Reclamar que de una vez los responsables de tales cosas reparen el baño del colegio o que por fin terminen de pintar una pared no es lo mismo que pedir la creación inmediata de un universo mejor. Aunque algunos de los estudiantes que están detrás de la toma de escuelas porteñas que empezó hace un mes quisieran dar a su activismo una dimensión épica, por lo pronto sus exigencias han sido llamativamente modestas. Por cierto, no tienen nada que ver con las demandas líricas y fantasiosas, si bien perentorias, que hicieron los protagonistas de la rebelión estudiantil más célebre de todos los tiempos, la que en 1968 conmocionó a París primero, donde hirió de muerte al gobierno de Charles de Gaulle, y después se extendió a ciudades en el resto del mundo.
Las aspiraciones de quienes se han plegado a la campaña de los alumnos secundarios de la Capital Federal contra el statu quo educativo son menos ambiciosas. Como miembros de un consorcio de vecinos que, hartos de pelear con un portero mentiroso y haragán, un buen día estallan de ira, miles se han puesto en pie de guerra, ocupando edificios, organizando manifestaciones callejeras con las consignas agraviantes que son de rigor en estas ocasiones y negociando, con la intransigencia propia de militantes embrionarios, con el ministro de Educación porteño, Esteban Bullrich, acusándolo de no hacer lo suficiente como para asegurar que las escuelas de su distrito sean debidamente refaccionadas. Funcionario pragmático, Bullrich procuró apaciguar a sus interlocutores jóvenes entregándoles un plan de obras que, juró, se llevaría a cabo en el plazo previsto.
Huelga decir que fracasó el intento del ministro de congraciarse con los jóvenes tratándolos como iguales, actitud que, dicho sea de paso, hubiera parecido excéntrica a nuestros antepasados porque creían que deberían respetarse lo que imaginaban eran las jerarquías naturales en que un ministro de Educación tendría derecho a hacer valer su autoridad frente a menores díscolos. A juicio de los alumnos más severos, lo que propuso Bullrich fue “un chiste”, de suerte que “la lucha continúa”. ¿Hasta cuándo? Si sólo fuera cuestión de apurar los arreglos edilicios que han sido demorados por años, prometer más becas y así por el estilo, encontrar una solución definitiva no sería demasiado difícil, pero desgraciadamente para el gobierno de Mauricio Macri, parecería que la agitación estudiantil ya ha cobrado vida propia y que “la lucha” se ha transformado en un fin en sí mismo. Es lo que creen los estrategas del enjambre de agrupaciones supuestamente de izquierda que siempre están buscando oportunidades para recordarnos de su existencia: el Partido Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas, el Movimiento Socialista de Trabajadores, y Proyecto Sur ya han participado gozosamente de las movilizaciones que se han celebrado. No tardarán en sumarse los muchachos de Quebracho.
También están al acecho los kirchneristas. Aunque el ministro de Educación nacional, Alberto Sileoni, les recomendó a los chicos volver a las clases, el de Trabajo, Carlos Tomada, se las ingenió para convencerse de que estaba en marcha una nueva epopeya. “Acá –dijo– hay jóvenes rebeldes que defienden lo público. Esos son los jóvenes que le dieron sentido al peronismo” (hazaña esta que ni siquiera el mismísimo general pudo concretar), como si lo que realmente quisieran hacer todos aquellos estudiantes secundarios y sus aliados circunstanciales fuera encolumnarse bulliciosamente detrás del gobierno de Cristina y su consorte. Puede que algunos sí hayan optado por el kirchnerismo, aunque sólo fuera por hostilidad hacia Macri, pero sorprendería que muchos se sintieran entusiasmados por “el modelo” intrínsecamente corrupto y cada vez más autoritario que los santacruceños coléricos dicen estar resueltos a consolidar con la ayuda del camionero revolucionario Hugo Moyano.
Para Macri, se trata de un dolor de cabeza más. A ningún político moderno le conviene verse en el papel de enemigo emblemático de los jóvenes, y Macri siempre ha procurado brindar la impresión de ser un dechado de vigor deportivo, de ser un personaje menos acartonado que la mayoría de sus rivales y por lo tanto merecedor del apoyo de quienes sueñan con una Argentina diferente. Por ahora, el que los alumnos de colegios secundarios hayan estado haciendo su aporte al habitual aquelarre porteño, emulando a su manera a los piqueteros, sindicalistas, taxistas, colectiveros y otros que periódicamente deciden hacerles la vida imposible a los demás, no parece haberlo perjudicado mucho, pero a menos que tenga cuidado podría verse frente a una rebelión juvenil en escala un tanto mayor que, entre otras cosas, echaría dudas sobre su capacidad para asegurar el mínimo imprescindible de gobernabilidad. Puesto que los Kirchner entienden que para conservar el poder que han construido a partir de mayo del 2003 les es imperativo llamar la atención de la ciudadanía a las deficiencias en tal sentido de todos sus rivales, sus operadores seguirán atizando los fuegos que surgen en la Capital para después atribuirlos a la debilidad de Macri.
Mal que le pese al jefe del Gobierno porteño, es factible que lo que comenzó como una protesta razonable y comprensible contra la desidia oficial que se ve reflejada en la condición destartalada de tantas escuelas, además del estado nada satisfactorio del sistema educativo nacional, se metamorfosee en algo mucho más ominoso. Abundan las señales de que, una vez más, la internacional de los jóvenes estén alistándose para una de sus rebeliones esporádicas contra los mayores por haberle legado un mundo que no está a la altura de sus expectativas. Tanto aquí como en muchas otras partes del planeta, los adolescentes tienen motivos de sobra para sentirse frustrados por los cambios que están dándose sin que nadie pueda explicarles lo que está ocurriendo. Intuyen que el mundo que les espera será muy distinto del previsto por sus padres y docentes y, con realismo, temen que la mayoría encuentre nunca un lugar aceptable en el “mercado laboral”.
Hoy en día, todos los sistemas educativos del mundo privilegian lo vocacional, dando prioridad a la preparación de los jóvenes para que puedan desempeñar tareas económicamente significantes, mientras que los avances incesantes de la tecnología y la globalización, o sea, la entrada estrepitosa en el sistema capitalista de casi tres mil millones de chinos e indios, muchos de ellos muy pero muy aplicados, están eliminando un sinnúmero de empleos que hasta hace apenas una década garantizaban un ingreso más que respetable. En América del Norte y Europa, aumenta todos los años la cantidad de “expulsados”, personas honestas y capaces que, luego de haberse acostumbrado a un buen salario a cambio de sus esfuerzos, han visto truncada una carrera que antes les pareció promisoria y que han tenido que conformarse con un trabajo a su juicio humilde pésimamente remunerado o, peor aún, con vivir de sus ahorros hasta que se agoten y entonces depender de la caridad pública.
La crisis financiera internacional más reciente ha agravado mucho la situación en que se encuentran jóvenes que, luego de coleccionar diplomas de todo tipo –secundario completo, universidad, estudios posgrados, etcétera–, descubren que a nadie le interesa contratarlos, a menos que sea para una pasantía. En los países aún prósperos del sur de Europa –España, Italia, Grecia y Portugal–, quienes perciben a lo sumo un salario mínimo a pesar de estar en teoría calificados para mucho más ya se cuentan por millones. Merced a lo que todavía queda del Estado benefactor, parecen haberse resignado a su destino decepcionante, pero su paciencia tendrá límites. No extrañaría en absoluto, pues, que en Europa pronto se produjeran “estallidos sociales” protagonizados por jóvenes que se sienten cruelmente defraudados por sus mayores.
En otros tiempos, la ira de una generación que, según las pautas actuales, está bien instruida, pero que así y todo se cree condenada a la virtual marginación por ser tan deprimentes las “salidas laborales” disponibles, hubiera brindado a la izquierda una gran oportunidad para ensayar una nueva revolución. En los que corren, dicha alternativa sólo atrae a los más ingenuos que se niegan a reconocer que fueron miserables los resultados conseguidos, en base a sacrificios humanos enormes, por los regímenes de tal especie.
Aunque los líderes estudiantiles locales que fueron consultados por Gustavo Ajzenman para Perfil se afirmaron admiradores de asesinos seriales revolucionarios como Lenin, Trotsky y Ernesto “Che” Guevara –por fortuna, el igualmente sanguinario nacionalista y socialista Hitler no suele figurar en la lista de elegidos–, no hay por qué temer que aquellos “jóvenes rebeldes” que aplaudió Tomada estén pensando en emular a los rusos liquidando a una parte sustancial de la población argentina por considerarla superflua o en seguir el consejo del “Che” y hacer de la Argentina un simulacro de Vietnam en tiempos de guerra. Al fin y al cabo, desde que el mundo es mundo, es normal que los adolescentes se sientan fascinados por “héroes” genocidas. También lo es que muchos quieran ser tomados por rebeldes natos. Por supuesto que en una época como la nuestra, una en que casi todos comparten la misma aspiración, el que hasta los más conformistas se crean rebeldes es otro motivo de frustración para jóvenes que están resueltos a destacarse.