajero se haya convertido en una verdadera piltrafa, sólo entonces, continúe jugando a la patrulla policial con la chica de la base, dirija contento, 341 y deposite al masculino o al femenino en el destino indicado.
*Editora de Cultura e Internacionales de NOTICIAS