Ya lo sabemos: Cristina arrasará. Lo que no sabemos es qué hará la Presidenta con la montaña de votos que el electorado está por regalarle. ¿Procurará ser Cristina la Estadista, la Presidenta de la gran reconciliación nacional que se dedique a preparar el país para enfrentar los desafíos que con toda seguridad le tienen reservados los años próximos, privilegiando por fin la educación e intentando reparar las raquíticas instituciones políticas y sociales? ¿U optará por ser Cristina la Vengadora, la jefa de una banda de setentistas exaltados que, no bien terminado el engorroso trámite electoral, se ponga a aprovechar el poder recién reforzado para “profundizar el modelo” saqueando a quienes aún tienen algo que perder y ocupando todos los espacios gubernamentales y burocráticos disponibles so pretexto de estar castigando a los responsables de más de medio siglo de decadencia?
Como siempre ha sido el caso con Cristina, las señales son ambiguas. Es verdad que últimamente ha moderado su retórica; sus discursos ya no son tan incendiarios como eran algún tiempo atrás y en ocasiones alude a la importancia del diálogo. Parece menos enojada, más segura de sí misma. Hace poco, trató bien a los oligarcas chacareros, lo que podría tomarse por evidencia de que les ha perdonado su rebelión ruidosa contra aquellas retenciones móviles que tanto la perjudicó a comienzos de su reinado. Quienes esperan ver triunfar a Cristina la Estadista, la dama del bronce, se aferran a tales detalles ya que a su juicio significan que los temores de los que nos advierten sobre el tsunami de intolerancia, prepotencia oficialista, corrupción institucionalizada y excentricidad económica que ven acercándose son grotescamente exagerados.
Pero a veces asoma la Vengadora, la Cristina que no vacila en defender, con cariño maternal, al patotero más notorio del país, el ministro de Economía de facto Guillermo Moreno –el de jure, el rockero Amado Boudou, está en otra cosa–, afirmando que es una buena persona que “cumple sus funciones”, de las que una, según parece, consiste en romper la cabeza de cualquier militante opositor que tenga la mala suerte de cruzársele en el camino. Al hablar así, en vísperas de las elecciones que confía en ganar por un margen ridículo, la dueña de los destinos de la República informaba a sus partidarios de mentalidad totalitaria que la violencia física es legítima con tal que se dirija contra quienes se niegan a sumarse al kirchnerismo.
Dadas las circunstancias, no es un mensaje muy tranquilizador. Aunque es poco probable que Cristina se haya propuesto encabezar un gobierno que, por el matonismo de sus integrantes aunque no por sus pretensiones ideológicas, haga recordar el de Isabelita y José López Rega, a menos que discipline a sus huestes, comenzando con Moreno, podría asegurarse un lugar nada envidiable en la historia del país.
Por cierto, no será con eso en mente que, según se prevé, más de la mitad votará a favor de Cristina y en contra de los atrapados en lo que Eduardo Duhalde llama “la bolsa de gatos” opositora. Lo que quiere la mayoría coyuntural es que el statu quo se prolongue algunos años más, que la economía siga creciendo a un buen ritmo y que hasta nuevo aviso haya empleos o, en su ausencia, subsidios para casi todos. Se tratará, pues, de un voto continuista, pero sucede que nadie, ni siquiera quienes dicen estar al tanto de lo que está ocurriendo en el hermético círculo íntimo de Cristina, parece saber muy bien cómo será la próxima fase de su gestión, acaso porque la Presidenta misma no lo sabe tampoco. Miope por principio, ya que lo del largo plazo es para los agoreros, el Gobierno es como un kamikaze que, creyéndose blindado por un relato épico, se tira contra todos los obstáculos en su camino sin preocuparse demasiado por las eventuales consecuencias para sí mismo o para los demás. Hasta ahora, no le ha ido nada mal, pero no hay ninguna garantía de que la suerte siga sonriéndole por cuatro años más.
Si la Argentina fuera otro país, el que la Presidenta se viera reelegida por una mayoría cómoda no preocuparía a sus adversarios. Al fin y al cabo, en la ronda final de las elecciones francesas de 2002, Jacques Chirac consiguió más del 82 por ciento de los votos frente al apenas 17 por ciento de su rival, pero nadie supuso que el apoyo plebiscitario así manifestado le permitiría erigirse en una especie de dictador. Por ser Francia una democracia madura, tanto el propio Chirac como sus adherentes entendían muy bien que les sería necesario respetar todas las reglas, incluyendo a algunas no escritas, y que, de todos modos, andando el tiempo la oposición lograría recuperarse del chasco que le supuso la aparición inesperada de Jean-Marie Le Pen como alternativa al mandatario, de suerte que no les convendría tratar de sacar demasiado provecho de la mayoría aplastante que acababa de conseguir. En cambio, en la Argentina muchos dan por descontado que una mayoría llamativamente menor que la obtenida por Chirac será más que suficiente como para brindar a Cristina la oportunidad para inaugurar un período larguísimo de hegemonía casi absoluta; aquí la cultura política es aún un tanto rudimentaria, las inhibiciones personales son débiles y los límites institucionales son sumamente flexibles.
Con la presunta excepción de aquellos opositores desconcertados que no dan pie con bola, a los políticos les encanta estar en campaña. Será por este motivo, y también porque, como Néstor Kirchner entendía, un presidente cuyo mandato terminará inexorablemente dentro de cuatro años miserables será desde el día de la reelección un “pato rengo” rodeado de traidores resueltos a cazarlo, que, para alarma de la oposición, ciertos oficialistas ya están fantaseando con una nueva reforma constitucional para que contemos con la presencia de Cristina en la Casa Rosada por varias décadas más. Según los asustadizos, planean ocultar el reeleccionismo hiperpresidencialista en un paquete parlamentista que, en teoría por lo menos, pondría fin a la tradición de caudillismos rotativos que tanto ha contribuido a la degeneración política, pero que en verdad serviría para aumentar todavía más el poder de la Líder Máxima.
Es poco probable que quienes piensan así tengan éxito, pero sería sorprendente que no lo intentaran. En todas partes, el poder propende a expandirse hasta chocar contra límites infranqueables; en las democracias consolidadas, la conciencia de que dichos límites son rígidos basta como para frenar a los ambiciosos, pero en la Argentina la tentación de superarlos puede resultar irresistible, de ahí la sospecha difundida de que el año que viene verá una campaña furibunda en tal sentido.
Bien que mal, por un rato todo dependerá de la voluntad de Cristina. No es una situación agradable ni para la Presidenta ni para el país. A diferencia de los mandatarios de democracias en que las instituciones son robustas, la Presidenta no puede apoyarse en equipos profesionales; su lugar fue usurpado hace muchos años por personajes ducho en el arte de vivir de la militancia política. Comandante en jefe de un ejército de obsecuentes que sólo quieren congraciarse con ella y, frente a una oposición penosamente fragmentada, desorganizada y desmoralizada, en su hora de triunfo debería inquietarle la proximidad ominosa de una tormenta económica de proporciones gigantescas contra la que tendría que luchar sin aliados genuinos. Sería poco realista suponer que la Argentina, blindada por “el modelo” que fue improvisado por su marido fallecido en base a lo heredado de Duhalde y Roberto Lavagna, podrá salir ilesa de una eventual implosión del euro, una depresión en los Estados Unidos y la ralentización abrupta de Brasil y de la no tan poderosa locomotora china. Si bien el país cuenta con la ventaja de que a partir de los años noventa virtualmente nadie se ha animado a prestarle dinero y por lo tanto está acostumbrado al aislamiento financiero, y que de resultas de los ajustes salvajes que siguieron al colapso de la convertibilidad y el default festivo las expectativas son decididamente modestas, una reducción repentina de los ingresos reportados por las exportaciones de los productos del campo no podría sino tener un impacto muy doloroso. Aunque fiel a su costumbre, Cristina y Boudou culparían al “mundo” por las penurias locales, éstas no tardarían en incidir en el estado de ánimo de quienes actualmente confían en que, gracias a la magia kirchnerista, el país ha dejado atrás la era en que etapas de bonanza consumista se alternaban con bajones traumáticos.
Puede que nada de eso ocurra, que a pesar de los pronósticos lúgubres de los agoreros Europa y los Estados Unidos se salven, Brasil se recupere pronto y que China siga su marcha ascendente, pero tal y como están las cosas le convendría al gobierno de Cristina prepararse para una etapa que sea mucho más difícil que las anteriores, una en que le resulte necesario ajustar, con perdón de la palabra, dejar de tratar la inflación como un fenómeno meramente psicológico, y cuidar el gasto público. Por supuesto, no le sería del todo fácil combinar cierto grado de austeridad con el previsible triunfalismo postelectoral, pero la experiencia de 2009 debería haberle enseñado que los malos tiempos económicos inciden de mil maneras en las preferencias políticas de la gente, alentándola a buscar alternativas en los lugares menos sospechados.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.