El empresario argentino radicado en España revela cómo los episodios trágicos de la juventud marcaron su vida de emprendedor.
Por Martín Varsavsky
rimero, el entorno. Yo, con mis 47 años, me voy a navegar con mi esposa y mi hijo más pequeño a la Isla del Aire en Menorca. Cuando estoy regresando, mi ayudante me dice que me toca hablar con un periodista que está en otra isla del Aire, la de Buenos Aires. Atiendo la llamada y el periodista me pide que hable de mi primer empleo. Es ahí que empieza el viaje a los 17. El me pide “volver” y yo vuelvo con una intensidad que hace casi tensa la conversación con el entrevistador. En ese momento, gracias a la mezcla de lo más moderno, el móvil, con lo más antiguo, la memoria, vuelvo a los 17 y me siento invadido por la tristeza y una emoción profunda. A duras penas logro terminar mi entrevista tratando de enfocarme en el tema del primer empleo, ser aprendiz de carpintero en un astillero de San Martín en las afueras de Buenos Aires. Concluyo la entrevista y me siento obligado a escribir la historia del año más importante de mi vida. Al hablar de mi primer empleo, me doy cuenta que no puedo hacerlo sin relatar los tristes hechos de la dictadura militar, de los años en los que fueron secuestrados y asesinados amigos y familiares queridos. Años de adolescencia donde a las primeras relaciones amorosas les tocaron convivir con los primeros duelos sin funeral, porque así era la historia de los desaparecidos. Morían …sin funeral.
Todos tenemos años que marcan un antes y un después en la vida. Para mí, sin duda, fue el año comprendido entre septiembre de 1976 y septiembre de 1977, de mis 16 a mis 17. Hasta 1976 mi vida fue la de un chico de clase media, hijo de profesores, que vivió siempre en el mismo departamento en la Avenida Las Heras 1975, 6°A. Pero el año 1976, el año en el que yo decía que vivía en Las Heras, “el año pasado” fue tan lleno de descubrimientos, maravillas y horrores que fue mi propio antes de y después de por el resto de mi vida. Si tuviera que decir exactamente cuándo comenzó a descarrilarse mi vida de adolescente, diría que fue en marzo de 1976, cuando Jorge Rafael Videla se hizo con el poder en Argentina y el país -que ya venía mal luego del desastre que había armado el patético líder Juan Domingo Perón al dejar a su esposa en el gobierno antes de morir-, se puso mucho peor.
Como todos las tragedias, el fin de la década del ‘70 en la Argentina, que concluyó con una enorme ola de terrorismo de Estado (sí, la peor pesadilla, los asesinos son tus gobernantes), tuvo muchas causas. El resultado fue la tormenta perfecta que causó la muerte de decenas de miles de inocentes en manos del gobierno. Entre ellos, mi primo David Horacio Varsavsky, secuestrado y asesinado por el gobierno de Videla en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires, el 16 de febrero de 1977. Su muerte, y la temprana muerte de mi padre en un avión que volaba de los Estados Unidos a la Argentina, fueron los dos golpes más duros de m vida.
Los simpatizantes de Videla -que representarán hoy quizás un 10% del electorado argentino-, dicen que la entrada de los militares en el gobierno se debió a dos razones. En primer lugar, debido a la incompetencia de Isabel Perón. Y, en segundo lugar, para luchar contra el terrorismo de izquierda. Mi opinión es que, aunque efectivamente Isabel Perón era una incompetente, quizás no lo era tanto como su marido que la dejó en el poder (la gente que hoy gobierna la Argentina sigue llamándose peronista y cantan una ridícula marcha idólatra a su persona al mejor estilo fachista), y aunque el terrorismo efectivamente existió y se calcula que causó unas 400 víctimas mortales, el terrorismo de Estado fue absolutamente injustificado y causó más de 30 mil víctimas tan inocentes como mi primo. Lamentablemente fue durante esa ola terrorista que a mí me tocó descubrir la vida.
Mis 16, como dije, venían tranquilos hasta que los militares no solo derrocaron a la democracia y asumieron el poder en el país, sino que con una capilaridad política inexplicable asumieron el poder en mi colegio secundario, el Nicolás Avellaneda, ubicado en la calle El Salvador, entre Fitz Roy y Humboldt. Se que a mis lectores en Europa o los Estados Unidos les puede resultar difícil creer que un gobierno militar pudiera llegar hasta tal punto de control de querer poner militares a dirigir los colegios, pero así lo hicieron. Y lo primero que hizo el militar que vino a mi colegio fue decidir a qué estudiantes asesinaba y a cuáles simplemente expulsaba del colegio. Me pregunto cómo un hombre adulto, con sangre fría, podía sentarse en una mesa y decir, a este chico lo matamos, a este lo rajamos (expulsamos), a este lo dejamos. Y quizás hoy estoy vivo porque en esa mesa alguien dijo “a Varsavsky lo rajamos” y no dijo “Varsavsky es boleta”.
¿Cuál podría haber sido mi delito? Probablemente haberme declarado públicamente un socialista democrático (mi país más admirado en ese entonces era Suecia) y, quizás, por haberme declarado también anti-peronista. Terminé entre los expulsados y no metido en un avión con un cura que me daba el pésame en vida mientras unos militares apoyados por un cura me drogaban y me tiraban en medio del mar para que mi cadáver nunca fuera encontrado (así los curas apoyaban a los militares en el asesinato y así se supone que murió mi primo, en un “vuelo de la muerte”). Algunos de mis pobres compañeros comunistas o peronistas no tuvieron la suerte de solo ser expulsados y fueron brutalmente asesinados así como también los de otros colegios como el Nacional de Buenos Aires o el Pellegrini.
Recuerdo el día que mi madre recibió un llamado del colegio en el que decían que yo no podía ir más porque había “militado”. En la Argentina obsesionada con lo militar, militar, curiosamente, quería decir estar en el Ejército y pertenecer a una organización política, Las dos cosas, una gran confusión. Todo era militar o militar. Yo, como buen adolescente, no tenía miedo, nada de miedo. Yo, como buen adolescente, sólo tenía furia, mucha furia. Entonces hice un plan: averigüe que había una manera de no ir al colegio, pero graduarse en el colegio que consistía en “dar el año libre”. Para dar el año libre, había que presentarse únicamente durante la semana de exámenes. Y eso es lo que decidí hacer. Como no podía ir al colegio, iba a la biblioteca del Ministerio de Educación, el mismo en el que ahora se hacen las reuniones de Educ.ar, el emprendimiento social creado por mi fundación. Pasaba horas y horas en esa biblioteca estudiando las 22 materias que tenía que dar libres, las 11 de cuarto y las 11 de quinto. Mi madre trataba de convencerme para que fuera a otro colegio, para que no diera el año libre, pero yo ya estaba decidido a hacerlo.
Mis padres ya estaban separados. Mi madre vivía en Recoleta y mi padre en Belgrano, en Teodoro García y Arribeños, y durante una noche de discusión, luego de pasar el día en la biblioteca, mi madre me dijo que si seguía con mi plan de dar el año libre me echaba de mi casa, que me fuera a vivir con mi padre. Yo traté de hacerla razonar pero no pude, y me tuve que ir a lo de mi padre, con mucho dolor. Así se sumaban las expulsiones, la del colegio, la de mi casa de mi infancia, y mi adolescencia tan armada hasta entonces, se derrumbaba mes a mes.
Mi primer intento de formar una relación amorosa también fue un fracaso. Mi novia de ese momento sufrió un durísimo golpe cuando su hermana fue secuestrada por los militares. Ella vivía en la esquina de mi casa. Recuerdo el horror de sus padres, su miedo permanente. Para ir de Teodoro García y Arribeños, donde vivíamos nosotros, a Teodoro García y Villanueva, donde vivía ella, había que recorrer 100 metros. Pero esos 100 metros estaban plagados de peligros. El horror fue una noche cuando un representante del gobierno militar apareció de improviso a negociar con el padre de mi novia para que él les entregara el hijo en vez de la hija, ya que se “habían equivocado”. Yo estaba por subir a su departamento pero di la vuelta al ver los coches militares abajo. Mi novia era la tercera hija, sufría pensando que la próxima en ser secuestrada era ella. Pero el padre, nunca supe bien cómo, logró lo que casi nadie consiguió en la Argentina y fue que su hija fuera liberada de un campo de detención y reapareciera con vida. Aunque fue maltratada, torturada y abandonada en medio del campo en Santa Fe, pudo rearmar su vida y hoy en día es una feliz médica que vive en Madrid y está casada con su novio de esa época, también médico.
Pero mi primera relación amorosa terminó así abortada, sin concluir, de un día para otro, porque apenas liberaron a la hermana de mi novia toda la familia se fue a España. Yo estaba feliz por ellos, pero sentía que al reaparecer su hermana había “desaparecido” mi novia. Lo que hoy no entiendo, mirando hacia atrás, es cómo ante la evidencia y viendo todo lo que pasaba, no nos escapamos con mi familia a finales del ‘76. Cómo no evitamos el secuestro y asesinato de mi primo, David Varsavsky, que vivía en la calle Federico Lacroze, también muy cerca de nosotros. Cómo esperamos medio año más. Pero no, lo loco es que cuando los militares vinieron en febrero del ‘77 a buscar a mi primo, mi padre, Carlos Varsavsky, una de las personas más inteligentes que conocí en mi vida, reaccionó con calma y creyó que mi primo aparecería con vida “cuando los militares vieran que David no estaba metido en nada”. Así que primero nos quedamos “para ver si mejoraba la cosa”, luego nos quedamos “para estar cuando lo suelten a David” y al final, nos escapamos cuando vimos que gente querida y conocida seguía desapareciendo como cubitos de hielo en un día de calor. Pero yo sigo pensando en cómo mi padre que era judío no se dio cuenta que aquello era como otro holocausto. Su error me hace recordar al poema de otro Martín:
“Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”.
Aunque ese poema se refiere a los nazis, bien puede contar la historia de los desaparecidos de Argentina detallada en el libro Nunca Más.
Pero como estaba relatando, durante el ‘76 nos quedamos y yo di exitosamente mis exámenes durante diciembre de ese año. El tema de rendir los exámenes para mi fue una lucha cargada de emociones. Los profesores sabían quién era yo, sabían que me había expulsado y simpatizaban conmigo. Pero el nivel que hay que tener para poder “dar un año libre” era muy alto. Cada exámen era un oral y un escrito en el que te podían preguntar cualquier cosa del programa, hasta lo que ellos mismo no tenían tiempo de enseñar. Lo absurdo de todo esto es que como tengo muy buena memoria aún hoy recuerdo con bastante detalle lo que tuve que aprender, temas insólitos de la historia argentina, que es como una película de Hollywood al revés, que empieza bien y termina mal. Al terminar de dar los exámenes y aprobar no solo me sentí contento sino que disfruté de la primera “venganza” de mi vida. En mi pequeña medida había triunfado contra el coronel que dirigía el Nicolás Avellaneda: estaba vivo y me había graduado del colegio que me había expulsado. De esta experiencia aprendí que hasta de las situaciones más horribles se puede sacar provecho. Y apenas aprobé, hice mi solicitud para entrar a la New York University donde mi padre estaba tratando de conseguir un puesto de profesor para que todos pudiéramos emigrar y él tener un sueldo. Una vez hecho esto, organizamos con mis amigos más queridos un viaje a Brasil, que para los adolescentes argentinos era la tierra prometida.
A veces me pregunto si para gozar es necesario sufrir. Si gozar es un sentimiento absoluto o relativo. Porque si no, me cuesta entender cómo escapados de un ambiente tan terrible, los 5 amigos que fuimos a Brasil, nos divertimos tanto. Y recorrimos ese país “mais grande do mundo” kilómetro a kilómetro. El viaje a Brasil fue todo para nosotros. Las argentinas eran, y siguen siendo, mucho más difíciles para ligar (seducir) que las brasileñas. Viajábamos en auto stop (a dedo) o en autobús y donde sea que íbamos encontrábamos garotas, garotas y más garotas. El colmo fue una vez, afuera de Florianópolis, cuando nos dividimos en dos grupos para hacer dedo hacia San Pablo y terminamos en un cruce en la ruta en medio de la nada a la puesta del sol. Cuando estábamos armando la carpa, desilusionados y listos para dormir, ya que hacer dedo de noche era inútil, aparecen dos garotas del otro lado de la ruta, también haciendo dedo. Nos miramos, nos reímos, las invitamos a nuestra carpa y terminamos los cuatro enrolladísimos. El único pudor era hacer turno para usar la carpa, porque eran hermanas. Así era Brasil: libertad, sexo, carnaval, todo lo opuesto al horror, al estado de sitio y a todo lo que vivíamos en la Argentina, donde te podían detener en cualquier momento, donde la gente moría porque descubrían “El Capital” de Marx en su casa, donde el tema no era el sexo sino pasar a la clandestinidad para seguir vivo.
Recuerdo que sobreviví en Brasil desde fin de diciembre hasta marzo con 200 dólares. Dormíamos en la playa o en los bancos de las plazas, a veces viajábamos juntos y a veces separados porque era más fácil que te llevaran solo que en grupo. El Brasil de esa época no era como el de ahora en el que los asesinatos son tristemente el pan de cada día (yo mismo presencié accidentalmente el asesinato de un adolescente en Copacabana en el 2001). Algún día alguien me contará cómo fue que Brasil pasó a ser el país increíblemente violento e inseguro que es ahora, porque en esa época, para nosotros, era un paraíso de tranquilidad, hasta el punto que vivíamos hablando con extraños, haciendo dedo, confiando en la gente y comiendo menúes populares en restaurantes de pueblo (siempre mandioca, arroz y pollo).
Pero Rio de Janeiro, que tenía que ser la coronación de nuestro viaje, puso a toda la “barra” en apuros al enamorarnos todos de una chica llamada Isabella que nos invitó a quedarnos en su lujoso departamento de Leblón, aprovechando que sus padres estaban de viaje. Ahora no recuerdo su nombre, pero sí me acuerdo lo increíblemente hermosa que era y cómo mis queridos amigos (aún hoy no pasa una semana sin que nos escribamos todos por internet) se transformaron en peligrosos rivales. Lo peor era que cada uno de nosotros creía haber tenido un triunfo. A mi me besó cuando salía de la ducha, eso lo sé, y yo estaba convencido de que estaba conmigo, pero cuando me enteré que Martín B. y Roddy parecían tener trofeos similares, me agarró un ataque de celos. La situación se puso insostenible y no se cómo me rayé y decidí seguir el viaje solo con el objetivo de llegar a San Salvador de Bahía (o Bahía como decíamos nosotros), ya que me había enterado de que mi tía Ruth, la hermana de mi madre, y mi tío Carlos, se habían escapado ahí. Pero nunca me olvidé de Isabella y ese es el nombre de mi segunda hija, que es tan hermosa como la Isabella original. No tengo claro si esto es una casualidad.
Mis tíos Ruth y Carlos fueron de los centenares de miles que no murieron en manos de los militares, sino que emigraron, como terminamos emigrando nosotros. La mayoría a España, México, Brasil, Venezuela, Italia y Estados Unidos. El caso de ellos era el siguiente: un ex novio de mi tía simpatizaba con los Montoneros y la ex esposa de mi tío con el ERP. Se que suena tirado de los pelos que alguien que tuviera un ex novio simpatizante de los Montoneros se tenga que ir del país, pero el padre de mi tío, que era general y gobernador de la provincia de Mendoza, les dijo que “estaban en las listas” y que se fueran. Ellos se escaparon y como mi tío era un gran neonatólogo encontró rápidamente un trabajo en un hospital de Bahía y hacia allí se fueron.
Ahora me pregunto cómo tomaba yo decisiones a los 16 años, porque no recuerdo llamar a mis padres para consultarles si me “dejaban” seguir de Río hasta Bahía (la distancia por tierra entre Buenos Aires y Bahía es similar a la distancia entre Madrid y San Petersburgo). Supongo que mis padres pensaban que yo estaba mejor perdido en Brasil que encontrado (por los militares) en Buenos Aires.
Así fue como seguí solo de Río a Bahía, a dedo. Recuerdo que mi estrategia era no hacer dedo en la ruta, sino ir a las estaciones de servicio y hablar con la gente. Estando con tanta garota había aprendido rápidamente el portugués (cuando hicimos Jazztel, de Portugal, daba charlas en portuñol y descubría cuánto más fácil es entender a un brasileño que a un portugués). En general se me daba muy bien pedir que me llevaran. Me imagino que a los 16 años no daba miedo a nadie ni yo tenía miedo a nadie. Era genial vivir sin miedo al crimen, algo que con la enorme inseguridad de Latinoamérica se perdió. Como los viajes en coche eran tan largos, el transporte abría camino a la amistad. Una familia, por ejemplo, me llevó hasta Vitoria y cuando llegamos me invitaron a la boda a la que iban. El único recuerdo que me queda de esa boda es la comida, pasé de las garotas y solo quería comer. Se ve que pasaba mucho hambre.
La alegría al llegar a Bahía y ver a mis tíos fue total. Y no solo estaba feliz de verlos y ellos a mí, sino que lo que era increíble de mi vida en esa época es que si no llegaba a Bahía hubiera tenido que mendigar o algo así, porque ya no tenía nada de plata, ni móviles que no existían, ni tarjeta de crédito internacional, ni manera de salir adelante. Así que cuando se abrió la puerta de ese departamento en Ondina me invadió una mezcla de alegría y alivio total.
Quizás la alegría me duró tanto porque no me enteré de que durante mi viaje los militares habían secuestrado a mi primo en Buenos Aires. No se por qué no me enteré, pero creo que fue porque en esa época la primera reacción de los familiares ante un secuestro por parte del gobierno era, absurdamente, confiar en que el gobierno iba a solucionar todo y dejar a la víctima libre. La gente iba a las comisarías, hacía denuncias, y a veces, como en la fábula de Esopo, entraban y no volvían a salir. Las víctimas del aparato represor del gobierno no tenían realmente idea de lo que estaba ocurriendo. La analogía con el régimen nazi es muy fuerte. Una de las razones por las que hice Educ.ar en la Argentina y Chile 25 años más tarde fue mi convencimiento de que si hubiera existido entonces internet los militares de esos dos países no hubieran podido controlar los medios y matar a tanta gente inocente. Pero en esa época no se sabía nada. Las radios, televisiones, periódicos, estaban todos tomados por los militares que secuestraban, asesinaban y torturaban a periodistas disidentes como a Jacobo Timerman, padre de mi querido amigo Javier Timerman. Así fue que, sumido en la inocencia total, ignorante de que esos días, mientras yo ligaba con bahianas y hasta trabajaba de guía turístico, mi querido primo hermano estaba siendo asesinado.
En marzo, luego del carnaval y gracias a la ayuda económica de mis tíos, pude comprar un boleto de ómnibus y viajar de Bahía a Punta del Este sin hacer dedo. El viaje duró 5 días parando solo para cambiar de autobús. En uno de esos trayectos, conocí a una hermosa brasilera con la que se ve que me enrollé tanto que inclusive en el Brasil del “valetodo” nos hicieron bajar.
Al llegar a Punta del Este, conocí a la que fue mi primera novia, porque la que hubiera podido ser mi primera novia como conté se había tenido que escapar a Madrid. Las brasileras nunca llegaron a novias y mi amor por Isabella no había sido correspondido. Quizás por ese tortuoso inicio de vida romántica mi primer enamoramiento fue un romance total, ella tenía 15 y yo 16, pero no recuerdo como teníamos acceso a un coche (creo que algún amigo más grande nos llevaba de un lado para otro) y nos enrollamos, no en Punta sino en La Coronilla. Recuerdo que en ese viaje estábamos con otro chico que luego resultó ser empresario de Internet en Nueva York.
Hay gente que piensa que la virginidad es una sola. Yo creo que hay tres que en general se pierden por separado. Una es la que todos conocemos, la de coger por primera vez, otra es la de hacer el amor, estar enamorado y coger por primera vez gozando plenamente, y la tercera -que en general llega más tarde- es concebir, hacer el amor con el deseo de ser padres. Yo perdí mi primera virginidad en el sentido estricto de la palabra a los 13 años en un prostíbulo de Punta del Este llamado Hiroshima, que estaba decorado con una bomba atómica que colgaba del techo. Bastante patético todo. Pero la pérdida de la segunda virginidad compensó con creces al ambiente sórdido de la primera. Fue 3 años más tarde y se ve que los dos estábamos muy listos para gozar. La experiencia fue profundamente romántica.
Para los que vivíamos los horrores y el miedo de Buenos Aires y podíamos escaparnos a Uruguay o Brasil -aunque estos países, especialmente Uruguay, también tenían sus dictadores- viajar era estar en libertad. Aunque todos estos países tenían dictadores, estos no se pisaban los territorios. Cada dictador, haya sido Pinochet o Videla, se ocupaba de torturar a los suyos. Los uruguayos torturaban a sus ciudadanos, los argentinos a los suyos (aunque los argentinos fueron especialmente sanguinarios y mataban también a bastantes extranjeros, cosa que hizo que los militares argentinos fueran y sean aún buscados por cortes internacionales en muchos países). Es por esto que pese a que Uruguay tenía su dictadura, para mí aún representaba libertad y mi novia y yo ahí podíamos amarnos sin problemas.
Ahora sigo sin recordar cómo me comunicaba yo con mis padres o dónde estaban mis padres cuando volví de Brasil a Uruguay. Supongo que en Buenos Aires. Supongo que mi padre, el tío medio adoptivo de David, cuyo padre había muerto de un ataque al corazón pocos años antes en La Patagonia, estaba tratando de averiguar si aún estaba con vida. Pero me entristece no recordar casi ningún trato con mis padres durante ese año.
Lo que si recuerdo es que la vuelta a Buenos Aires fue un shock. Me enteré de la desaparición de mi primo y me angustié tanto que me enfermé gravemente. Los médicos decían que tenía difteria. Yo no se qué tenía, pero recuerdo dos cosas. Una, que tenía tanto pus en la garganta que me ahogaba y que me daban inyecciones de Keflin. El horror de esta enfermedad duró 2 semanas y bajé 9 kilos. Así recibí la noticia de la desaparición de David, con quien me había pasado la infancia jugando y era mi único primo. El que me había enseñado un condón por primera vez y cuando me pregunto que creía yo que era le dije convencido “un globo de cumpleaños”. La otra cosa que me puso especialmente triste al volver a Buenos Aires es que el padre de Rody uno de mis compañeros de viaje a Brasil, al enterarse que mi primo había sido secuestrado por los militares, le prohibió verme. Rody le obedeció y yo me sentí enormemente traicionado. Esto me causó un profundo dolor. Me sentí un paria, un intocable. Años más tarde lo entendí. Los militares mataban como si lucharan contra una epidemia imaginaria. Ellos jugaban a la mancha, yo te toco, ellos te matan.
Para colmo, y no sé bien por qué (se lo podría preguntar ahora a mi madre que tiene 68 años a ver si lo recuerda), pero al curarme mi madre me mandó de vuelta a casa de mi padre donde yo no quería ir. Mientras tanto, como no tenía que ir al colegio y estaba haciendo tiempo para ingresar a la New York University, donde había solicitado ingreso y me habían aceptado, decidí buscar trabajo. Mi padre planeaba el exilio y su vida era un verdadero caos. Durante el año anterior había corrido regatas en el Río de la Plata y conocido a un armador (dueño de un astillero) a través de mi madre que me ofreció un trabajo de ayudante de carpintero. Lo acepté ya que mi plan era trabajar en una fábrica y no en una oficina. El plan era en parte ideológico. Yo, como dije, era socialista y creía que los obreros estaban siendo explotados (aún creo que en cualquier mercado laboral en el que hay desempleo los obreros están explotados), pero siendo una persona lógica recuerdo comentar con mis amigos que era absurdo hablar de la lucha por los derechos de los trabajadores sin haber trabajado nunca. Además, argumentaba que para entender cómo era la vida de un obrero, había que ser obrero. Así fue que terminé de obrero en un astillero en San Martín, de marzo a junio de 1977. Mis recuerdos de esa época son trabajar mucho, ver mucho a mi novia, tener muchas relaciones sexuales, estar muy enamorado, tener mucho miedo a los Ford Falcon que usaban los militares y policías vestidos de civiles, escaparme antes de empezar el servicio militar (porque a mi primo lo habían secuestrado la noche que iba a entrar a hacer el servicio militar), organizar mi vida alrededor del estado de sitio, los toques de queda, preocuparme por mi hermanastro que se drogaba muchísimo él y sus amigos y además vendía drogas.
Los días de aprendiz de carpintero eran eternos. El primer día de trabajo, el carpintero jefe miró mis manos de pianista (no se tocar el piano, pero todos dicen que tengo manos de pianista) y vi cómo se dibujaba una sonrisa burlona en la cara de Joe Tenazas (el apodo fue inspiración de mi amigo Max) y me dijo “pero vos no trabajaste un día de tu vida, ¿no?”. Así fue como por falta de experiencia me puso a lijar quillas de veleros y a la semana de lijar quillas estaba que me moría. Claramente la vida de los obreros era una mierda, eso estaba claro, ya lo había aprendido. Pero no renunciaba, seguía lijando quillas esperando la hora de comer el asadito que era el único lujo del obrero argentino. Yo creo que la gente que nunca hizo un trabajo manual, como será el caso de los lectores, no saben lo que es lijar una quilla durante las 8 horas laborales seguidas. Aclaro, es simplemente peor de lo que se imaginan. Cuando yo hoy en día escribo artículos diciendo que los franceses son unos absurdos porque limitan la jornada semanal a 35 horas, pienso en trabajos como los que hago ahora y las 70 horas o más que trabajo a veces. Pero entiendo perfectamente cómo alguien cuyo trabajo es lijar quillas mirando un reloj que se mueve a la misma velocidad que cuando están reparándote una carie quiera la semana de 35 horas. Es más, entiendo cómo puede querer cobrar seguro de desempleo y quedarse en su casa. Así fue que en medio de este sufrimiento -donde además de lijar y lijar tenía a Joe Tenazas diciéndome cuán mal hacía mi trabajo (y lo peor es que tenía razón)-, un día, por el megáfono del astillero, preguntaron si alguien hablaba inglés, salí corriendo hacia la gerencia diciendo que sí. Y ese fue mi último día como miembro de la clase obrera, porque con mis 17 recién cumplidos entré en la gerencia empresarial y nunca volví a salir de ahí. El tema fue que no solo empecé a traducir el contrato para que el astillero pudiera construir un velerito de 21 pies sino que me metí en las negociaciones y terminé sacándole mejores condiciones al diseñador francés, cuyo nombre no recuerdo. Me quedé en la gerencia hasta que me fui a Estados Unidos e inclusive mi primer trabajo en Estados Unidos, mientras era estudiante, siguió siendo hacer consultorías para el astillero.
La historia de mi llegada a los Estados Unidos también obedece a uno de esos absurdos planes adolescentes que me hacía yo. Todo tenía una lógica en este mundo, donde mi primo había desaparecido de la manera más ilógica. Mi argumento era el siguiente. Me habían aceptado en NYU en Nueva York, pero yo en vez de ir a Nueva York volaba a San Francisco. ¿Por qué? Porque “cómo me iba a ir a vivir a un país que no conocía”. Si ya conocía todas las provincias argentinas, menos San Juan y Catamarca (aún no las conozco), tenía que recorrer bien los Estados Unidos antes de llegar a Nueva York. Además mi primo no aparecía y mi padre finalmente se había dado cuenta de que la cosa estaba peligrosísima y mejor que nos fuéramos lo antes posible. Lo raro del caso es que aunque una parte del gobierno norteamericano, los republicanos, se dedicaban a entrenar a militares en Sudamérica para torturar y asesinar civiles, otra parte, los demócratas, y en nuestro caso el querido senador de Nueva York Patrick Moynahan, nos rescataba y daba a mi padre y a todos nosotros visas de refugiados (hace un par de años pude agradecer a su viuda en una cena en la casa de Jim Wolfenson, cuando dirigía el Banco Mundial).
Esto quiere decir que no sólo me había hecho 8.000 kilómetros entre enero y marzo del ‘77, sino que entre junio y agosto me hice 6.000 más. Esta vez viajando de San Francisco a Los Ángeles, Santa Fe, Phoenix, El Gran Cañón, Denver, Boulder, Omaha, Des Moines, Toronto, Montreal, las Cataratas del Niágara y muchos otros sitios antes de llegar a Nueva York. Pero en los Estados Unidos no me resultó fácil viajar a dedo. A la segunda vez que un homosexual trató de meterme la mano encima me di cuenta de que el sexo en USA no era como en Brasil, y me compré un billete de Greyhound Bus con el que podía cruzar Estados Unidos por solo u$s 75.
El cruce de Estados Unidos fue quizás más interesante, pero mucho menos divertido que el viaje por Brasil. No se trata del idioma, que hablaba bastante bien, sino que la gente me parecía rara, no la entendía. A diferencia de Brasil, los autobuses estaban llenos de personajes solitarios, a veces psicóticos. Si en Brasil me invitaban a una boda, en los Estados Unidos no me daban absolutamente nada sin pagar, nadie parecía interesarse por mí, me sentía increíblemente solo. Llegó un momento en el que, pese a los horrores que había vivido en la Argentina, extrañaba Buenos Aires, donde al ser víctima aún era alguien. En USA no era nadie.
Al llegar a Nueva York me sentí tan contento de ver a mi padre que hasta su esposa, a la que nunca había querido mucho, me pareció simpática y ni hablar de la felicidad de ver a mi hermana Paula. Eran mi familia y estaban ahí, en la Grand Central, para recibirme. Así llegué al final de este viaje, que había empezado en la biblioteca del Ministerio de Educación y que terminaba en Nueva York, concretamente en la Universidad en la que estaba por empezar mis clases y mi padre había conseguido un trabajo de profesor. Un viaje en el que yo sobreviví y mi primo David Varsavsky no. Mi primo al que hice construir en el colegio Toledano de Alcobendas (al norte de Madrid) el único colegio judío donde los chicos juegan todos los días viendo su nombre.
¿Por qué decidí que su tumba fuera un polideportivo lleno de chicos? Porque David sólo tuvo infancia. Sólo un chico podría entender su vida y sólo los chicos la van a entender. Y decidí que fuera un colegio judío porque aunque David, como yo, no era religioso, los antisemitas que lo mataron no hacen distinciones tan sutiles, ellos odian a los judíos como si fuéramos una plaga. No digo que a David lo mataron por ser judío porque no lo sé, pero las estadísticas muestran que una persona tenía 12 veces más probabilidades de ser asesinada por los militares si era judía.
En España hubo una persona que entendió muy bien el gesto de hacer un polideportivo en Alcobendas, fue Alberto Ruiz Gallardón, el hoy alcalde de Madrid. Cuando Ruiz Gallardón era presidente de la comunidad de Madrid, no se cómo se apareció en la inauguración del polideportivo y dio un discurso muy conmovedor. Había estudiado la historia de mi primo David y la relató muy bien. El segundo homenaje a mi primo fue Educ.ar. Para mí, Educ.ar , aunque no esté directamente ligado a David Varsavsky, es más que un homenaje, una estrategia de prevención para que un pueblo no pueda ser tan brutalmente engañado nunca más. Y durante este proceso de reconciliación con la Argentina que tan mal me trató, lo que fue emocionante fue el reencuentro con los propios militares, ya reformados en Campo de Mayo. Aunque cueste creerlo, fue el Ejército argentino el que distribuyó y distribuye las computadoras de Educ.ar. Hay gente que no puede perdonar. Yo sí. Cuando estuve con el comandante Bendini y sus colegas, sentí realmente que el Ejército nunca más haría lo que está tan bien descripto en el Nunca Más.
¿Por qué hice tantas cosas por David? En parte porque lo quería como a un hermano. Pero debo reconocer que nunca me quedó claro a qué Varsavsky fueron a buscar los militares cuando se llevaron a mi primo. Y nunca me quité del todo la culpa de si me salvé por estar en Brasil. Porque aunque yo era socialista declarado yo sé que mi primo David era solo un chico que iba al industrial y había aprendido a reparar radios y televisores para ganar algo de plata. Nada más.
¿Volver a los 17? En mi caso sería increíblemente traumático. Nunca cambiaría mis 17 por mis 47 llenos de felicidad, casado, con 4 hijos, queridos amigos argentinos, españoles y norteamericanos. Los 17 se los dejo a mi hija mayor, que los acaba de cumplir, y que está festejando con 4 amigas de marcha por Ibiza. Esos son los 17, los míos fueron muy especiales, y su historia merece ser contada, pero no se la recomiendo a nadie.