Tiemblen fachos, Maradona es zurdo”, proclamaba un graffiti firmado por Los Vergara, en 1983, en plena campaña presidencial. El método de este grupo era simple: se juntaban en un bar del barrio de Belgrano a acuñar frases ingeniosas, las pintaban en varios puntos de Buenos Aires, divididos en dos cuadrillas y durante la noche, y no bien la leyenda quedaba impresa con aerosol, huían despavoridos para evitar a la policía. Al igual que los “graffiteros” que en los 70 invadieron los subtes neoyorquinos, y a pesar de que ni una sola de sus pintadas persiste en la actualidad, la obra de estos adolescentes no sólo se convertiría en objeto de intensos debates sociológicos, sino que pasaría a integrar el patrimonio cultural porteño.
Arte legítimo. Con los años, las técnicas del graffiti -en sus versiones “stencil”, con ilustraciones o con inscripciones-evolucionaron hasta alcanzar la categoría de obra de arte, a tal punto que galerías y museos de todo el mundo, desde la Tate Modern Gallery de Londres hasta el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, han abierto sus puertas a lo que los curadores llaman “street-art” (arte callejero). El carácter efímero y contestatario de estas obras ha seducido también a las grandes empresas, que en los últimos años han gastado parte de su presupuesto publicitario en promover a artistas urbanos como Julian Beever. Invitado por la empresa Movistar, este artista inglés adornó las peatonales porteñas con dibujos en 3D. Por otro lado, al igual que Barcelona –que por culpa de una ordenanza municipal que prohibió las pintadas, el año pasado perdió su estatuto de capital mundial del graffiti – y Berlín, la ciudad de Buenos Aires se está convirtiendo en un destino atractivo para artistas urbanos de todo el mundo. La semana pasada, la marca de ropa deportiva Puma –junto a otros sponsors- organizó en el barrio de Recoleta el Festival Puma Urban Art, en el que se presentaron reconocidos artistas urbanos de todo el mundo.
Marketing. Otra marca que ha integrado a artistas “under” al circuito comercial es la estadounidense MAC, que lanzó una línea de maquillaje creada por la graffitera francesa Fafi, quien por otro lado ya ha trabajado para Adidas y la tienda parisina Colette, que desde la exclusiva calle Faubourg Saint Honoré, dicta las pautas de la moda para el mundo. En Argentina, el artista visual Federico González, quien también participó en la convocatoria de Puma, ha “intervenido” productos para esta y otras marcas de “urban wear”. “Intervenir es pintar, ‘bardear’ un producto que se presenta en blanco, como una remera o una zapatilla y donde el artista se expresa con dibujos originales”, dice este ilustrador, quien en breve expondrá en Inglaterra. Dentro de esta tendencia, en la galería comercial Bond Street, en Buenos Aires, Nike instaló un local en el que exhibe zapatillas “customizadas” por artistas callejeros.
El paso del circuito artístico “off” a las grandes estrategias de marketing no siempre es bien visto por los graffiteros: “El festival de Puma ha generado opiniones a favor y en contra. A mí no me parece mal que un artista pueda vivir de esto trabajando para una marca”, afirma Javier Mamprin, director de la galería de street-art Club Blast, en Rosario. “Yo no vivo de esto y la galería surgió como un capricho”, dice. Sin embargo, en la actualidad, su emprendimiento cuenta con el apoyo de marcas como Vans, Circa y Cover your bones, que fabrica las zapatillas “All Stars” argentinas. La artista Caro Chinaski también ha diseñado para marcas como Sedal o Varanasi. “No vivo de esto, sino de un conjunto de cosas entre las que figuran la historieta, la ilustración y la pintura”, admite Chinaski, quien eligió su nombre en honor al antihéroe que protagoniza varias novelas de Charles Bukowski. “Tengo una gran necesidad de expresarme”, indica esta treintañera que supo tener un local de ropa en la Bond Street. De hecho, tampoco le molesta que luego de una larga sesión de pintura nocturna en algún muro abandonado, a la mañana, su obra haya desaparecido bajo un par de manos de pintura a la cal. “Es un arte efímero que no admite la posibilidad de retocarlo y que en general desaparece. Tampoco es un arte egocéntrico: de hecho el que realiza pintadas lo hace en forma anónima y, a veces, en forma colectiva, con seis artistas que pintan un mismo muro”, dice Chinaski.
La ley de la calle. “Pintar en la calle te hermana”, dice Gonzalo de “Buenos Aires Stencil”, un colectivo de “stencileros” que de noche se dedica a estampar muros con esta técnica milenaria que sólo exige una plantilla hecha de cartón o papel de radiografía, un par de tijeras y aerosol. Al igual que los graffiteros, los “stencileros” prefieren actuar de forma anónima porque la actividad está penada por la ley: “Si no pinto en un colegio o una iglesia, en general los vecinos no se quejan. Cuando viene la policía, me voy tranquilo, sin enfrentarla. A la cana no le interesa tener dos tipos chorreando pintura en una comisaría y yo sólo quiero volver a mi casa”, dice Gonzalo.
En este sentido, el artículo 80 del Código Contravencional porteño castiga con uno a quince días de trabajo comunitario y multas de 200 pesos a 3.000 pesos, al que “manche o ensucie bienes de propiedad pública o privada”. En general, es una figura legal tan difícil de aplicar que el Gobierno porteño se limita a gastar anualmente grandes sumas en pintar paredes.
“La idea no es arruinar una casa recién pintada, de hecho no nos interesa stenciliar sobre esas superficies. En cambio, hay muros abandonados o feos que están pidiendo a gritos que los pintes”, provoca por su parte “Malatesta”, nombre artístico de otro integrante de Buenos Aires Stencil. Junto a Gonzalo, en el barrio de Palermo, fundó la galería de arte urbano Hollywood in Cambodia, en homenaje a una canción de la banda punk Dead Kennedys. Un par de noches por semana, este colectivo sale a estampar stenciles por la ciudad, en grupo o en forma individual. “La adrenalina que sentís al hacerlo es diferente si lo haces grupalmente”, cuenta Gonzalo. “En general, un vecino asume que si ve a un grupo de muchachos con escaleras y tachos de pintura, se trata de una actividad totalmente legal y no te dice nada”, agrega. El principio que lo mueve es “transformar el espacio” y expresar una idea. Entre los personajes con los que se encuentra en sus raids nocturnos figuran los cartoneros, que “te hacen compañía y te tiran ideas”. “¿No tenés uno con la cara de Riquelme?”, le preguntaron alguna vez. Gonzalo les pinta los carros de basura con motivos tan atractivos como controvertidos, como una virgen con pistolas o la figura de Perón con las manos recortadas. Otros stenciles de esta agrupación que más de un porteño habrá visto en la ciudad representan a George W. Bush con las orejas de Mickey Mouse o a Pepito Marrone, con gorra y pose del “Che”, haciendo un juego de palabras con la célebre frase del cómico argentino.
En campaña. Buenos Aires Stencil hizo un mural para Volskswagen, pero en general esta agrupación se muestra reacia a que las marcas se apropien del stencil para ganar credibilidad entre los jóvenes. De hecho, hoy esta técnica de diseño representa una eficaz estrategia de comunicación utilizada por las agencias de publicidad más importantes, que implementan “campañas guerrillas”, donde decenas de stencileros salen de noche a estampar la ciudad con logos de marcas como Nike o incluso de películas, como fue el caso de “El día después de mañana”, estrenada hace cuatro años.
“La imaginación al poder” fue uno de los graffitis del Mayo Francés que, entre otras cosas, se oponía a la sociedad de consumo. Seguramente, ninguno de esos jóvenes que encabezaban las barricadas parisinas hubiera imaginado que, 50 años después, el espíritu de denuncia social del graffiti sería utilizado por marcas como Adidas y Nike. “Prohibido prohibir”, podrían retrucar los creativos publicitarios desde sus oficinas en Puerto Madero.