A nadie se le ocurriría acusar al jefe del gobierno porteño Mauricio Macri de ser un hombre de profundas convicciones ideológicas, pero a su manera el fundador del PRO es el representante más destacado de lo que quienes toman la política por un ramo de la geometría suelen llamar la derecha moderada. En otras partes del mundo democrático, el papel así supuesto sería más que suficiente como para asegurarle un triunfo electoral rotundo luego de ocho años de una gestión agresivamente progresista en que se han cometido muchos errores, ya que en los Estados Unidos, Europa, el Japón y Australia, para no hablar de países latinoamericanos como Chile, es normal que centro-izquierdistas y centro-derechistas alternen en el poder. Pero la Argentina es diferente. Aquí, derecha es una mala palabra, sinónimo de fascismo, represión, estulticia militar, ajuste, el horror.
Tan eficaz ha sido la prédica progresista contra todo cuanto cree sabe a derechismo que, con escasísimas excepciones, políticos e intelectuales insisten en que nunca soñarían con traicionar al pueblo hablando bien del capitalismo liberal, una modalidad habitualmente calificada de “salvaje” que, como todo argentino decente aprende desde el colegio primario, solo sirve para sembrar miseria, o afirmarse a favor de reformas destinadas a fomentar la iniciativa privada. El que la mayoría abrumadora de los legisladores haya apoyado la estatización de las AFJP y, hace apenas una semana, la estrangulación de las prepagas médicas, confirmó, si aún fuera necesario hacerlo, que la clase política nacional está decidida a borrar de una vez los vestigios que todavía quedan de los asquerosos años ’90.
Frente a esta realidad deprimente, Macri entendió que le sería inútil postularse a la presidencia de la República. Con suerte, conseguiría el 25 por ciento de los votos, pero podría terminar con mucho menos. Luego de ponerse en “stand by” por un par de días –a estos derechistas les resulta imposible abrir la boca sin soltar algunas palabras en inglés–, decidió procurar defender su propio bastión, la Capital Federal, contra los invasores kirchneristas e izquierdistas que la amenazaban. No le será fácil. Al abandonar, tal vez de forma permanente, sus aspiraciones presidenciables, Macri llamó la atención a lo precarias que son sus “estructuras” políticas y, lo que es peor aún, a su propia debilidad anímica. La situación en que el ingeniero xeneize se encuentra sería mejor si hubiera logrado consolidar su alianza incipiente con peronistas un tanto atípicos como Carlos Reutemann y Francisco de Narváez, pero no pudo ser. A Reutemann no le gusta para nada sentirse atado a nadie, mientras que De Narváez quiere congraciarse con el progresismo intelectualmente hegemónico deslizándose hacia “el centro”.
Así, pues, la mitad derecha del abanico político no contará con ningún representante formal en la contienda electoral que, siempre y cuando no haya ballottage, culminará el 23 de octubre. Todos los que quedan en carrera –la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Ricardo Alfonsín, Elisa Carrió, Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Alberto Rodríguez Saá, además de los testimoniales del trotskismo–, se expresan en una variante del dialecto progre por ser, detalle más, detalles menos, exponentes del pensamiento único nacional, esta mezcolanza sui generis de consignas nacionalistas y prejuicios de origen vagamente marxista sazonados con elementos sacados de encíclicas papales que tanto ha contribuido a hacer de la Argentina un país enigmático a ojos de los no familiarizados con sus particularidades culturales.
Es de prever que en los meses próximos los kirchneristas, con el propósito de permitirle a Cristina monopolizar los buenos sentimientos, se encarguen de difundir rumores de que diversos presidenciables, comenzando con el trío del peronismo disidente, son culpables de herejías derechistas, que Alfonsín podría llegar al extremo de pactar con Macri, un hombre que en opinión de muchos miembros de la cofradía política está ubicado en el límite extremo de lo tolerable en un país civilizado, y que incluso Carrió se ha derechizado por completo. No sorprendería demasiado que prosperaran los esfuerzos en tal sentido.
Pues bien: ¿es la Argentina un país dominado por el progresismo izquierdizante, o solo se trata de una ilusión atribuible a la retórica política que está de moda últimamente? Todo depende del significado que uno da a etiquetas como progresista y conservador, izquierdista y conservador. A juzgar por la evolución del país a partir de los comienzos del siglo pasado, en el fondo la Argentina es insólitamente conservadora, ya que se ha aferrado con tenacidad desconcertante a doctrinas y estilos de conducta que en otras latitudes solo interesan a los historiadores. A su modo, se asemeja bastante a los países musulmanes.
Como si se tratara de una especie de Parque Jurásico, en el territorio nacional cualquiera puede toparse con colonias de krausistas, setentistas, de los cuales algunos sienten nostalgia por el Restaurador de las Leyes decimonónico, y, merced al hijo de Don Raúl, ochentistas que requieren recuperar los ideales reivindicados por “el padre de la democracia”. En cuanto a los peronistas, seguidores de un caudillo que en su momento apostó al triunfo de sus correligionarios fascistas en Europa y se tomó su tiempo antes de asumir las consecuencias de su derrota, son más numerosos que los gaullistas en Francia o thatcheristas en el Reino Unido. El peronismo es un monumento a la nostalgia que, tal como ha sucedido con el comunismo, ha prolongado su vida con la ayuda de una liturgia, ritos ceremoniales y emblemas que serían más apropiados para un culto religioso.
Lo que tienen en común todos estos adherentes a credos fosilizados es su voluntad de impedir que la Argentina acompañe al resto del planeta en su viaje accidentado hacia el futuro. Tal tesitura sería comprensible si el país fuera un dechado de riqueza equitativamente repartida, vigor cultural y respeto por los derechos ajenos, pero el consenso es que no lo es en absoluto. Con todo, si bien coinciden en que el atraso –la tan mentada decadencia argentina– es preocupante y valdría la pena intentar superarlo, se resisten a actualizar sus respectivos idearios corporativistas.
De los candidatos que presuntamente aún quedan en carrera, el más resuelto a mantener el statu quo y, de resultarle posible, rebobinarlo para acercarlo a aquel de una época ya ida, es con toda seguridad la presidenta Cristina. Tanto ella como las personas que la rodean, además de sus ideólogos favoritos, parecen creer que el país se equivocó de camino a mediados del siglo pasado de suerte que le convendría volver a 1975 –o, quizás, a 1955–,
para reencontrar el paraíso perdido. ¿Es progresista dicha actitud? Desde luego que no, pero parecería que muchos integrantes de la generación que nos dio “la juventud maravillosa”, además de la dictadura militar, se niegan a reconocer que el mundo ha cambiado en las décadas últimas y que, les guste o no les guste, el país tendrá que adaptarse a circunstancias radicalmente diferentes o correr el riesgo de terminar como un asilo de ancianos prematuros. Para quienes piensan así, ser progresista supone continuar librando una y otra vez las batallas que tanto los emocionaban cuando eran estudiantes de ideas contundentes. En otras palabras, lo que tienen en mente no es una revolución sino una restauración.
Pocos días transcurren sin que se haga notar síntomas del apego de la clase política y, es de suponer, del grueso de la ciudadanía, a un pasado en buena medida mitológico. El ascenso vertiginoso de Ricardo Alfonsín se debió a su parecido físico con su padre fallecido y a los recuerdos de una etapa, que por desgracia fue breve, signada por la esperanza de que por fin la Argentina estuviera a punto de dejar atrás las antinomias letales. Otro síntoma ha sido la irrupción de los muchachos de “La Cámpora” que rinden homenaje a otro presidente cuya gestión terminó mal; valoran las esperanzas que motivó, no lo poco que efectivamente hizo. Por lo demás, la reaparición del re-reeleccionismo en San Juan hace pensar que en distintas partes del país está haciéndose sentir la voluntad de frenar el tiempo para que todo quede más o menos como es. Huelga decir que a los kirchneristas, los del “eternauta”, les encantaría que Cristina se eternizara en el poder, pero parecería que por ahora cuando menos entienden que sería mejor aguardar hasta después del trámite del 23 de octubre antes de ponerse a remediar las deficiencias de la Constitución nacional.
Aunque a primera vista no hay lugar para la derecha conservadora en la Argentina actual, la verdad es que está en todas partes, en la nebulosa peronista, en las agrupaciones de la diáspora radical, en las facciones de la izquierda revolucionaria que aún están de luto por el fracaso espectacular de todos los regímenes comunistas de otras latitudes salvo el chino, que se metamorfoseó en uno ferozmente capitalista. ¿Por qué, pues, han adoptado la mayoría de los dirigentes políticos el lenguaje propio del progresismo? Porque les permite defenderse contra quienes los juzgarían según los resultados concretos de sus aportes al país y no, como por razones evidentes preferirían, según sus intenciones.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.