Nursultán Abishulí Nazarbayev pertenece a esa camada de burócratas que llegaron al poder en la etapa final de la era soviética, se reciclaron al poscomunismo y eternizaron sus liderazgos como genuinos autócratas, aunque legitimados por las periódicas votaciones de una democracia adulterada.
Igual que el uzbeco Islam Karimov, el kirguizio Askar Akayev, el tadjiko Imomalí Rahmonov y el ya muerto líder turkmeno Saparmurad Niyazov, el presidente de Kazajstán ha obtenido triunfos aplastantes en todas las elecciones que afrontó desde principios de los noventa; regla confirmada en la elección de la semana pasada, que lo reeligió con el 88 por ciento de los votos. Una cifra módica si se tiene en cuenta el casi cien por ciento logrado por su partido Nur Otan, que en lengua kazaja significa “luz de la patria”, en los comicios legislativos que otorgaron la mayoría que instaló la reelección indefinida, en una asamblea en la que, de cien diputados, sólo uno votó en contra.
Lo mismo que en todas las anteriores elecciones, la escuálida oposición representada por el Partido Nacional Socialdemócrata y por el Ak Zhol (que en kazajo quiere decir sendero luminoso, aunque no tiene vínculos con la guerrilla peruana), denunció un fraude casi tan grande como el tamaño de la victoria oficialista. En este último comicio, el líder senderista Burijá Nurmujamedov dijo que su partido obtuvo por lo menos el doce por ciento de los votos, mientras que las cifras oficiales le atribuyen sólo el 3,27, un punto porcentual menos de lo que según el gobierno sacaron los socialdemócratas.
Lo curioso y a la vez significativo, es que el gobierno cometa fraude en elecciones en las que lo mismo gana. En definitiva nadie ha puesto jamás en duda un triunfo oficialista aunque estén tan a la vista las maniobras fraudulentas que amplifican el resultado hasta lo absurdo, extraño vicio que practican todos los autócratas centroasiáticos.
El modelo. El capitalismo corporativo, el clientelismo político y el manejo del aparato estatal sin ningún tipo de controles, convierten de hecho a la reelección indefinida en presidencia vitalicia. Si a esto se suma que, por los altos precios internacionales del crudo y del gas, Kazajstán es uno de los países con crecimiento económico garantizado, es fácil deducir que el resultado de la ecuación electoral jamás puede ser desfavorable a quien ocupe el poder, sea quien fuere.
Bien lo sabe Nusurltán Abishulí Nazarbayev, un ingeniero metalúrgico que en los ochenta escaló hasta la cima de la nomenclatura en su república, por entonces soviética. Como todos los aparatchik de su tiempo, manejó arbitrariamente los recursos estatales y la estructura local de poder; y al desaparecer la URSS convirtió el Partido Comunista en un aparato hegemónico garantizando la continuidad del régimen de partido único, pero con otra ideología y con apariencia de pluralismo democrático.
En Alma Ata, la capital, logró negociar favorablemente con Rusia y las potencias de Occidente porque, al desintegrarse la Unión Soviética, el mundo descubrió azorado la existencia de un país musulmán llamado Kazajstán con misiles atómicos suficientes como para borrar del mapa a Europa. Y el líder kazajo supo sacar provecho de esa negociación para traspasar ojivas y proyectiles a Rusia.
El extraño vicio de ser fraudulento aún cuando resulta innecesario cometer fraude, se explica por la ausencia de cultura democrática en la sociedad y por la megalomanía de sus líderes. El mismo caso de los déspotas del Oriente Medio y sus autocracias plebiscitarias, como el ya desaparecido presidente sirio Hafez el-Assad, que lograba en cada referéndum para continuar en el cargo cifras no menores al 99,8 por ciento de los sufragios; igual que su colega baasista iraquí Saddam Hussein.
¿Por qué inflan los resultados si lo mismo ganan con márgenes holgados? Sencillamente porque sus pueblos sin cultura democrática y sus estados sin controles lo permiten; y también para satisfacer un ego tan desopilante que les impide percibir que, en buena parte del planeta, sus oceánicas victorias resultan hasta ridículas y caricaturescas.
En América Latina, donde la cultura democrática es tenue y por eso al Estado de derecho no le sobran anticuerpos para defenderse de las infecciones despóticas, el poder suele oscilar entre oligarquías reaccionarias y liderazgos personalistas. Estos últimos pueden ser abiertamente conservadores, populistas o proclamarse revolucionarios (incluso serlo en alguna medida), pero se basan en un principio monárquico que Cardin Le Bret resumía afirmando que “el poder es tan divisible como el punto de la geometría”.
Usan trajes institucionales de apariencia republicana pero se inspiran, aunque jamás vayan a confesarlo, en los autócratas de Rusia y su periferia, incluido el espacio centroasiático donde reinan los especimenes como Nazarbayev.
El caso regional. Obviamente, el caso latinoamericano actual más explícito es el de Hugo Rafael Chávez Frías impulsando la reforma de la constitución bolivariana para incluir en ella la reelección indefinida, además de una nebulosa redefinición de los tipos de propiedad.
Al igual que Karimov, Nazarbayev, Niyazov y Rahomonv, además de algunos ejemplares eslavos como el bielorruso Alexander Lukashenko, el exuberante líder caribeño gana todas elecciones y plebiscitos, pero a diferencia de ellos, no adultera mediante el fraude los resultados, sino que acepta ventajas que siempre son muy amplias porque alcanzan y superan el sesenta por ciento, pero resultan humildes si se las compara con las que dibujan sus pares centroasiáticos.
Lo que explica esta diferencia que distingue al presidente venezolano es, entre otras cosas, la mayor cultura democrática de su país, donde el Estado de derecho ha regido por más tiempo y en mejores condiciones que en buena parte de Latinoamérica, en contraposición con los rincones del planeta donde jamás hubo democracia.
Otra diferencia del líder bolivariano respecto a sus modelos es que éstos jamás hablan de socialismo, dado que sus pueblos vienen del totalitarismo comunista. Y también que Chávez todavía no ha escrito autobiografías de lectura obligatoria en las escuelas, ni hizo filmar películas sobre su propia vida para que cada dos por tres sea emitida en la televisión; así como tampoco ha erigido inmensas estatuas con su propia imagen en las plazas de todas las ciudades.
Un punto más en el que no hay coincidencia es que los autócratas de la periferia rusa jamás osarían proyectarse más allá de las fronteras de sus respectivos países, mientras que el coronel que habita el Palacio de Miraflores financia con fondos públicos la regionalización de su liderazgo, aunque semejante osadía tiene antecedentes en ese país caribeño. El más cercano en el tiempo es Carlos Andrés Pérez, quién terminó juzgado y condenado por haber financiado con petrodólares la campaña presidencial de Violeta Chamorro en Nicaragua.
Sin embargo, Chávez se asemeja a los autócratas centroasiáticos en el modelo estatista con capitalismo corporativo, obviamente en el carácter personalista y paternalista del liderazgo, y también en la ausencia de controles sobre su poder y su gobierno, punto de partida de la corrupción en gran escala.
Además, igual que el líder de Kazajstán, su momento histórico está bendecido por los precios internacionales del crudo en alturas estratosféricas, a lo que se suma el carácter estratégico que ha adquirido el gas por la crisis energética que se abate sobre las economías emergentes, en estos inéditos tiempos de crecimiento económico mundial.
La re-re. Pero entre lo más significativo de lo que tienen en común el líder venezolano y sus modelos eslavos y centroasiáticos, está el hecho de llamar “reelección indefinida” a lo que ellos saben bien que es “presidencia vitalicia”. Y lo saben porque, en determinadas circunstancias, la posibilidad de postularse indefinidamente equivale de manera inequívoca a ejercer el poder en forma vitalicia o hasta que el hartazgo, la decrepitud o la demencia senil, como en el caso del tunecino Habib Burgiba, lo permitan.
Incluso en circunstancias normales las sociedades de Occidente reeligen en varias ocasiones a un mismo gobierno, por mediocre que sea, si no interfiere un estrepitoso fracaso o una crisis económica de grandes magnitudes; mientras que en Latinoamérica se tolera hasta la corrupción y la arbitrariedad de los gobernantes, en tanto y en cuanto sus gestiones sean medianamente aceptables o la economía mache viento en popa.
Si a esas debilidades de la cultura política se agrega la construcción exitosa de un modelo hegemónico haciendo pié sobre políticas sociales que, aunque clientelistas y de adoctrinamiento, contrastan con la insensibilidad social de los gobiernos conservadores, la fórmula del poder eterno cierra a la perfección.
El supremo. En América Latina, el poder personalista vitalicio se justifica presentando al autócrata como un libertador fundacional, que ha llegado para imponer justicia y restaurar la dignidad pisoteada por poderes foráneos y sus lacayos internos.
En esta fórmula hay elementos indudablemente reales; el problema es que se utiliza para justificar todos los errores, corrupciones y crisis que ocurran como producto de diabólicas maquinaciones ejecutadas por esos enemigos de afuera y de adentro. Tal vez una diferencia de grado con los autócratas centroasiáticos, quienes se mistifican como creadores de la nación aunque éstas tengan miles de años de existencia. Como Saparmurad Niyazov, que se autotituló el “turkmenbashí”, o sea el padre de los turkmenos. Y como el prócer viviente de los kazajos, Nursultán Abishulí Nazarbayev.
*Politólogo