Abrumados por los resultados de la megaencuesta que se celebró en todo el territorio nacional casi dos semanas atrás, los caciques opositores aún no se han recuperado de su estupor. ¿Cómo es posible –se preguntan– que Cristina se haya apropiado de la mitad de los votos, dejándonos compartir, de forma maliciosamente igualitaria, los sobrantes? ¿Dónde están nuestros indios? Se sienten abandonados, incomprendidos, humillados por el pueblo. Con toda seguridad, muchos comparten la opinión del oligarca rural Hugo Biolcati de que fueron víctimas de una combinación perversa de plasma y Tinelli, pero no se animan a decirlo ya que hay que respetar la voluntad popular a menos que el beneficiado por sus favores sea un “neoliberal” como el Carlos Menem de tiempos ya idos.
Algunos culpan a los candidatos, tan flojos ellos, tan poco carismáticos. Otros, más generosos, dicen creer que tuvo algo que ver con lo difícil que les es comunicarse con la gente. Y los hay que atribuyen lo ocurrido a lo que la jueza María Servini de Cubría califica de “picardías” oficialistas. Un opositor, el trotskista que se hace llamar Jorge Altamira, pudo felicitarse por lo que sucedió aquel domingo terrible; desde su punto de vista, el que el 2,48 por ciento de los sufragios hayan llevado su nombre sí fue motivo de festejos. Otro hombre de izquierda, si bien de una variante menos truculenta que la de Altamira, el socialista santafesino Hermes Binner, también hizo gala de cierto optimismo; tomó su 10,26 por ciento por una señal de que le tocaría encabezar una gran coalición progre que, andando el tiempo, se erigiría en una alternativa genuina al kirchnerismo entre maternal y rabiosamente combativo capitaneado por Cristina. Es una posibilidad, pero antes le será necesario formar un partido o coalición de alcance nacional, una empresa que podría mantenerlo ocupado durante décadas.
En la Argentina abundan arquitectos políticos que son capaces de diseñar edificios partidarios de apariencia imponente pero que, una vez construidos, se desmoronan dejando nada más que escombros. El puntano Rodríguez Saá, que para envidia de sus rivales logró defender su propio feudo contra los invasores kirchneristas, da a entender que a su juicio el 8,17 por ciento que consiguió fue promisorio, lo que fue una mala noticia para Eduardo Duhalde (12 por ciento y pico) que lamenta no haber logrado sumarlo a su proyecto particular. En cambio, no han podido encontrar consuelo Elisa Carrió, que apenas aventajó a Altamira y por lo tanto se va al descenso, y el radical Ricardo Alfonsín, que para desazón de sus correligionarios y júbilo de los kirchneristas sólo logró empatar con el excaudillo de Lomas de Zamora. Hasta hace muy poco, Alfonsín confiaba en que los votantes, indignados por los escándalos protagonizados por kirchneristas emblemáticos, estarían dispuestos a apoyar a un candidato de perfil afín a aquel de su padre. Ya no: lo suyo fue solo una ilusión. Muchos correligionarios que se han dado cuenta de que no está por repetirse el milagro de 1983 ya están alejándose del hijo de don Raúl. En circunstancias como las actuales, lo lógico sería que los perdedores diesen el consabido paso al costado, pero los votos opositores fueron repartidos de manera tal que nadie tiene derecho a afirmarse ni siquiera el ganador moral. Para colmo, las leyes electorales que se han confeccionado están llenas de trampas para quienes quisieran barajar y dar de nuevo. Aunque parecería que Lilita ha tirado la toalla luego de recibir un baldazo de agua helada, los otros contrincantes son reacios a abandonar la carrera aun cuando se hayan resignado a que el 23 de octubre Cristina triunfe por un margen apoteósico, perspectiva esta que tiene a muchos sumamente preocupados.
Huelga decir que el clima lúgubre que se ha apoderado de las diversas facciones opositoras ayudará a la Presidenta que estará pensando más en romper algunos récords históricos que en la posibilidad de que ocurra algo realmente tremendo que sirva para modificar el panorama onírico que fue desvelado por las primarias. No tiene por qué inquietarse: a esta altura, incluso una crisis económica fenomenal que hiciera estallar el sacrosanto “modelo” le permitiría ganar más votos a expensas de una oposición aturdida aunque, claro está, haría de su segundo período en el poder una pesadilla. Mientras tanto, podrá disfrutar su propia popularidad y, temen sus adversarios, pensar en cómo incomodar todavía más a quienes se niegan a desempeñar los papeles indicados en su relato.
Por ser la Argentina un país de consensos hegemónicos sucesivos en que los comprometidos con el de turno suelen tratar a sus críticos como traidores a la patria o, cuando menos, como enemigos de la democracia, destituyentes miserables que deberían mantener bien cerrada la boca, muchos prevén que la Presidenta y sus laderos aprovechen su buen momento para imponer un régimen decididamente autoritario que se encargue de castigarlos, siguiendo el camino elegido por el amigo Hugo Chávez. Puede que a Cristina misma no le atraiga demasiado la idea de integrar el lote de gobernantes nada democráticos, pero no cabe duda de que en su entorno hay muchas personas a las que les encantaría emprender una aventura de dicho tipo. En tal caso, la oposición se encontraría en una situación parecida a la que se dio en la fase inicial del peronismo y en los primeros años del Proceso militar cuando, no lo olvidemos, los partidos políticos estaban tan desprestigiados que a pocos les interesaban las opiniones de sus dirigentes.
En una democracia, perder una batalla nunca supone perder una guerra. Ninguna hegemonía es eterna. Por lo demás, los triunfos arrolladores, como el que tantos creen que Cristina se anotará dentro de dos meses, suelen contener las semillas de derrotas futuras. Lo mismo que atletas que no se sienten constreñidos a esforzarse porque sus rivales les parecen irrisoriamente inferiores, los gobiernos elegidos por una mayoría impresionante pueden resultar mucho más fofos que los que apenas contaron con los votos suficientes como para permitirles asumir el poder.
Con todo, si bien el gobierno de Cristina dista de ser tan fuerte como haría pensar su capacidad para coleccionar votos, la Argentina es a lo sumo una democracia a medias porque a su versión del sistema así denominado le falta una parte imprescindible: una oposición coherente que está en condiciones de controlar debidamente al Gobierno. Lo que es peor aún, por estar Cristina rodeada de obsecuentes que aplauden todas sus ocurrencias, se asemeja a una trapecista obligada a ganarse la vida en un circo tan pobre que ni siquiera posee redes de seguridad. El gran problema que enfrenta el país político no es que la Presidenta tenga ideas raras, que sea autoritaria por naturaleza, que le importen poco los quehaceres administrativos o que propenda a tolerar la corrupción de integrantes de su entorno. Todo lo cual puede ser cierto, pero sucede que a diferencia de los mandatarios de países mejor organizados, Cristina no se ve obligada a convivir con un sistema institucional firme que, en última instancia, le serviría de soporte. Tiene forzosamente que improvisar o depender de los consejos de cortesanos que están más interesados en congraciarse con ella que en asegurar que su gestión sea lo más eficiente posible. Es mucho pedir a una sola persona, por dotada que fuera. Ya es demasiado tarde para que los líderes opositores depuren sus filas sobrepobladas para que queden uno o dos. Debieron haberlo hecho hace años. También lo es para que elaboren ofertas a un tiempo atractivas y realistas que podrían merecer la confianza de los muchos que temen que un nuevo gobierno los privara de la ayuda económica, que puede ser clientelista y discriminatoria pero es lo único que los separa de la indigencia. Así y todo, luego del mazazo que les han supuesto las primarias, podrían empezar a tomar más en serio el papel de la oposición en el distorsionado y sumamente deficiente sistema político nacional.
En el corto plazo, y es muy corto, los líderes opositores se han propuesto concentrarse en impedir que los kirchneristas dominen por completo el Congreso. Saben que no les será fácil. Aún cuando de resultas de las elecciones definitorias el Gobierno no alcanzara el tan deseado quórum propio en la Cámara de Diputados, podría remediar la deficiencia seduciendo a una cantidad suficiente de opositores para convertirlos en oficialistas fieles. Además de los premios económicos y laborales que se usan para tentar a legisladores de convicciones y lealtades partidarias flexibles, el Gobierno contará que el poder psicológico que le brindaría la sensación de que “el pueblo” se ha hecho tan kirchnerista que oponerse a Cristina equivale a oponerse al país. Conscientes del riesgo así supuesto, dirigentes opositores advierten sobre lo peligroso que sería que el Gobierno termine acumulando tanto poder –para más señas, poder verticalista, manejado a discreción por la Presidenta– que después de diciembre pueda obrar a su antojo, pero puesto que hasta ahora el grueso del electorado no ha manifestado el menor atisbo de interés en los aburridos temas institucionales, sorprendería que en octubre muchos votantes optaran por cortar las boletas para homenajear a Cristina y repudiar a quienes figuran en sus listas.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.