El mundo está crispado, a la espera de una de sus convulsiones periódicas. Los norcoreanos amenazan a los Estados Unidos y a Corea del Sur con una “guerra sagrada” nuclear. Israel enfrenta la alternativa nada agradable de atacar a Irán antes de que quienes fantasean con borrarlo de la faz de la Tierra adquieran una bomba atómica propia, o resignarse a convivir con el peligro que le supondría. Para desesperación de Barack Obama y de muchos otros, en Afganistán y Paquistán la OTAN se bate en retirada. Y en América latina, el venezolano Hugo Chávez, resuelto a agravar aún más la fiebre prebélica que está difundiéndose por el planeta, se ha puesto a hablar de una guerra contra Colombia de la que los Estados Unidos serían “el gran responsable, el planificador, el instigador”.
El clima internacional se parece bastante a aquel que, según Shakespeare (y Plutarco), precedió al asesinato de Julio César. En Venezuela, incluso, “se abren las tumbas, vomitando a los difuntos”, ya que poco antes de embestir contra Colombia, Chávez exhumó los presuntos restos de Simón Bolívar con miras, dijo, a determinar si había sido víctima de la malignidad colombiana hace más de un siglo y medio.
Por tratarse de Hugo, muy pocos toman en serio sus arengas marciales. Su amor por las bravuconadas es mundialmente famoso y hasta sus admiradores comprenden que, si realmente temiera ser víctima de un zarpazo norteamericano, actuaría con más cautela. Si bien últimamente ha comprado una cantidad impresionante de armas, un militar profesional como él no puede sino entender que, de estallar una guerra de verdad, su país correría el riesgo de sufrir una derrota humillante a manos de los colombianos que, por cierto, están mucho mejor preparados que sus hipotéticos enemigos venezolanos, ya que cuentan con décadas de práctica.
Es natural, pues, que, tanto dentro de la región como en el resto del mundo, la decisión de Chávez de romper todas las relaciones con Colombia, poner sus fuerzas armadas en alerta máxima y, por si acaso, jurar que dejaría de vender petróleo a los Estados Unidos si se les ocurriera apoyar a su aliado, no haya causado mucha preocupación. Virtualmente nadie cree que América del Sur esté en vísperas de una guerra convencional. Antes bien, se da por descontado que sólo es cuestión de una típica farsa chavista.
Y puesto que de común acuerdo Chávez es un provocador irresponsable capaz de decir cualquier cosa, muchos culpan al presidente saliente colombiano, Álvaro Uribe, por lo que está sucediendo. Lo hacen no sólo porque ubican a Uribe en el lado malo, el derecho, del mapa ideológico con otros conservadores filoyanquis, sino también porque lo suponen un hombre cuerdo que a esta altura debería haber aprendido que le convendría manejar con mucho cuidado a su vecino extravagante. Por su parte, Chávez habrá entendido que ser considerado un excéntrico imprevisible le otorga algunas ventajas muy valiosas. Como el norcoreano Kim Jong-il y el libio Moammar Khaddafy, cree que su reputación le asegura un grado de libertad negado a otros mortales.
Según quienes piensan que los presuntamente sensatos deberían limitarse a complacer a quienes claramente no lo son, Uribe cometió un error imperdonable cuando optó por llevar a la Organización de Estados Americanos el problema planteado por la presencia en Venezuela de campamentos de los narcoterroristas de las FARC, ya que a su juicio hubiera sido mucho mejor dejar las cosas como estaban. Que casi un centenar de tales campamentos existan ha sido un secreto a voces desde hace mucho tiempo, y ni siquiera ha sido un secreto la viva simpatía que siente Chávez por los “revolucionarios” colombianos que han provocado centenares de miles de muertes en el “país hermano” colindante.
Así las cosas, lo único extraño es que el gobierno de Uribe haya demorado tanto en reclamar el envío de una comisión internacional para investigar el asunto para entonces proceder a tomar las medidas necesarias, entre ellas sanciones económicas, para obligar a Chávez a dejar de apoyar a quienes siguen tratando de dinamitar la democracia colombiana. De estar convencido Chávez de que no hay guerrilleros colombianos en territorio venezolano, sería el primero en reclamar que la OEA, la ONU, o cualquier otra organización de autoridad equiparable se encargaran de mostrar al mundo que Uribe estaba mintiendo. Huelga decirlo, optó por reaccionar como alguien a quien encontraron con las manos en la masa.
¿Por qué esperó Uribe hasta último momento, cuando ya se alistaba para abandonar el palacio presidencial, para denunciar la colaboración de Chávez con los narcoterroristas? Parecería que suponía que, andando el tiempo, el caudillo bolivariano rompería sigilosamente con las FARC por comprender que no era de su interés brindarles un santuario en su propio territorio, pero que al llegar a su fin su gestión entendió que no tenía la más mínima intención de hacerlo. De ser así, la actitud de Uribe se asemeja a la del gobierno norteamericano hacia la colaboración con los talibanes de sectores de los servicios de inteligencia paquistaníes. Obama y sus asesores sabían que era un problema mayúsculo, pero suponían que hablar de él sin tapujos haría todavía peor una situación ya sumamente complicada, de suerte que fingían pasarlo por alto hasta que, algunos días atrás, un alud de secretos militares filtrados llegó a la prensa mundial, obligándolos a enfrentarlo. Cuando la realidad resulta intolerable, los gobiernos democráticos suelen preferir una ficción tranquilizadora, mantener cruzados los dedos y rezar para que todo salga bien.
Para el sucesor elegido de Uribe, Juan Manuel Santos, que asumirá el 7 de agosto, el intento tardío de su ex jefe de sincerar la relación con Chávez habrá sido una sorpresa ingrata, ya que a partir de su triunfo electoral aplastante ha tratado de hacer pensar que, a pesar de la fama de duro que adquirió como ministro de Defensa, se proponía abrir un nuevo capítulo caracterizado por la amistad y el respeto mutuo. Aunque el reemplazo por Santos de Uribe – según Chávez, “un enfermo, lleno de odio”– dará al venezolano una oportunidad para “normalizar” las relaciones, no le será nada sencillo lograrlo a menos que eche de una vez a sus huéspedes de las FARC, algo que es claramente reacio a hacer, si bien ha moderado un tanto su postura pidiéndoles abandonar la lucha armada. Sea como fuere, hasta que Uribe se haya alejado de la presidencia colombiana, persistirá el riesgo de que un pequeño incidente dé pie a un conflicto inmanejable. Cuando dos ejércitos en “alerta máxima” se enfrentan, puede ser más fácil empezar una guerra que conservar la paz.
Chávez tiene motivos de sobra para odiar a Uribe. Su archienemigo no sólo ha logrado reducir a las FARC a un residuo paródico de lo que eran antes de su llegada al poder hace ocho años; también ha conseguido hacer de Colombia un “país emergente” muy prometedor, con una economía en plena expansión que los inversores internacionales encuentran muy atractiva. El contraste con lo hecho por Chávez, el autoproclamado inventor del “socialismo del siglo XXI”, difícilmente podría ser más llamativo. Gracias a su arbitrariedad, el estado de la economía de la Venezuela bolivariana es catastrófico. Aunque todos los años el petróleo le asegura el equivalente de vaya a saber cuántos planes Marshall, sufre la tasa de inflación más elevada de América latina, una crisis energética devastadora, desabastecimiento, desocupación en alza y, desde luego, una marejada de delincuencia que ha hecho de Caracas una de las ciudades más peligrosas del mundo.
Como buen demagogo, Chávez sabe que el fervor patriotero posee propiedades anestésicas, lo que ayuda a hacer comprensible la vehemencia de su renovada ofensiva verbal contra Colombia. Al acercarse las elecciones legislativas fijadas para el 26 de septiembre, necesita con urgencia una crisis externa que sirva para distraer la atención de los votantes del desaguisado interno que se las ha ingeniado para crear.
En su condición de secretario general de la Unasur –la OEA sin los Estados Unidos y Canadá–, Néstor Kirchner debería ser la persona indicada para encontrar una solución pacífica para la disputa entre Venezuela y Colombia, pero sería poco probable que su eventual intervención sirviera para mucho. Además de ser “amigo” de Chávez, no querría arriesgarse oponiéndosele, puesto que en tal caso el caudillo bolivariano podría desquitarse aprovechando el tema de la “embajada paralela” en Caracas y otros asuntos turbios protagonizados por integrantes de sus respectivos círculos áulicos. Otro pacificador en potencia es Luiz Inácio “Lula” da Silva, al que le encantaría recordarnos que Brasil lleva la voz cantante en América del Sur, aunque a él también le costaría desempeñar un papel neutral.
En la larguísima lucha contra las FARC, el ELN y otras bandas “revolucionarias”, los gobiernos democráticos de Colombia no han disfrutado del apoyo del resto de la región. Por miedo a la reacción de la izquierda, totalitaria o blanda, local, todos han preferido mirar para otro lado. Por esta razón, los colombianos han tenido que depender cada vez más del respaldo de los Estados Unidos, país que, por motivos comprensibles, no quiere que América latina degenere en una región inenarrablemente violenta dominada por pistoleros de retórica marxista, demagogos populistas y narcotraficantes multimillonarios.