Algo muy peligroso está gestándose en la megalópolis conformada por la Capital Federal y el depauperado conurbano bonaerense. Puede que el acuerdo con Mauricio Macri que la Presidenta tuvo que aceptar bajo la presión de los acontecimientos haya servido para desactivar una bomba que estaba a punto de estallar, pero no será la última.
Por algunos días, el país vio surgir en el Parque Indoamericano un futuro de pesadilla. Al difundirse la versión de que vale la pena proclamarse dueño de un pedacito de tierra ajena para entonces cambiarlo por un “plan” de vivienda o, mejor aún, por dinero, miles de familias, empujadas por activistas de todos los pelajes, entre ellos algunos kirchneristas, se pusieron en movimiento. De no haber logrado las autoridades, por calificarlas de algún modo, frenar con promesas vagas lo que ocurría, decenas de miles, tal vez centenares de miles de personas hubieran comenzado a reclamar su trozo del botín no sólo en el feudo del odiado Macri sino también en distritos que hasta ayer fueron fieles al kirchnerismo.
El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se vio desbordado desde el momento en que un pequeño contingente de bolivianos decidió probar suerte ocupando una franja del Parque Indoamericano. Se sintió impotente. Son infinitas las necesidades humanas de quienes procuran abrirse camino en el inmenso conglomerado urbano que se ha acumulado en torno al puerto y que, en última instancia, depende de un gobierno nacional que está en guerra con el mandatario capitalino. Por eficientes que fueran Macri y sus acompañantes y por buena que fuera su voluntad de ayudar a quienes les están pidiendo solucionar ya sus problemas, no están en condiciones de satisfacerlos.
Por lo demás, si por algún milagro consiguieran hacerlo, aumentaría todavía más el poder de atracción de Buenos Aires, una ciudad que siempre ha despertado ilusiones de todo tipo y que figura en los sueños no sólo de los habitantes de las provincias atrasadas del norte argentino en que el ingreso per cápita es una mera fracción del porteño sino también en los de quienes viven en pobreza en Bolivia, Paraguay y Perú. Para muchos, muchísimos, Buenos Aires, el motor económico de lo que fue el Virreinato del Plata, la ciudad en que Dios atiende, representa la posibilidad de una vida mejor. Mientras el interior, el que en el caso de la metrópoli incluye a una parte sustancial de América del Sur, siga expulsando a sus habitantes, Buenos Aires continuará tentándolos.
Como no pudo ser de otra manera, una consecuencia de las corrientes migratorias que desembocan en Buenos Aires ha sido la intensificación de la lucha por los espacios disponibles. Al igual que en otras partes del mundo, los ya asentados se sienten amenazados por los recién venidos y están dispuestos a defenderse. Si bien, a diferencia de lo que está sucediendo en Europa, se trata de gente de la misma cultura, puesto que con escasas excepciones hablan el mismo idioma, comparten los mismos cultos religiosos y, para más señas, quieren integrarse plenamente a la comunidad anfitriona, a ojos de los vecinos de aglomerados como Villa Soldati, Villa Lugano, La Matanza, Quilmes y cada vez más lugares, son intrusos que están procurando privarlos de derechos duramente adquiridos. Lamentar que “los pobres” no cierren filas para darnos una lección de solidaridad es inútil. Bien que mal, el género humano siempre ha sido así y los sermones de los progres no lo cambiarán.
Cuando Mauricio Macri dijo que el problema habitacional de la Capital se debió en gran medida a la “inmigración descontrolada” y la defensora del Pueblo de la Ciudad advirtió que es imposible dar vivienda a todos los procedentes de los países limítrofes, fueron acusados en seguida de “xenofobia” por sus adversarios políticos, encabezados, desde luego, por la Presidenta. Parecería que aquí, como en Europa y los Estados Unidos, en opinión de los bienpensantes hasta aludir a los problemas provocados por la inmigración masiva es propio de racistas ultraderechistas, cuando no de neonazis. A su entender, es un tema tabú. Tal actitud ha contribuido a la caída estrepitosa de la popularidad tanto de las agrupaciones políticas progresistas en países avanzados en que el grueso de la población se siente abandonado a su suerte por elites tan comprometidas con el multiculturalismo que no les importa un bledo el destino de quienes al fin y al cabo son sus compatriotas. No sorprendería demasiado que el mismo fenómeno se reeditara aquí. Por cierto, tal y como están las cosas, no le convendría del todo a la Presidenta, el aún jefe de Gabinete Aníbal Fernández –según el que apropiarse de espacios públicos no es delito–, y otros paladines del kirchnerismo celebrar demasiados actos proselitistas en Villa Soldati y sus aledaños.
Cristina dice no estar dispuesta a “integrarme al club de países xenófobos” –¿serán Holanda, Francia, Estados Unidos, España, Italia, el Japón, el Reino Unido, China, Bolivia y vaya a saber cuántos más?– para entonces hablar, como una dama de caridad orgullosa de su amplitud de miras y del trato benigno que depara a la servidumbre, del cariño que sentía por sus mucamas chilenas. Puede que sus sentimientos sean elogiables, pero la forma fabulosamente torpe en que el gobierno nacional reaccionó frente a la toma del Parque Indoamericano sólo sirvió para avivar el fuego.
Mal que le pese, entre los vecinos indignados de Villa Soldati y otros lugares en la Capital y el Gran Buenos Aires el nacionalismo argentino aún no se ha visto reemplazado por uno mercosureño. Si quienes temen ver inundados sus barrios por una marea de gente de otros lugares creen que Cristina quiere más a los bolivianos, paraguayos y peruanos apropiadores de tierra que a los argentinos, se transformarán en opositores aún más combativos que la gente del campo, lo que, en vista de la magnitud demográfica del conurbano y de los estragos que todos los días está haciendo la inflación, sería más que suficiente como para provocar un estallido social equiparable con el que puso fin a la gestión del presidente Fernando de la Rúa.
El Gobierno, pues, tiene motivos para sentirse angustiado por lo que está sucediendo, pero, no bien comenzaron los disturbios, se hizo evidente que Cristina y sus asesores no tenían la menor idea de lo que estaba pasando. Puesto que para ellos hay que subordinar absolutamente todo a las reyertas políticas que tanto los obsesionan, optaron por limitarse a culpar a Macri por los primeros incidentes –para algunos, lo del Parque Indoamericano se debió a su ineptitud, para otros, fue el resultado de una conspiración maquiavélica–, sacaron a los efectivos de la Policía Federal de la zona con el propósito de dejarlo indefenso y, confiados en que el jefe porteño “xenófobo” tendría que pagar todos los costos políticos, se sentaron para mirar con fruición el espectáculo resultante. Como debieron haber previsto, la táctica no funcionó. Antes bien, sirvió para asegurar que la situación se agravara hasta tal punto que el sur de la Capital amenazaba con convertirse en una gran zona liberada.
Aunque a muchos dirigentes y cronistas les encantaba ver a Macri en apuros por tratarse de un empresario devenido en político levemente conservador –sin preocuparse por la posibilidad de que la saña oficialista lo haya ayudado a escalar posiciones en el ranking nacional–, a ninguno le resultó convincente la noción de que Cristina sea víctima de una conspiración siniestra urdida por un rejunte de punteros es de suponer neoliberales, fascistas, narcos y otros malhechores igualmente repudiables. Entonces, a los estrategas kirchneristas se les ocurrió que Eduardo Duhalde, que se encontraba en los Estados Unidos, podría haber sido el gran responsable de los conflictos que se propagaban por el conurbano a una velocidad comparable a la alcanzada por los que, nueve años atrás, le habían despejado el camino hacia la Casa Rosada, teoría esta que parece igualmente improbable.
Por motivos comprensibles, el gobierno porteño no pensó en ceder ante los reclamos de los “okupas”. Si lo hiciera, no tardaría en verse abrumado por una multitud de extorsionistas politizados; punteros kirchneristas, cabecillas de organizaciones étnicas, piqueteros, y los infaltables militantes de la izquierda carroñera que se alimenta de las lacras sociales. Por su parte, el gobierno nacional no quiere “reprimir”, aunque a esta altura no podrá sino entender que la alternativa podría ser todavía peor. El deber fundamental de todo Gobierno consiste en mantener el orden aplicando la ley. Si por motivos presuntamente ideológicos –o por no tener que pagar “costos políticos”– se niega a hacerlo, abre las puertas a la anarquía, a la lucha lobuna de todos contra todos. Aunque es paradójico que un conjunto de gobernantes que se imaginan continuadores del sanguinario “proyecto” montonero sea reacio a hacer uso de la fuerza incluso cuando haya riesgo de que el país se vea convulsionado por conflictos sociales, Cristina y sus colaboradores estaban más interesados en castigar a la Policía Federal por haber reprimido a los ocupantes iniciales del Parque Indoamericano que en restaurar un simulacro de orden. Claro, si la Policía reacciona frente a las purgas por venir trabajando con tristeza, cualquier chispa serviría para desatar una conflagración decididamente mayor que la de Villa Soldati.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.