Pensándolo bien, George W. Bush tiene motivos de sobra para envidiar a Hugo Chávez. Mientras que el norteamericano apenas puede salir de la Casa Blanca sin enfrentarse con bandas de manifestantes rabiosos que lo acusan de ser el autor de todos los males del universo, cada vez que el venezolano pisa tierra foránea se ve rodeado de idólatras que lo adulan como si fuera un semidiós, colmándolo de elogios y festejando hasta sus ocurrencias más banales. El contraste sería tolerable si de cuando en cuando Hugo hablara bien de George, pero sucede que no lo hace nunca. Por el contrario, en la dura competencia internacional para decidir quién será capaz de insultar con más vehemencia e ingenio al “hombre más poderoso del mundo”, Hugo se las ha arreglado para adelantarse incluso a rivales tan aguerridos como sus amigos Fidel Castro y el mandamás iraní Mahmoud Ahmadinejad, además del mismísimo Osama bin Laden, lo que en opinión de una amplia franja de izquierdistas latinoamericanos, europeos e incluso norteamericanos ha sido más que suficiente como para hacer de él la nueva esperanza de la progresía planetaria a pesar de – o a causa de – su voluntad de desatar una carrera armamentista regional, su intromisión en la política interna de todos los países de su vecindario, su antisemitismo flagrante y el desmantelamiento rápido de lo que aún queda de la democracia venezolana.
Así las cosas, no sorprende que cuando Bush visita países como Brasil, Uruguay, Colombia, Guatemala y México, la preocupación principal de sus anfitriones atribulados sea impedir que tenga mucho contacto con la gente. A diferencia de Chávez, no le es dado llenar estadios de fútbol como si fuera un cantante de rock. Antes bien, tiene que ocultarse detrás de contingentes de policías antidisturbios, guardaespaldas y agentes secretos cuya misión consiste en salvarlo de la ira justiciera de quienes dicen creerlo la reencarnación de Adolf Hitler. Felizmente para Chávez y sus compatriotas, no lo es: si el Führer alemán hubiera contado con el poder actual de Estados Unidos, ya hubiera obligado a los gobiernos latinoamericanos a liquidar por lesa majestad a sus críticos menos respetuosos y de haberse comportado el mandatario de un país pequeño y débil ubicado en su patio trasero como el caudillo venezolano frente a Bush, la Luftwaffe lo hubiera silenciado antes de que se le ocurriera la segunda bravuconada. Como entienden muy bien los profesionales del odio hacia los norteamericanos, hoy en día se puede despotricar contra el imperio con la más absoluta impunidad. Lejos de correr riesgos, los que lo hacen con más fervor suelen verse premiados por su aporte valioso a un género que encanta a buena parte de la intelectualidad mundial.
De todos modos, a juzgar por las apariencias Chávez ya ha ganado sin dificultad alguna la batalla virtual con el imperio estadounidense por las mentes y corazones latinoamericanos y en especial argentinos, por ser éstos, según las encuestas de opinión, los más hostiles a los norteamericanos, y sobre todo a Bush, de todos los habitantes de la región. Pero la realidad es un tanto distinta. Hasta aquellos funcionarios que aplauden las salidas del rechoncho ex golpista saben que en el fondo no es muy serio que digamos, y que si bien por ahora está en condiciones de entregar a sus admiradores más astutos cantidades impresionantes de dinero, ningún gobernante cuerdo pensaría en intentar reproducir en casa la revolución bolivariana a menos que merced a la naturaleza dispusiera de un torrente presuntamente inagotable de petrodólares.
En cambio, Estados Unidos, por antipático que sea a ojos de izquierdistas, nacionalistas, verdes, conservadores, católicos nostálgicos y muchos otros, sí es un país tan serio que en última instancia fija las pautas para todos los demás, razón por la cual es mejor resistirse a la tentación de ensañarse con él. Por cierto, sería poco probable que la Argentina se opusiera a la llamada iniciativa biocombustible que está impulsando Bush con el propósito indisimulado de liberar a su país y a otros de la dependencia del petróleo importado desde el Medio Oriente y, por supuesto, Venezuela. En el caso de levantar vuelo el proyecto, la Argentina y Brasil estarían entre los países más beneficiados por estar en condiciones de producir mucho más maíz, cuyo precio aumentaría, para las plantas de etanol, pero Venezuela se vería perjudicada si como resultado comenzara a mermar sus ingresos.
Aunque para los muchos que lo atacan Bush es un imperialista nato que está resuelto a reducir cuanto antes a América latina, y al resto del planeta, a la esclavitud, las críticas puntuales que se formulan aquí tienen más que ver con el escaso interés manifestado por su administración en el destino de la región que con un supuesto exceso de activismo. En principio, los molestos por el imperialismo yanqui deberían sentirse muy contentos por el hecho evidente, y comprensible, de que en los años últimos Estados Unidos haya prestado mucho más atención a la evolución del Medio Oriente musulmán, China, la India, Europa y hasta África que a la de América latina. Huelga decirlo que no es así. Antes bien, los representantes latinoamericanos en Washington y sus simpatizantes, encabezados por los demócratas, se quejan con amargura por la indiferencia hacia la región que a su juicio ha caracterizado al gobierno de Bush a partir de los ataques terroristas que demolieron las torres gemelas de Nueva York y un ala del Pentágono.
O sea, protestan si Estados Unidos interfiere en sus asuntos y también si se niega a hacerlo por tener las manos llenas en las demás partes de un planeta que reclama el liderazgo norteamericano sin por eso estar dispuesto a soportarlo. Quieren aprovechar la riqueza y dinamismo de un imperio en que, para más señas, aumenta con rapidez la proporción de ciudadanos de origen latinoamericano, de los cuales muchos son decididamente más patrioteros que los anglos, pero no les gusta para nada la idea de que Estados Unidos pudiera esperar recibir algo a cambio.
Entre los que son conscientes de que una confrontación abierta con Estados Unidos les ocasionaría problemas mayúsculos pero que también entienden que Chávez, virtual dueño de la caja más grande de América latina, podría resultarles útil, está el presidente Néstor Kirchner. Quedar bien con ambos no es nada fácil, pero gracias en buena medida al temperamento gruñón que le ha permitido ocultar sus sentimientos reales y lo inasible que para los legos es el peronismo, Kirchner ha logrado seguir siendo “amigo” del caribeño parlanchín sin distanciarse demasiado de Estados Unidos, aunque es claro que Bush lo considera un personaje nada confiable por la costumbre de su gobierno de ayudar a los yanquífobos a organizar sus actos. Chávez tendrá sus dudas también, ya que su homólogo argentino no comparte su entusiasmo ni por la revolución islamista iraní ni, es de esperar, por la dictadura atroz de Corea del Norte, pero por lo de la no interferencia en los asuntos internos de países soberanos Kirchner ha podido echarle algunas flores al afirmar no tener la menor intención de ayudar a “contenerlo”. Se trata de una actitud similar a la asumida por el presidente brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva, que tampoco quiere que sus compatriotas de inclinaciones izquierdistas lo acusen de conspirar con Bush para mantener a Chávez en cuarentena. A Kirchner el equilibrismo así supuesto le resultaría más difícil si Bush ordenara un ataque militar contra Irán con el propósito de privarlo de la posibilidad de fabricar bombas nucleares para uso contra Israel, pero mientras tanto seguirá codeándose con quien es, al fin y al cabo, el mejor cliente para los bonos argentinos.
Así y todo, Lula y Kirchner no pueden sino sentirse irritados por el protagonismo en América latina del mandamás de un país que es más pequeño que los suyos que está cubierto de lacras de todo tipo. Con la excepción de algunos convencidos de que toda la región se ha entregado al socialismo retro, nadie ha calificado a Lula de chavista, pero de vez en cuando dicho epíteto ha sido colocado al lado del nombre de Kirchner, lo que es denigrante por ser él presidente de un país que a pesar de sus desgracias recientes sigue siendo mucho más importante que Venezuela. Por lo pronto, no extrañaría demasiado que un buen día Kirchner se hartara de verse incluido entre los secuaces de quien Carlos Fuentes calificó una vez de “papagayo tropical”, sobre todo si en medio de uno de sus frecuentes peroratas el venezolano cometiera el error de tratarlo como un subordinado leal. Puede que Kirchner sea un pragmático, pero es tan humano como el que más, razón por la que de enfriarse su relación con Chávez no sería por sus discrepancias ideológicas sino por alguno que otro roce meramente personal.