Desde que se instaló en la Casa Rosada hace casi cuatro años, el presidente Néstor Kirchner ha sabido labrarse una imagen que se caracteriza por la fortaleza. El célebre “estilo K” –autoritario, a menudo prepotente y muy agresivo– le sirvió para convencer a buena parte del país de que por fin tenía un mandatario duro, nada que ver con Fernando de la Rúa, que sabría poner las cosas en el lugar debido. ¿Cómo, pues, explicar su reacción ante la rebelión de los santacruceños? En vez de comportarse con la serenidad propia de un estadista que se siente seguro de sí mismo cuando un millar de manifestantes escrachaba una casa que tiene en Río Gallegos, Kirchner rabió contra los responsables calificándolos de “patoteros” y “cobardes” –Carlos Menem hubiera dicho “forajidos”– ya que no había nadie allá salvo su madre anciana, una “pobre vieja” que, afirmó, ni siquiera estaba acompañada por “un perrito”. De tratarse de otro dirigente, tanta indignación podría comprenderse, pero sucede que Kirchner siempre ha dado a entender que aprueba los escraches aunque sólo fuera porque hasta ahora la mayoría de los blancos de esta modalidad poco democrática figuraba en su lista negra de enemigos.
A diferencia de otros presidentes, Kirchner no ha tenido que enfrentar una crisis muy grave imputable a su gestión. Empezó su período en el poder cuando la economía, levantada por un gran boom planetario que permitía a docenas de “países emergentes” anotarse tasas de crecimiento inéditas, ya estaba recuperándose con brío. Como suele ser el caso en tales circunstancias aquí, su índice de popularidad se ha mantenido alto y la oposición está tan apocada como estaba durante los años de máximo esplendor de la convertibilidad. Puesto que el temple de un mandatario sólo se revela en tiempos signados por la adversidad, aún no sabemos si Kirchner sería un buen piloto de tormentas. A juzgar por su incapacidad para conservar la calma en una situación que sin duda le es muy molesta pero que no puede compararse con las que en su día tuvieron que manejar Raúl Alfonsín, Menem, De la Rúa y Eduardo Duhalde, ante la primera dificultad auténtica caería presa del pánico, con consecuencias desafortunadas para el país que, luego de un intervalo no demasiado largo signado por la “hegemonía” del caudillo de turno, se encontraría una vez más sin un presidente con la autoridad natural necesaria para asegurar la gobernabilidad.
La Argentina es notoria por lo veleidosa que es la opinión pública. Abundan los dirigentes que después de disfrutar de niveles de aprobación asombrosamente elevados se vieron transformados de súbito en cadáveres políticos despreciados por sus ex admiradores. No está escrito que a Kirchner le espere tal destino, pero si quiere ahorrárselo no le convendría perder los estribos tomando cada contratiempo por un agravio personal imperdonable y ofuscarse por la supuesta ingratitud de la gente. Le guste o no le guste, la política democrática es así. Son los gajes de un oficio que no es ni para los hipersensibles ni para los incapaces de tolerar el disenso. En la actualidad, los mandatarios de todos los países, incluyendo a las dictaduras, tienen que cuidar mucho la imagen: si aparecen grietas, su autoridad puede esfumarse por ellas a una velocidad desconcertante.
Kirchner tiene motivos de sobra para sentirse sumamente preocupado por lo que está ocurriendo en Santa Cruz. No sólo es su provincia natal, también es un feudo que ha dominado durante lustros y que imaginaba le sería leal por los siglos de los siglos. Por lo demás, se trata de un lugar cuyos habitantes lo conocen bastante bien. Sería por lo tanto natural que se preguntara qué sucedería si en el resto del país los ciudadanos llegaran a la misma conclusión que los santacruceños que, según parece, están hartos del kirchnerato y, lo que es peor aún, no temen decirlo de forma tan contundente que ya merece la atención internacional.
Como tuvieron ocasión de aprender los antecesores de Kirchner en la Casa Rosada, tarde o temprano llega un momento en que parece que las crisis están brotando en todas partes. Además de la algarada santacruceña protagonizada por los docentes y fogoneada, cree, por el obispo local, Juan Carlos Romanín, el Presidente está procurando impedir que el affaire de Skanska haga pensar que su gobierno es tan corrupto como el que más y que estimule el interés de los medios, y de la gente, en el enriquecimiento repentino de sus amigos en Santa Cruz, en las presuntas andanzas de ciertos integrantes del Gabinete y, desde luego, en el paradero de aquellos fondos de Santa Cruz que fueron trasladados más allá del alcance de los pesificadores antes del desplome de 2002. Por lo pronto, la mayoría ha preferido dar a los kirchneristas el beneficio de toda duda concebible, pero no hay ninguna garantía de que la permisividad así supuesta dure mucho tiempo más.
En base a su forma frontal de expresarse, Kirchner se granjeó la reputación de ser un hombre dispuesto a decir verdades desagradables que otros silenciarían, pero hablar de manera tajante no constituye evidencia de honestidad. Al apoderarse del INDEC, entregándolo al matonesco Guillermo Moreno, Kirchner en efecto hizo saber que en adelante trataría de engañar al mundo manipulando las cifras relacionadas con la tasa de inflación y otras variables que podrían tener un impacto político. Se trató de un error muy grave, acaso el peor de toda su gestión, porque socavó de modo irreparable la confianza de empresarios, financistas y sindicalistas en los datos vinculados con la marcha de la economía. Los empresarios, conscientes de que la inflación seguirá cobrando ímpetu a menos que el Gobierno actúe pronto para frenarla, están demorando sus inversiones hasta que el panorama se aclare; los financistas hacen lo mismo y advierten a sus congéneres en Nueva York y Londres de que a la Argentina le aguardan algunos barquinazos en el futuro no muy lejano, y los sindicalistas están presionando por aumentos mayores que los sugeridos por el Gobierno aunque sea preciso ocultarlos detrás de una cortina de letras chiquititas.
Huelga decir que la sensación de que la economía real se ha apartado de la oficial ya afecta a millones de personas que, además de saber por experiencia propia que los precios están subiendo mucho más de lo que dice el INDEC, dan por descontado que un gobierno mendaz está tratándolas como si las creyera imbéciles.
La política nacional ha ingresado en una fase nueva. De ahora en más el Gobierno estará a la defensiva. A menos que recapacite a tiempo, tratará de contraatacar, calificando de canallescas las protestas que no le gustan, como acaba de hacer el ministro del Interior Aníbal Fernández en alusión al drama en Santa Cruz, mientras que Kirchner hará gala de su “dureza” rutinaria y también de su autocompasión, aunque no es de suponer que insista en que fue el blanco de un atentado por parte de un sujeto que erró el objetivo por más de dos mil kilómetros, proeza que debería asegurarle un lugar en el Libro Guinness de los récords. Demás está decir que tales reacciones no ayudan en absoluto a persuadir a la gente de que el Gobierno está trabajando con energía y eficiencia. Antes bien, brindan la impresión de que se siente desbordado por los acontecimientos y podría desplomarse, víctima de su propia furia y frustración, en cualquier momento.
En otras latitudes, un presidente que se encontrara en una situación parecida temería que a la primera oportunidad el electorado lo remplazara por otro un tanto menos temperamental, pero no hay indicios de que esto pueda suceder aquí el 28 de octubre ya que ningún líder opositor ha logrado plasmar una alternativa convincente. Por razones comprensibles, la mayoría no quiere saber nada de graves crisis políticas por venir. Espera que el crecimiento “chino” que se atribuye a Kirchner continúe hasta que el país esté nadando en la abundancia y por lo tanto es reacia a apostar a un cambio, aunque sólo fuera del elenco gobernante, que podría significar el regreso de las jornadas convulsionadas de hace apenas cinco años. Tanto conservadurismo es la carta más valiosa que tiene en su mano Kirchner –un presidente que a pesar de sus pretensiones progresistas es un conservador nato–, pero también es peligroso, ya que para que un gobierno funcione bien necesita verse acompañado por una oposición que podría sustituirla el día siguiente sin que esto significara una transición caótica que podría durar meses e incluso años. Puesto que Kirchner no se siente constreñido a preocuparse por la oposición, no se preocupa por su propia conducta o por aquella de sus colaboradores, razón por la que su decisión de gobernar la Argentina como si fuera Santa Cruz amenaza con tener secuelas bien santacruceñas.