El gran pensador caribeño Hugo Chávez no es el único que se afirma convencido de que, con el fallecimiento prematuro de Néstor Kirchner, la Argentina, América Latina y el mundo entero se vieron privados de los servicios de “un gigante”. No bien murió el ex presidente, buena parte del arco político local y regional se puso a ponderar su espíritu de lucha, su sagacidad, su fervor revolucionario y otras presuntas virtudes –según el mandatario colombiano Juan Manuel Santos fue “un hombre de consensos”–, tratándolo como un santo cívico que vivirá para siempre en el corazón del pueblo, el que, para sorpresa de muchos, le dio una despedida multitudinaria que hizo recordar las otorgadas a Hipólito Yrigoyen, Evita, Juan Domingo Perón y Raúl Alfonsín.
En cuanto a los adversarios –mejor dicho, los enemigos– de Kirchner, o bien se llamaron a silencio, como en el caso de Elisa Carrió, o bien optaron por agregar sus voces al coro que lo ensalzaba como si nunca se les hubiera ocurrido acusarlo de sembrar discordia, pisotear las instituciones, intentar destruir medios de difusión que no lo apoyaban con el vigor debido y, para rematar, aprovechar de manera impúdica el poder que supo construir para enriquecerse personalmente. Un tanto tardíamente, casi todos coincidieron en que Kirchner fue, para citar al vice “traidor”, Julio Cobos, “un gran presidente” y que por lo tanto merece un lugar de privilegio en el Olimpo nacional.
Sería de suponer, pues, que la muerte súbita de un dirigente tan excepcionalmente dotado perjudicaría enormemente al gobierno que había dominado, pero sucede que en la Argentina los códigos no escritos de la política tienen muy poco que ver con la fría lógica. Aquí, las pérdidas a veces suman, ya que, en términos políticos por lo menos, la viuda del prócer, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, se vio beneficiada por la conmoción que fue provocada por la muerte de su cónyuge. Conforme a las primeras encuestas, la ciudadanía cree que, sin su marido todopoderoso a su lado, Cristina será mucho más eficaz de lo que era antes y que sería un error imperdonable oponérsele. De la noche a la mañana, sus acciones subieron veinte puntos; de mantenerse, arrasaría en las próximas elecciones presidenciales.
Pensándolo bien, se trata de una forma muy extraña de homenajear al extinto “hombre fuerte” que, por cierto, no resultó ser tan imprescindible como dicen sus admiradores. Lejos de debilitar al Gobierno, su desaparición física le ha permitido recuperar el capital político que había despilfarrado peleando contra el campo, distintos medios de difusión, “las corporaciones” y otros símbolos del mal. Merced al reemplazo del Kirchner pendenciero de carne y hueso por otro inasible de dimensiones míticas, el Gobierno ha recibido una bocanada de aire fresco que en vida jamás hubiera podido proporcionarle. La Presidenta y sus colaboradores esperan prolongar la buena onda resultante hasta fines del año próximo, pero no les será del todo fácil: como acaba de recordarnos, la opinión pública es tan veleidosa que no hay garantía alguna de que les quede fiel por mucho tiempo más.
Si la mejora instantánea que experimentó la imagen de Cristina a raíz de la muerte de su marido nos dice algo, ello es que en una franja amplia de la población, las emociones primarias inciden mucho más que las propuestas concretas, los programas de gobierno y las cuestiones ideológicas. El veinte por ciento o más participa a su modo en el drama personal de los poderosos, en esta ocasión solidarizándose con la Presidenta enviudada, sin interesarse por los asuntos que, en teoría por lo menos, deberían considerarse prioritarios. Si bien lo mismo sucede en todas las democracias, de ahí la proliferación de “asesores de imagen” óptimamente remunerados, en la Argentina la propensión así supuesta, que se alimenta de la convicción íntima de que en el fondo todos los políticos son iguales y que hay que juzgarlos según criterios que podrían calificarse de estéticos, parece ser mucho más fuerte que en otros países, lo que no augura nada bueno, ya que está en juego no sólo el destino de un puñado de individuos conocidos sino también el de más de cuarenta millones de personas.
De todas formas, el que Cristina se haya visto tan potenciada por lo que para ella fue una desgracia personal apenas soportable plantea la posibilidad de que la próxima contienda presidencial sea un mano a mano entre dos personas que, a su modo, deberían su protagonismo a su vínculo familiar con un caudillo muerto. Ricardo Alfonsín tendrá sus propios méritos, pero nadie ignora que llegó adonde está por ser el hijo de Raúl. En los años que precedieron a su muerte, el “padre de la democracia” no pudo aspirar a ser reelegido presidente porque, como entendía muy bien, una eventual candidatura suya hubiera sido humillante para él y desastrosa para la UCR. En cambio, “Ricardito” podría triunfar. Asimismo, antes de aquel fatídico 27 de octubre, las perspectivas en tal sentido de Cristina eran sombrías.
Los impresionados por las exequias de Alfonsín querían creer que brindaron a la ciudadanía una oportunidad para reafirmar su compromiso con los valores encarnados por el líder radical que, insistían, había sido un hombre de bien que siempre respetó las reglas democráticas, nunca fue acusado de pactar con corruptos y no vaciló en enfrentarse con el poder militar cuando era muy peligroso hacerlo. Desde su punto de vista, se trataba de una manifestación antikirchnerista, ya que los valores representados por los santacruceños eran muy diferentes de los atribuidos a Alfonsín. En tal caso, ¿cómo interpretar la forma en que una parte importante del país reaccionó frente a la muerte de Néstor Kirchner? Si lo que se proponía fue subrayar su compromiso con un conjunto de valores, quienes no los comparten tienen motivos de sobra para preocuparse.
Mal que bien, en la Argentina los muertos no suelen descansar en paz. De manera fantasmal, siguen liderando los movimientos que lograron formar cuando aún estaban entre nosotros. Aquí, la política está empapada de nostalgia por caudillos irremediablemente idos. En cierto modo, es comprensible. El país alcanzó su cenit hace un siglo. A partir de entonces, ha continuado rodando cuesta abajo, con el resultado de que virtualmente todos se sienten víctimas de una injusticia histórica intolerable. La clase media, diezmada una y otra vez por cataclismos económicos, se sabe injustamente postergada. Los pobres se aferran desesperadamente a las promesas engañosas de caciques de hace más de medio siglo que sus sucesores reiteran rutinariamente sin que nadie les crea. Los sindicalistas quieren disfrutar del poder que Perón decía sería suyo.
En el país de las oportunidades perdidas, es muy fuerte el deseo de retroceder a algún momento del pasado en que, se imagina, el Gobierno se equivocó de rumbo para entonces empezar de nuevo. Es lo que quisieran hacer aquellos kirchneristas que, haciendo gala de un grado de amnesia realmente asombroso, se las han ingeniado para convencerse de que todo comenzó a pudrirse en los años setenta del siglo XX, de ahí el atractivo para ciertos jóvenes belicosos de la agrupación que se llama “La Cámpora”. Claro, en la década favorita de los kirchneristas, los montoneros soñaban con volver el reloj atrás al aún más sanguinario siglo XIX, cuando en su opinión Juan Manuel de Rosas encarnaba las esencias patrias, mientras que sus enemigos se dedicaban a reivindicar “la generación del 80” también decimonónico.
Tanto conservadurismo es preocupante. Mientras que en otras partes los dirigentes políticos entienden que les convendría concentrarse en el futuro, aquí abundan los resueltos a reinventar el pasado, tarea esta que se resisten a dejar en manos de historiadores y literatos, acaso por entender que serían tan profundas y tan difíciles las reformas necesarias para que la Argentina lograra prosperar en un mundo cada vez más competitivo que sería mejor no perder el tiempo pensando en ellas. Una razón por la que la Argentina no cuenta con un partido declaradamente conservador –a lo sumo, algunos aceptan que los comentaristas los califiquen de “centro-derecha”, pero así y todo dan a entender que a su modo son tan “progresistas” como sus rivales–, es que casi todos, comenzando con el PJ y la UCR, se ven aglutinados por la nostalgia que sienten sus simpatizantes por alguna que otra etapa que el tiempo ya ha devorado.
Huelga decir que el Gobierno actual no constituye una excepción a esta regla deprimente. El esquema previsto por “el modelo” kirchnerista es el tradicional: un régimen sindical heredado del fascismo italiano, el capitalismo de los amigos, una clase política extraordinariamente costosa, la exclusión masiva contenida por el clientelismo y la retórica igualitaria que han perfeccionado generaciones de populistas. Lo mismo que su difunto esposo, la presidenta Cristina es una conservadora latinoamericana típica que habla como una izquierdista y actúa como una derechista. En nombre del nacionalismo, lucha por impedir que la Argentina se adapte al mundo que efectivamente existe, denunciando lo que otros entienden por desarrollo socioeconómico con el propósito de defender el sistema corporativista que fue consolidado por el primer gobierno peronista y que ha sobrevivido a todos los intentos de sus sucesores por desmantelarlo.
* PERIODISTA y analista político,
ex director de “The Buenos Aires Herald”.