El país ya estaba acostumbrado a ser rehén de la siempre convulsiva interna peronista, pero nada lo preparó para serlo de las vicisitudes de un matrimonio que, como todos salvo los conformados por celebridades mediáticas sedientas de publicidad, se resiste a compartir con el resto del mundo sus secretos hogareños. Aunque es de suponer que en términos generales Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner piensan igual, tendrán sus diferencias pero se cuidarán de ventilarlas en público. Y para colmo, ninguno de los dos tolera las conferencias de prensa en que podrían verse obligados a defender sus decisiones y aclarar sus motivos para tomarlas. Tampoco participan de debates. Por lo tanto, el régimen resultante, el “doble comando”, está entre los menos transparentes del mundo occidental.
El hermetismo extremo del núcleo duro del kirchnerismo y la escasa confiabilidad de la información estadística que suministra el Gobierno que el matrimonio maneja según pautas misteriosas plantean un desafío exasperante a los deseosos de entender lo que está sucediendo en el país. Lo mismo que los kremlinólogos de ayer que trataban de analizar la realidad soviética en base a fotos del conjunto de integrantes de turno del politburó, no tienen más alternativa que especular, de ahí la variedad de teorías destinadas a explicar el porqué de la conducta a primera vista irracional, cuando no autodestructiva, del ex presidente Néstor Kirchner que de acuerdo común es por un margen muy amplio la persona más poderosa del país y que indefectiblemente tiene la última palabra.
La mayoría da por descontado que a su manera particular Kirchner está tratando de ayudar a su mujer, de protegerla de las embestidas de los resueltos a fomentar un “clima destituyente”, o sea, suavemente golpista, para entonces desensillarla mediante manifestaciones anárquicas parecidas a las que pusieron fin a la gestión de Fernando de la Rúa o, si el panorama lo hace factible, mediante un juicio político. Es posible que estén en lo cierto quienes piensan que Kirchner quiere defender a la Presidenta de las críticas ajenas y que sus reacciones son las de cualquier marido que ve peligrar a su esposa, pero también lo es que en el fondo le guste que la popularidad de Cristina se haya ido a pique mientras que la propia se haya mantenido a flote. En tal caso, lo que estamos presenciando en un golpe palaciego invisible.
¿Por qué lo haría? Pues bien: póngase en los zapatos deslustrados de Néstor Kirchner. Desde hace 33 años está casado con una mujer que en opinión de casi todos es mucho más inteligente, más leída, más elocuente, más moderna, más atractiva, más sofisticada, más fuerte, menos provinciana que él, y que hasta mayo del 2003 era mejor conocida debido a sus proezas a veces teatrales como senadora nacional. Para colmo, sorprendería que en el transcurso de su vida matrimonial Cristina no se haya quejado con su vehemencia habitual de lo difícil que es ser una mujer en una actividad dominada por hombres y que de no haber sido por su género ella, no él, hubiera sido elegida para salvar al país del horror neoliberal.
En un mundo en que son muchos los hombres que se creen humillados si su mujer gana un poco más que ellos, sería asombroso que un personaje tan macho y tan agresivo como Néstor Kirchner no se sintiera un tanto molesto por el consenso de que Cristina fuera su superior, eso a pesar de que, luego de acumular un patrimonio envidiable, se haya desempeñado por años como gobernador de la provincia de Santa Cruz. ¿Qué haría un hombre orgulloso en tales circunstancias? Puesto que separarse de una cónyuge rutilante le supondría una humillación más porque las malas lenguas lo atribuirían a su incapacidad congénita para ponerse a su altura, aguardaría con paciencia una oportunidad para desquitarse mostrándole que cuando de hacer algo realmente importante como gobernar un país se trata, dependería por completo de la ayuda que él podría proporcionarle.
Dicha oportunidad se presentó a mediados del año pasado cuando Néstor cedió a Cristina la candidatura presidencial peronista. ¿Lo había reclamado ella? Para saber la respuesta a este interrogante y a muchos otros tendremos que aguardar la publicación de sus memorias, si es que un día se siente tentada a difundir “su verdad”. De todas maneras, el que merced a la obsecuencia de buena parte de la clase política Kirchner haya podido designarla su sucesora sin trámite institucional alguno era para él un buen modo de hacer gala de su propia autoridad y de decirle a su mujer que las condiciones difícilmente podrían serle más favorables.
Aunque Kirchner habrá entendido que en los cuatro años venideros surgirían muchos problemas engorrosos ocasionados por errores garrafales que él mismo cometió –el desguace del INDEC, el aumento explosivo del gasto público, la inflación, una crisis energética cada vez más amenazadora, además del eventual impacto del lío financiero internacional–, parecería que no le preocupaba del todo que la herencia que recibiría su esposa contendría una cantidad notable de bombas de tiempo que no tardarían en estallar. Al fin y al cabo, con una sonrisa sardónica a flor de labios habrá insistido en que para una mujer tan dotada como ella desactivarlas sería un juego de niños. No fue muy caballeresco de su parte entregarle un país al borde de una de sus periódicas crisis económicas, sociales y políticas a sabiendas de que no le sería dado criticar la actuación de su antecesor como suelen hacer los presidentes flamantes para poder obrar con mayor libertad. Y no fue propio de un estadista hacer del país un laboratorio para un experimento excéntrico emprendido por motivos oscuros y acaso personales. Con todo, puede entenderse que dicha opción le pareció justa.
Antes de instalarse en el sillón presidencial, Cristina subrayó que su llegada al poder supremo representaba un triunfo para su género, que ya se había iniciado “el siglo de las mujeres” con ella en un papel estelar. Apostaba a que su gestión previsiblemente exitosa serviría para convencer a todos de que los viejos prejuicios machistas pertenecen a un pasado lamentable y que en adelante las mujeres –ella misma, Ségolène Royal, Hillary Clinton– se encargarían de reparar los daños provocados por hombres torpes, nada solidarios y en ocasiones sanguinarios. Dio a entender que la mera presencia al mando de sus congéneres sería beneficiosa ya que lo que la Argentina, Francia y los Estados Unidos necesitaban era una dosis fuerte de las hipotéticas virtudes femeninas que los harían más pacíficos, más sensibles y más equitativos.
Por desgracia, era cuestión de una fantasía. No hay motivo alguno para suponer que las mandatarias sean más “humanas”, por decirlo así, que los mandatarios. A juzgar por la historia de nuestra especie, los frutos de sus esfuerzos suelen ser casi idénticos. Por lo demás, Ségolène pronto sería derrotada por Nicolas Sarkozy, Hillary caería ante Barak Obama y Cristina no tardaría en ver esfumarse el grueso del capital político que fue acumulado con facilidad pasmosa por su marido. El que dependa tanto de la buena voluntad de piantavotos como Luis D’Elía y Hugo Moyano nos dice todo cuanto precisamos saber acerca del berenjenal en que se encuentra antes de completar medio año como Presidenta.
Amenos que Cristina consiga recuperarse muy pronto, lo que tal y como están las cosas requeriría un auténtico milagro, el machismo criollo que tanto le desagrada se habrá anotado un triunfo que hasta el defensor más cavernario de la superioridad masculina consideraría excesivo. Lejos de mostrar que una mujer sería plenamente capaz de gobernar el país, en muy poco tiempo se las arregló para subrayar que sin un hombre a su lado se vería totalmente desbordada por los acontecimientos. Muchos imputan las dificultades que le están serruchando el piso a su falta de experiencia administrativa, lo que es una forma de decir que sería aconsejable que en adelante el electorado se limitara a optar entre gobernadores provinciales –de los que hay sólo una mujer, la fueguina Fabiana Ríos– y tal vez intendentes de ciudades grandes como la Capital Federal, Córdoba y Rosario, de suerte que sería poco probable que en el próximo futuro otra mujer tuviera la posibilidad de probar que la experiencia de Cristina no necesariamente significa que el género de quien ocupe la Casa Rosada sea un factor decisivo.
¿Hubiera sido más afortunado el comienzo de la gestión de Cristina sin la intromisión desmañada y constante de Néstor? Sólo si la Presidenta se hubiera animado a denunciar la herencia –“¡me entregó un país en llamas!”– y emprender un rumbo muy distinto del fijado por su marido. Al elegir actuar como su subordinada leal, permitiéndole nombrar medio Gabinete y manejar la economía a su antojo, Cristina no sólo se comprometió con un “modelo” que ya manifestaba señales de agotamiento sino también dejó saber que su retórica feminista era hueca. A juicio de la mayoría, el auténtico jefe sigue siendo Néstor Kirchner y el rol que cumple Cristina sigue siendo el de una primera dama sui géneris. Para un hombre harto de vivir a la sombra de una esposa más prestigiosa, poner las cosas en su lugar de forma tan patente, y en un lapso tan breve, habrá sido una venganza perfecta.