A la larga, ¿es viable la democracia tal y como la conocemos? A primera vista, la pregunta parece absurda. Las democracias modernas son, por un margen muy amplio, las sociedades más exitosas de toda la historia del género humano. Son mucho más ricas, más poderosas, más igualitarias y más libres que cualquier otra. También son las más creativas, las que más han hecho para poner la ciencia al servicio del hombre y de tal modo mejorar radicalmente el nivel de vida material de miles de millones de individuos tanto en el Occidente como en el resto del mundo. Siguen atrayendo a habitantes de países tercermundistas que están dispuestos a correr riesgos terribles con la esperanza de compartir los beneficios que ofrecen países como los Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea.
Así y todo, a pesar de los logros fenomenales de las grandes democracias, no cabe duda de que, con la eventual excepción de las que combinan una población pequeña con recursos naturales abundantes –Noruega, Australia, Canadá–, están deslizándose hacia un abismo económico, social y, desde luego, político, del cual no les será nada fácil salir. Si por fin consiguen hacerlo, podrían parecerse poco a las sociedades opulentas y pacíficas actuales. Puede entenderse, pues, que el malestar, en algunos casos rayano en el pánico, se haya apoderado de tantos en los Estados Unidos, el Japón y, sobre todo, Europa.
Hasta mediados del 2008, confiaban en que el futuro de virtualmente todos sería mejor que el pasado, que a pesar de las dificultades conservarían sus “conquistas” sociales, pero desde el derrumbe de Lehman Brothers y la implosión de la burbuja inmobiliaria estadounidense y sus equivalentes en Europa, se sienten atrapados en una pesadilla incomprensible. En la prensa europea y norteamericana abundan los vaticinios apocalípticos, de cataclismos por venir.
Con ironía truculenta, el país que se ve más amenazado por el agudización de las contradicciones que son propias tanto del capitalismo como de la democracia contemporánea es Grecia, donde hace dos milenios y medio nació el ideal democrático para inquietud de pensadores destacados de aquel entonces como el Sócrates retratado por Platón y Jenofonte. Entendían que los esfuerzos de los dirigentes políticos, “los demagogos”, por satisfacer los reclamos mayoritarios solían tener consecuencias ingratas, motivo por el que preferían arreglos más autoritarios. Por cierto, no les hubiera sorprendido que, andando el tiempo, las democracias terminaran ahogándose en un océano de deudas impagables o que llegara el momento en que gobiernos surgidos, si bien indirectamente, de la voluntad popular se verían forzados a conculcar una multitud de derechos adquiridos supuestamente intocables.
Otro aporte de los griegos antiguos, en especial de Sócrates, fue el espíritu científico que, al posibilitar muchos años después una serie de revoluciones tecnológicas por lo general beneficiosas, terminaría impulsando la marginación laboral de una cantidad cada vez mayor de personas. Aunque la productividad de las economías desarrolladas ha aumentado de manera fenomenal desde mediados del siglo pasado, el poder adquisitivo de la mayoría de los trabajadores y de la clase media inferior ha subido muy poco. Quienes carecen de las aptitudes o las calificaciones educativas necesarias para cumplir funciones económicamente valiosas han tenido que conformarse con las sobras dejadas por los demás.
Para tranquilizarlos, los dirigentes políticos han intentado convencerlos de que la situación en que se encuentran es pasajera, que en cuanto la economía se recupere del bajón atribuido a financistas codiciosos, a la especulación descontrolada y a la irracionalidad perversa de “los mercados” habrá empleos bien remunerados para todos. Es a lo sumo una expresión de deseos; en una economía más globalizada y, gracias a la proliferación de novedades tecnológicas, más exigente, se ampliará la brecha que ya separa a quienes están en condiciones de aprovechar las oportunidades para prosperar y los que en última instancia dependerán siempre de la ayuda ajena. Huelga decir que estos incluirán a centenares de miles de empleados públicos europeos y norteamericanos que perderán su trabajo a causa de los ajustes que están poniéndose en marcha.
Ya se da por sentado que de un modo u otro, Grecia pronto caerá en default y se sospecha que otros países en apuros la seguirán. Por razones comprensibles, la alternativa más lógica que se ha propuesto a un default griego, una unión fiscal europea que, como señalan los escépticos, obligaría a contribuyentes alemanes a subsidiar indefinidamente a los evasores impositivos crónicos de Grecia, Italia y otros países, no motiva mucho entusiasmo en Berlín. Mientras tanto, los líderes europeos se aferran a la ilusión de que los griegos, después de someterse a una sucesión de ajustes feroces, puedan metamorfosearse en trabajadores tan productivos como los teutones y tan capaces de saldar las deudas gigantescas que fueron acumuladas por sus gobernantes, pero todos saben que solo se trata de una fantasía.
Aun cuando los europeos solventes se las ingeniaran para minimizar las consecuencias para sus bancos de un default griego que los privaría de una proporción nada desdeñable de sus activos, el “contagio” resultante afectaría enseguida a Italia, España y tal vez Francia, que de acuerdo común son mucho menos competitivas que Alemania. De ser así, el euro tendría los días contados. ¿Y la Unión Europea? Muchos temen que, al profundizarse las dificultades económicas, resurjan con fuerza incontenible los viejos demonios nacionalistas al procurar cada país defender lo suyo, un desastre que haría estallar el proyecto europeo.
Si solo fuera cuestión de una crisis financiera que, como tantas otras en el pasado, podría superarse luego de un período de austeridad en que los gobiernos pondrían en orden sus respectivas cuentas fiscales, las perspectivas frente a los europeos no serían tan lúgubres, pero por desgracia los problemas del Viejo Continente son mucho más graves. Merced en parte a la seguridad brindada por un Estado benefactor generoso que libera a los individuos de responsabilidad por su propio futuro, los europeos han dejado de procrearse. Para mantener la población actual, sería necesaria una tasa de natalidad promedio de 2,1 hijos por mujer, pero en el sur de Europa y en Alemania es inferior al 1,4, de ahí el colapso en cámara lenta de sistemas previsionales creados hace medio siglo cuando la realidad demográfica era otra. Aunque últimamente se ha registrado un leve aumento de la tasa de natalidad, los especialistas en la materia creen que es demasiado tarde para que Grecia, Italia, España y Alemania, entre otras naciones emblemáticas, consigan revertir una tendencia que, de prolongarse algunas décadas más, significaría su virtual extinción.
Para rellenar el agujero poblacional que se ha abierto, los gobiernos europeos, a diferencia del japonés, decidieron importar contingentes nutridos de inmigrantes procedentes de África y Asia sin preocuparse del todo por las diferencias culturales y religiosas, lo que, claro está, ha enfurecido a los muchos nativos que se sienten víctimas de un experimento social maligno ensayado por elites inescrupulosas que los desprecian. Aunque algunos mandatarios, como Angela Merkel, Nicolas Sarkozy, David Cameron y Silvio Berlusconi, no han vacilado en afirmar que a su juicio, el multiculturalismo, la doctrina según la que todas las distintas culturas son de valor igual y que es malo discriminar entre ellas porque todas deberían poder convivir en el clima de tolerancia mutua enriquecedora –un planteo que hubiera asombrado a generaciones anteriores y que, por supuesto, no se ve respaldado por la historia conflictiva de nuestra especie–, ha resultado ser un fracaso rotundo, a los europeos no les queda más opción que la de soportar las consecuencias del idealismo ingenuo de los gobernantes anteriores. De perpetuarse la bonanza económica, serían manejables los problemas ocasionados por la inmigración masiva y por la formación de comunidades reacias a integrarse, pero en la etapa signada por la estrechez extrema que ya ha comenzado las divisiones sociales, cuando no tribales, que se dan en todos los grandes países europeos podrían dar pie a enfrentamientos sumamente violentos.
Más aún que la Unión Europea misma, la Eurozona es fruto de un intento denodado por subordinar lo económico a lo político. Sus arquitectos creían que, si pasaran por alto las diferencias enormes entre las economías de Grecia y Alemania, Finlandia y España, la realidad se adaptaría a sus deseos. Para algunos, la crisis que se ha desatado es positiva porque les permitirá apurar la integración de las partes heterogéneas del conjunto. Afirman que la solución es “más Europa”, una unión fiscal con un solo ministro de Economía todopoderoso, pero los europeos de a pie no quieren saber nada de lo que tomarían por un avance intolerable de los burócratas no elegidos de Bruselas. ¿Sobrevivirá la Unión Europea al estallido que se prevé? Puede que una versión menos ambiciosa, desprovista de buena parte de la legislación paneuropea confeccionada en Bruselas, logre mantenerse a flote, ya que escasean los que apostarían mucho a la continuación del esquema actual.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.