No hay nada más previsible que la muerte, pero su llegada casi siempre sorprende. Como tantos otros que, convencidos de que el tiempo les sería generoso, se habían acostumbrado a un tren de vida frenético, Néstor Kirchner se creía capaz de desafiarla. Aun cuando una serie ominosa de preinfartos le advertía que se ponía cada vez más cerca, que le pisaba los talones y que por lo tanto se debía a sí mismo y al país cuidarse, siguió mofándose de las advertencias de los médicos y los consejos de su esposa. Pareció tomar la muerte por un rival político molesto más a quien le sería dado domesticar. Hasta que, en El Calafate el miércoles a las 9.15, lo derrotó de manera fulminante, la enfrentaba de la misma manera, reaccionando ante reveses como el supuesto por aquel accidente cardiovascular del 11 de septiembre pasado doblando la apuesta.
Por ser la Argentina el país que es, al morir Néstor Kirchner terminó abruptamente una etapa sin que por eso haya comenzado la siguiente. Lo que le espera es un interregno de duración y desenlace inciertos, uno en que, luego de recuperarse del choque que acaban de experimentar, todos, desde los jefes partidarios más encumbrados hasta los ciudadanos más humildes, procurarán reacomodarse, aunque sólo fuera emotivamente, para hacer frente a circunstancias nuevas. Tendrán que hacerlo con rapidez. Si bien según los datos disponibles la economía está expandiéndose a un ritmo “chino”, también está cobrando fuerza la inflación, planteando el riesgo de que el boom de consumo que está en marcha se vea seguido por otra crisis financiera mayúscula.
Al difundirse la noticia del fallecimiento del ex presidente, todos los miembros de la clase política cerraron filas para rendirle homenaje. Tanto sus simpatizantes como sus adversarios más decididos afirmaron compartir el mismo dolor por la desaparición del hombre que desde mayo del 2003 había dominado el escenario político nacional de forma cada vez más polémica. Fueran sinceras o no las palabras conmovedoras que pronunciaron quienes poco antes habían despotricado con virulencia poco común contra el hombre fuerte del gobierno de la presidenta Cristina Fernández –se entiende, de mortuis nil nisi bonum-, no cabe duda que fue genuina la consternación que todos decían sentir. Por ser la Argentina en el fondo un país caudillista, cuando no monárquico, la muerte súbita de Kirchner ha modificado tan radicalmente el paisaje político que todos, incluyendo a los ya convencidos de que su “ciclo” había terminado hace tiempo, se sienten desorientados.
La verdad es que la salud institucional de la Argentina es tan precaria como fue la de Néstor Kirchner. Aún dista de haber alcanzado la estabilidad propia de una democracia madura en que las repercusiones provocadas por la muerte inesperada de un líder se agotan muy pronto ya que no se abre ningún hueco, ningún vacío de poder. Parecería que a menos que cuente con un presidente en condiciones de actuar como una especie de dictador electivo, el país se siente tan atormentado por sus muchas dolencias políticas, sociales y económicas que los períodos de transición entre un caudillo y su sucesor suelen ser convulsivos, lo que en cierto modo es lógico puesto que todo dirigente que se precie lleva consigo un “modelo” socioeconómico propio supuestamente muy distinto del anterior.
Hasta los críticos más rencorosos de la gestión de Kirchner lo elogiaban por haber restaurado la autoridad presidencial que fue dilapidada, decían, por el crónicamente dubitativo Fernando de la Rúa. Y en efecto, con un personaje avasallador como Carlos Menem y Kirchner en la Casa Rosada, el país suele sentirse en buenas manos, razón ésta por la que, a pesar de las a primera vista profundas diferencias ideológicas que los separaban, durante años ambos disfrutaron de un nivel muy elevado de popularidad, sobre todo en los sectores más pobres de la población. Eran presidentes “fuertes”, baluartes contra el caos o, para emplear el eufemismo favorecido por los peronistas, “la ingobernabilidad” que siempre está al acecho.
Para la mayoría, la ideología del presidente es lo de menos. De surgir un “neoliberal” con las cualidades necesarias para impresionar a la gente con su poder de mando, no tardaría en conseguir la aprobación del 60 por ciento o más de la ciudadanía. Lo mismo sucedería si fuera cuestión de un izquierdista dogmático o un populista. He aquí una razón por la que la muerte de Kirchner ha ocasionado tanto desconcierto. El país se había acostumbrado a la idea de que en los próximos meses comenzara a consolidarse una eventual alternativa al kirchnerismo o, en el caso de que uno de los diversos dirigentes opositores no lograra hacerlo, se prolongara por algunos años más el arreglo vigente. Por cierto, no estaba preparado para lo que acaba de suceder.
La muerte de Kirchner ha sido suficiente como para consignar a la historia el orden político que se improvisó en torno a su figura. Aunque Cristina, beneficiada brevemente por la ola de simpatía que, como es natural, se ha producido, procure perpetuarlo, no le será nada fácil. Mal que le pese, tendrá que persuadir a la ciudadanía de que es una presidenta auténtica, no una meramente protocolar habituada a depender de una persona tan acostumbrada a mandar como era Néstor. Desgraciadamente para ella, su marido detallista se había encargado de tomar no sólo todas las decisiones significantes, en especial las relacionadas con la marcha de la economía, sino también muchas de escasa importancia vinculadas con sus esfuerzos por dotarse de un aparato político ubicuo. Por lo demás, el ex presidente actuó de manera tan personalista, a menudo privilegiando sus propios caprichos sin consultar con nadie ni explicar sus motivos, que seguir como si aún estuviera a su lado le sería imposible.
Desde que se esfumó buena parte de la popularidad de Néstor Kirchner, y por lo tanto de Cristina también, a causa del conflicto con el campo en que los dos asumieron posturas absurdamente agresivas, tratando a chacareros pobres como “oligarcas” y “piqueteros de la abundancia”, la Presidenta ha tenido que elegir entre intentar colaborar con una oposición parlamentaria en ascenso por un lado y, por el otro, insistir en que, como primera mandataria de la República, no tiene por qué hacer concesiones de ningún tipo a nadie. Con el respaldo de su marido, optó por la segunda alternativa.
¿Seguirá haciendo gala de su intransigencia despectiva hacia quienes no comparten todos sus puntos de vista o, consciente de que le convendría aprovechar la voluntad del grueso de la oposición de ayudarla a completar su gestión de la forma más tranquila posible, asumirá en adelante una actitud menos combativa? ¿Tratará de parecer aún más dura que antes para que nadie la acuse de debilidad, o procurará manifestar más interés en fortalecer las raquíticas instituciones políticas nacionales? ¿Se pondrá a “profundizar el modelo” e intensificará la guerra santa contra Clarín y otros medios periodísticos, desafiando a la mismísima Corte Suprema? Pronto sabremos la respuesta a tales interrogantes.
La política es una actividad despiadada. No hay mucho lugar para los sentimientos que suelen calificarse de “humanos”. Por apenados que se afirmen los dirigentes oficiales, opositores o indecisos ante el fallecimiento del protagonista del “relato” nacional de los años últimos, ya estarán pensando en cómo aprovecharlo. Los más preocupados no pueden sino ser personajes como el camionero Hugo Moyano, el aliado coyuntural más poderoso del Gobierno, el pendenciero secretario de Comercio Guillermo Moreno que durante años se ha dedicado a ahuyentar a los inversores en potencia, y otros “impresentables” cuya proximidad a la Presidenta suele atribuirse, con razón o sin ella, a la influencia de su marido.
Aunque la división del entorno presidencial entre “cristinistas” y “nestoristas” se haya debido más a la imaginación de los resueltos a hacer comprensible las vicisitudes de la interna oficialista que a la realidad, es de prever que de ahora en más se hagan sentir las preferencias personales de Cristina, lo que, entre otras cosas, serviría para confirmar, o para poner en ridículo, las sospechas de quienes suponían que buena parte de los problemas que ha enfrentado en el transcurso de su gestión agitada se ha debido al protagonismo de quien le había antecedido en la presidencia de la República.
Que Cristina ya sea una viuda no la ayudará. Es muy injusto, pero la palabra misma sirve para traer a la memoria recuerdos de otra presidenta constitucional que, de no haber sido por el prestigio de su marido, difícilmente hubiera llegado a instalarse en la Casa Rosada: Isabel Perón. Por fortuna, a diferencia de lo que ocurrió con Isabel, nadie pensaría en acusar a Cristina de carecer de las dotes necesarias para desempeñar con solvencia la función por la que fue elegida, pero así y todo, su presunta voluntad de subordinarse a la voluntad de su marido ha sido desde inicios de su gestión uno de los temas principales de la política argentina. Pues bien: de la peor manera posible, la relación así supuesta se ha roto irremediablemente, de suerte que lo que suceda en la fase final de su mandato dependerá en buena medida de ella misma.
* PERIODISTA y analista político,
ex director de “The Buenos Aires Herald”.