ace cien años, la Argentina comenzó su segundo siglo de vida al son de una marcha triunfal: todos sabían que era la tierra de promisión por antonomasia y que Dios le había reservado un destino de grandeza. Tanto los argentinos mismos como los gurúes extranjeros más respetados dieron por descontado que siempre se destacaría por su opulencia. Por desgracia, tales ilusiones no tardaron en desvanecerse, razón por la que al dejar atrás su segundo siglo lo haría escuchando una miscelánea musical cacofónica en que los lamentos por las oportunidades perdidas alternaban con manifestaciones multitudinarias de orgullo patriótico mientras que, de más está decirlo, ciertos dirigentes políticos se las arreglaron para hacer gala de un grado de mezquindad realmente llamativo.
Con todo, pudo detectarse cierto optimismo. Con escasas excepciones, los dispuestos a arriesgarse opinaron que, gracias en gran medida a los milagros que nos depararía el progreso tecnológico, en el 2110 nuestros bisnietos tendrían buenos motivos para festejar la llegada del Tricentenario.
Es posible que ello ocurra, pero también lo es que la Argentina tal y como la conocemos haya dejado de existir mucho antes. Nada es permanente en este mundo. Por cierto, no lo son las construcciones políticas. Aunque países multiétnicos como China son en efecto imperios, a esta altura escasean los tentados a reivindicar una modalidad política que durante milenios fue “normal”. Pues bien: con razón o sin ella, muchos suponen que el “Estado-nación” que surgió de las ruinas de imperios exhaustos tiene los días contados porque los problemas planteados por la globalización son tan grandes que es necesario archivar nociones presuntamente obsoletas de soberanía nacional.
El “Estado-nación” es un invento moderno que para los historiadores se remonta al Tratado de Westfalia de 1648, pero tendrían que transcurrir muchos años antes de que la gente dejara de privilegiar sus lealtades hacía los cultos religiosos o dinastías familiares, comunidades étnicas o lingüísticas, que habían determinado su lugar en el mundo, su “identidad”. En Occidente, el proceso aún no se ha completado; siguen produciéndose brotes separatistas. Según los sondeos que se han realizado, en el extenso mundo musulmán, la mayoría se siente más comprometida con su propia versión del Islam que con el Estado nacional local; como alguien dijo, muchos países árabes son “tribus con banderas”.
Es habitual tomar la Argentina por un “país joven”, pero en verdad está entre los más viejos. Pocos integrantes de las Naciones Unidas adquirieron su forma actual hasta bien entrado el siglo XX; en comparación con la mayoría de los estados africanos y asiáticos, el argentino es un anciano. Asimismo, si bien italianos y alemanes ya hicieron sentir su presencia en la lejana antigüedad, tuvieron que aguardar hasta la segunda mitad del siglo XIX –en 1861 y 1871, respectivamente– para organizarse en naciones independientes que se aproximaban a las de hoy.
En la actualidad, el mundo está dominado por Estados nacionales, pero cada tanto el mapa se modifica, a veces de manera radical. Hace apenas una generación, se despedazaron la Unión Soviética y Yugoslavia, lo que permitió el nacimiento –o el renacimiento– de muchos países “nuevos”. Se separaron la República Checa y Eslovaquia; en los años próximos, lo mismo podría suceder en el Reino Unido, Bélgica e incluso España.
En el sentido contrario, los comprometidos con la Unión Europea quieren transformarla en una federación con un gobierno central fuerte capaz de manejar la economía con firmeza teutona amenizada por cierta arbitrariedad gala, lo que haría de los distintos miembros del “superestado” previsto meras provincias, aunque últimamente parecería que tales esfuerzos resultarán contraproducentes ya que, para frustración de las elites, los pueblos europeos se aferran a sus diferencias.
El nacionalismo, inocuo en algunos casos pero genocida en otros, ha sido el credo político más poderoso e influyente de la época moderna, pero de por sí no será suficiente como para garantizar la permanencia de los estados nacionales existentes. Aun cuando la Unión Europea se conformara con ser nada más que una comunidad económica, sorprendería que Italia y Alemania llegaran a celebrar su propio bicentenario, y ni hablar del tricentenario. De continuar por mucho tiempo más las deprimentes tendencias demográficas actuales, bien antes de iniciarse el siglo XXII los italianos y alemanes nativos constituirán una minoría pequeña en vías de extinción. El territorio sobrevivirá, pero los pueblos que le dieron su nombre se habrán visto engullidos por la historia, como fueron tantos otros a través de los milenios.
Aunque hay señales de que el mismo cansancio demográfico o, si se prefiere, cultural, que está haciendo marchitar las naciones del bien llamado viejo continente, está empezando a afectar a la Argentina, las perspectivas del país son decididamente menos sombrías que las enfrentadas por sus parientes europeos. En efecto, de agravarse mucho más la crisis, al parecer terminal, del Estado de bienestar europeo, y de intensificarse, como es probable, los conflictos entre los nativos y las crecientes comunidades musulmanas que, al igual que los colonos europeos de otros tiempos, están más interesados en diseminar sus propias costumbres que en “asimilarse”, la Argentina podría recibir una nueva oleada de inmigración equiparable con las de fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
¿Sería suficiente como para asegurar su supervivencia como una nación independiente con sus propias idiosincrasias? Puede que no. Inspirándose, como ya es tradicional, en el ejemplo brindado por los europeos, tanto aquí como en algunas otras partes de América latina hay muchos que quisieran fundir las naciones existentes en una entidad supuestamente superadora, de ahí el Mercosur, aspiración en aras de la cual un gobierno argentino no vaciló en sacrificar el viejo pasaporte argentino, la Unasur de la que Néstor Kirchner es secretario general “a tiempo completo”, y otros intentos de hacer de la unidad latinoamericana algo más que un tropo retórico. Lo entiendan o no, los entusiasmados por dicha noción están buscando una forma elegante de poner fin a la independencia argentina, acaso con la esperanza de que un futuro gobierno supranacional lograra solucionar los muchos problemas que los desbordan.
Aun cuando los ensayos de dicho tipo no prosperen –y lo que está sucediendo en Europa debería servir de advertencia para los arquitectos de edificios políticos novedosos–, los años que nos separan del Tricentenario no carecerán de desafíos. Fronteras adentro, de difundirse la convicción de que en ciertas regiones se viviría mejor si sus habitantes no tuvieran que aportar al gobierno nacional, podrían surgir movimientos separatistas. También podrían cobrar fuerza los reclamos de “los pueblos originarios”, lo que andando el tiempo plantearía un peligro a la unidad nacional. Por lo pronto, sólo se trata de un fenómeno folclórico, pero adquiriría dimensiones alarmantes de incidir en la Argentina la sensación ya generalizada de que están batiéndose en retirada los descendientes de los europeos “blancos” que colonizaron las partes más apetitosas de la Tierra cuando estaban en condiciones de hacerlo.
Así y todo, los desafíos principales procederán del exterior. Fue una suerte para la Argentina que la Independencia coincidiera con el inicio de un siglo de supremacía británica y que la siguió un período prolongado de virtual hegemonía norteamericana, ya que fue del interés de sendas potencias anglosajonas mantener a América latina alejada de las convulsiones que agitaban al resto del planeta. De lo contrario, los países de la región, la Argentina entre ellos, hubieran sido presas fáciles para los expansionistas alemanes, japoneses y rusos que procuraron reemplazar el orden internacional, sostenido por el imperio británico primero y después por su heredero estadounidense, por otro que hubiera sido muy diferente y, a juzgar por el destino de los pueblos que por algunos años lograron sojuzgar, de características horrorosas.
¿Está en decadencia irremediable el “imperio” norteamericano? A quienes ya están festejando su eventual caída les convendría pensar en las alternativas más probables que, debería ser innecesario decirlo, no incluyen la de un mundo conformado por países soberanos tranquilos en que ninguno soñaría con pisotear otros. Antes bien, la ausencia de una superpotencia capaz de actuar como gendarme internacional podría significar una etapa caótica de guerras nucleares y genocidios en que algunos encontraran irresistibles las riquezas naturales de la Argentina. Sería factible que China, siempre y cuando lograra mantenerse unida en las décadas tumultuosas que nos aguardan, se encargara de restaurar un mínimo de orden, pero por tratarse de un país totalitario de sentimientos nacionalistas, cuando no racistas, muy fuertes, en el caso de que sucediera a Estados Unidos en el papel de hegemón de turno, hasta los antinorteamericanos más rabiosos tendrían buenos motivos para sentir nostalgia por los días en que “el hombre más poderoso del mundo” vivía en Washington.