No es un momento fácil para los esforzados coautores del relato de Cristina, este culebrón conmovedor, lleno de episodios imprevistos, que nos ha mantenido cautivados durante años. Dicho relato ha girado en torno a la lucha, hasta ahora triunfal, de los protagonistas, el fallecido Néstor Kirchner y su esposa, una idealista que se formó en los años setenta, por defender al pueblo contra una horda de neoliberales malignos, oligarcas, golpistas, especuladores y otros sujetos al servicio de oscuros intereses foráneos que quieren depauperarlo sometiéndolo a un “ajuste”. Puesto que Cristina se ha comprometido una y otra vez a no ajustar nada, e incluso ha advertido a sus poco inteligentes homólogos extranjeros que cometerían un error imperdonable si lo hicieran en sus propios países, el Gobierno que encabeza se ve obligado a elegir entre seguir gastando cada vez más dinero en un intento desesperado de correr más rápido que la inflación y gastar menos, o sea, ajustar. Por ser imposible la primera alternativa, no le cabe más opción que la de ajustar, pero por razones evidentes tiene que decir que está haciendo otra cosa.
Es todo un desafío. Los relatores oficiales han probado suerte con “sintonía fina”, calco de una expresión inglesa –fine tuning– que fue usada hace décadas por personajes como el presidente norteamericano Richard Nixon cuando se encontraban en apuros. Suena mejor que ajuste pero nadie ignora que solo se trata de un eufemismo, uno que ya se ha visto puesto en ridículo por quienes han señalado que es absurdo pedirle a alguien como Guillermo Moreno sintonizar el modelo con la delicadeza insinuada.
Conscientes de que sería necesario algo más que buscar sinónimos de connotaciones menos alarmantes que las de “ajuste”, algunos propagandistas han tratado de dar un toque épico a la quita de subsidios que tendrá el impacto de un fenomenal tarifazo: otra palabra fea y por lo tanto prohibida. Los voceros de Cristina insisten en que lo que en verdad tiene en mente es redistribuir el ingreso a favor de los menesterosos. Con más imaginación aún, el Gobierno ha invitado a los ciudadanos a “renunciar al subsidio”, como si se tratara de un aporte patriótico, ayudando así a prolongar la vida del modelo que según los kirchneristas es una parte irrenunciable del patrimonio nacional y popular. Aunque en la Argentina y otros países de cultura cívica similar es tradicional que los impuestos sean en efecto voluntarios, de ahí la costumbre difundida de evadirlos, el Gobierno actual, como sus antecesores, siempre se ha afirmado contrario a la modalidad simpática así supuesta.
La tarea que enfrentan Cristina y sus equipos mediáticos se ha visto complicada por el hecho, por desgracia innegable, de que la gestión kirchnerista ya está en su noveno año. Se hereda a sí misma, lo que es una experiencia insólita para una populista programada para suponer que es de su interés legar a su sucesor un “país en llamas” porque en tal caso podrá encabezar las protestas contra los esfuerzos por apagar el incendio. Mal que les pese a los kirchneristas, no pueden culpar a ningún opositor torpe por la proliferación selvática de subsidios, por la resistencia principista a invertir en energía, con el resultado de que en adelante será preciso importarla a precios internacionales, por una tasa de inflación “de supermercado” que está entre las más altas del planeta, y por la importancia fundamental para las cuentas gubernamentales de las vicisitudes del precio de un yuyito tan despreciable como la soja. Para la nueva generación, el “neoliberalismo de la década de los noventa”, según el relato responsable de tantos males, ya queda casi tan distante como la derrota de las huestes de Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros que, según Cristina, privó a la Argentina de la posibilidad de erigirse en una superpotencia industrial equiparable con Estados Unidos. Tampoco les es dado a los kirchneristas acusar al FMI de haberlos forzado a sacrificar al pueblo en aras de los números.
Así y todo, los guionistas gubernamentales todavía cuentan con dos símbolos del mal: el mercado y el mundo. Rabiar contra la tiranía del mercado, este monstruo de mil cabezas que se divierte ensañándose con gobiernos solidarios y que, según parece, no quiere para nada a los deudores, se ha puesto de moda últimamente en los Estados Unidos y Europa, pero escasean los mandatarios extranjeros que, como hizo Cristina a mediados de su gestión, atribuyen los problemas económicos locales al “mundo” en su conjunto. A lo sumo, critican a países determinados; los norteamericanos, a China y a los miembros de la Unión Europea; los europeos a los Estados Unidos y China; los chinos a los occidentales. Cristina dirigirá sus dardos retóricos contra todos.
¿Funcionará? Pronto sabremos la respuesta. Aunque los “ortodoxos” y los no tan “heterodoxos” locales, aleccionados por la experiencia, son reacios a vaticinar desastres, no sorprendería demasiado que “la sintonía fina” que está en marcha resultara ser mucho más dolorosa de lo que los más pesimistas se animan a profetizar, ya que millones de familias verán reducido abruptamente su poder adquisitivo.
Pues bien: mientras que en Europa hasta los contestatarios más furibundos entienden que cierta austeridad es necesaria, y en los Estados Unidos los “populistas” del Tea Party están clamando por cortes salvajes, aquí Cristina y sus acompañantes se han encargado de enseñarnos que los ajustes no solo son crueles sino que también son contraproducentes porque nunca sirven para nada. Puede que sea inconcebible un buen relato sin que los protagonistas tengan que enfrentar dificultades con entereza ejemplar, pero en la versión preferida por la Presidenta el dolor ha de ser exclusivamente personal. Su misión consiste en traer felicidad consumista a la gente, no en ordenarla soportar con estoicismo un período tal vez largo signado por la estrechez.
No es ningún secreto que ciertos kirchneristas con inquietudes intelectuales creen que en última instancia todo depende del “relato”, de la forma en que la mayoría interpreta lo que está sucediendo. Para ellos, el que en octubre el 54 por ciento haya votado por Cristina significa que ganaron lo que llaman la batalla cultural, que la Argentina es un país irremediablemente kirchnerista. Otros opinan que aquel triunfo se debió menos al eventual encanto del relato oficial que a la sensación de que la economía marchaba bien y que por lo tanto sería insensato dejar que algún que otro opositor improvisado arruinara todo. De estar en lo cierto aquellos, al Gobierno le será suficiente convencer a la gente de que lo que los malintencionados dicen es un ajuste feroz es en verdad un esfuerzo por alcanzar un mayor grado de equidad social y oponérsele sería reaccionario; si tienen razón estos, los costos políticos de la sintonía fina podrían ser aún mayores que los ocasionados por la guerra contra el campo que casi puso fin a la primera gestión de Cristina.
¿Resultará capaz el relato kirchnerista de derrotar la realidad económica? Es poco probable. Podría hacerlo si, como los inventados por una larga serie de sectas revolucionarias, hiciera de la austeridad un deber colectivo, una etapa por la que sería necesario transitar con heroísmo y disciplina antes de llegar por fin a la tierra de promisión soñada, pero el de Cristina no incluye nada que sea ni remotamente parecido. Por el contrario, es facilista. Los únicos que tendrían que sufrir para que todos se beneficien son los malos: los especuladores, empresarios extranjeros, bonistas, militares y, desde luego, los neoliberales.
Así las cosas, adaptar el relato para los tiempos que ya están empezando no será del todo sencillo. Lo entienden Cristina, Amado Boudou y otros. Luego de habernos asegurado de que la Argentina, blindada por un modelo genial, podría navegar sin peligro en medio de una gran tormenta internacional en que países enteros –Grecia, Italia, Portugal, España, seguidos por otros que aún se creen a salvo– podrían irse a pique, nos dicen que deberíamos prepararnos para algunos choques ingratos. Para más señas, hace poco Cristina sorprendió a muchos al pronunciar la palabra “inflación”. A esta altura, todos sabrán muy bien que les hubiera convenido llamar la atención antes a los riesgos que se acercaban con rapidez, pero por motivos electoralistas decidieron minimizar el significado de lo que ocurría en latitudes menos afortunadas.
Desgraciadamente para el Gobierno, ya es tarde para que reemplace el relato que a juicio de los ideólogos lo ha hecho hegemónico por otro un tanto más realista, uno que le permitiría enfrentar las críticas de quienes lo acusarán de engañar al electorado prometiéndole de que en la Argentina por lo menos nunca habrá más ajustes. Peor aún, parecería que la fase de crecimiento “chino” está por terminar y que en los meses próximos la actividad económica se frene de golpe debido a la baja repentina del consumo y la falta de crédito, lo que, huelga decirlo, no sería suficiente como para persuadir a los jefes sindicales de que, dadas las circunstancias, deberían conformarse con aumentos salariales módicos a pesar de que la inflación ya haya devorado los conseguidos apenas medio año atrás.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.