Hace diez años, cuando la Argentina se iba a pique, norteamericanos y europeos se regodearon del espectáculo a su juicio edificante que, sin equivocarse, atribuyeron a las deficiencias de una clase política convencida de que Dios le había concedido el derecho a vivir muy por encima de los medios disponibles. Puede entenderse, pues, que no solo la Presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, sino también muchos que militan en facciones opositoras de mentalidad afín estén mirando con fruición no disimulada lo que está sucediendo en los Estados Unidos y Europa. Desde su punto de vista, los “países líderes” arrogantes están recibiendo su merecido.
Es sin duda natural que los kirchneristas y quienes compartan sus principios populistas se sientan reivindicados. Ven que los severos moralistas que los habían sermoneado acerca de lo irresponsable que es gastar demasiado y depender del ahorro ajeno son culpables del mismo pecado que con tanta soberbia habían denunciado. Y a los simpatizantes del gobierno de Cristina les encanta decirles que, gracias al “modelo” productivo, inclusivo, popular, nacional y muchas cosas más, la Argentina sigue creciendo a un buen ritmo y la gente consume cada vez más sin preocuparse por mañana, mientras que el llamado “Primer Mundo”, abrumado por una cantidad fenomenal de deudas, se ha resignado a años, tal vez a décadas, de estancamiento.
¿Por qué –se preguntan– no aprenden ellos de la experiencia argentina? ¿Por qué no repudian los griegos, portugueses, españoles e italianos, a sus deudas que con toda seguridad son espurias, para entonces adoptar una versión del modelo kirchnerista que tanta felicidad nos ha traído?
La respuesta a dichos interrogantes es sencilla: a los habitantes de los países actualmente ricos, en que el ingreso per cápita es dos o tres veces más alto que el de aquí y los servicios sociales son más que adecuados, no les gusta para nada la idea de un futuro argentino en que buena parte de la clase media se haya visto privada de lo que a través de los años había ahorrado y se haya ensanchado hasta extremos apenas imaginables el abismo que separa a un puñado de adinerados de una multitud de pobres, cuando no de indigentes, que dependen de la largueza estatal.
Desde el punto de vista de los europeos y norteamericanos, la Argentina kirchnerista se parece más a una advertencia truculenta de lo que podrían significarles los peligros que los acechan que a una promesa de tiempos mejores por venir. Por razones comprensibles, preferirían que sus países evolucionaran de otra manera, pero, tal y como están las cosas, es factible que les espere un destino no muy distinto de aquel que le tocó a la Argentina, un país que a mediados del siglo pasado se suponía irremediablemente rico y que por lo tanto había llegado la hora de distribuir lo ya acumulado.
Los economistas nunca dejarán de polemizar en torno de las causas tanto de la debacle financiera del 2008 que fue desatada por el colapso del mercado inmobiliario estadounidense y la recesión tenaz que la siguió como de lo que convendría hacer para recuperar el brío perdido, pero acaso convendría más concentrarnos en los factores políticos y sociales. La crisis que se ha apoderado del Occidente próspero dista de ser solo económica. También es cultural y, si se quiere, psicológica. Se ha desplomado la confianza en el porvenir de un orden que antes pareció estar en vías de universalizarse, “globalizándose” hasta incorporar a todos los integrantes del género humano. Parecería que los Estados Unidos están preparándose anímicamente para verse desplazados en la cima por la dictadura china; es poco probable que ocurra, pero el que tantos norteamericanos lo crean es de por sí significativo.
Algunos problemas son propios del sistema político. En países democráticos de ideales igualitarios, es decir, en todos los desarrollados, los dirigentes más populares suelen ser los comprometidos con la “justicia social”, los que se dedican a reclamar el reparto de lo ya conseguido, con el resultado de que en Europa y los Estados Unidos se ha institucionalizado la transferencia de recursos desde los sectores más productivos hacia quienes aportan poco o, en millones de casos, absolutamente nada. Ordenar aumentos e inventar nuevos derechos es fácil; eliminar algunos y reducir otros cuando parece que no hay más alternativa no lo es en absoluto. Para salir del brete así supuesto, muchos gobiernos, además de personas privadas, optaron por endeudarse hasta el cuello, de ahí las deudas insoportables que están aplastando a tantas economías y a quienes dependen de ellas.
En los Estados Unidos y Europa abundan los “marginados”. Aunque a diferencia de sus pares argentinos casi todos perciben ingresos que les permiten vivir con cierta comodidad, muchos ni trabajan ni estudian, se saben superfluos y se creen despreciados; en los barrios menos salubres de Londres, París y ciertas ciudades norteamericanas, manifiestan el rencor que sienten protagonizando disturbios vandálicos. ¿Cómo reaccionará esta gente cuando se intensifiquen los inevitables programas de “ajuste”? ¿Será posible transformar a los criados en familias disfuncionales, por lo general encabezadas por madres solteras, en que durante generaciones nadie ha tenido un empleo formal? Para los gobiernos de los países acostumbrados a la prosperidad, prepararse para hacer frente a saqueadores como los que semanas atrás se entregaron a una orgía festiva de consumismo en Londres y otras ciudades del Reino Unido se ha convertido en una prioridad.
Aun más urgente, si cabe, es el desafío planteado por las decenas de millones de personas tranquilas y respetuosas de la ley que, luego de conseguir diplomas universitarios, han descubierto que debido en buena medida a la revolución tecnológica, en especial la informática, a nadie le interesa emplearlas. Se sienten víctimas de una estafa perpetrada por sociedades que las había convencido que sus credenciales académicas, muchas en materias novedosas que fueron creadas para halagar a lobbies politizados, valdrían tanto como las de antes cuando solo una pequeña minoría lograba conseguirlas. No se les había ocurrido que, lo mismo que la inflación económica que reduce el valor de la moneda, la inflación educativa, caracterizada por el facilismo y el abandono de rigor, de las últimas décadas ha servido para devaluar todos los diplomas salvo los más tradicionales.
Otro factor que nos ayuda a entender el malestar que se ha propagado por el “Primer Mundo” es demográfico. La caída estrepitosa de la tasa de natalidad en Europa, sobre todo en países antes colmados de chicos como España, Italia y Grecia, combinada con la prolongación de la expectativa de vida, supone que para mantener en la comodidad a la que se ha habituado un ejército creciente de jubilados hay cada vez menos jóvenes. Se ha creado así una situación que, si bien es insostenible, los gobiernos vacilan en procurar cambiar. Tendrán que hacerlo: además de la transferencia constante de recursos a los sectores menos competitivos de la sociedad que se ve legitimada por el Estado benefactor, está en marcha otra entre las generaciones. Como ya ha sucedido en el seno de grandes sectores de lo que fue la clase media argentina, los jóvenes europeos y norteamericanos entienden que, con escasas excepciones, les será necesario conformarse con un nivel de vida inferior a aquel de sus padres y abuelos. Al fin y al cabo, les corresponderá pagar las deudas gigantescas que les dejarán.
El gobierno de Cristina no tiene “soluciones” para la crisis multifacética que enfrentan los países avanzados y que no podrá sino agravarse en los años próximos. A lo sumo, muestra que, con tal que las elites políticas operen con cierta habilitad, es posible administrar la decadencia con dosis terapéuticas de clientelismo, ilusiones y retórica tendenciosa para impedir que la sociedad se desintegre por completo, lo que no es poca cosa. Así y todo, la Argentina, que cuenta con ventajas naturales negadas a la mayoría de los países, podría aspirar a algo más. Aunque los europeos y norteamericanos nunca entendieron que andando el tiempo ellos mismos correrían el riesgo de precipitarse por la pendiente que eligió la Argentina más de medio siglo atrás, los políticos locales tienen una oportunidad para aprender lo suficiente de los errores estratégicos ajenos como para ahorrarse muchos dolores de cabeza en el futuro.
Por desgracia, el “modelo” populista, clientelista y llamativamente corrupto que se basa en el “capitalismo de los amigos” tiene mucho en común con lo peor del euronorteamericano actual que ha entrado en una crisis que amenaza ser terminal. La mayoría de los nuevos empleos se encuentra en el sector público; la educación pública es poco exigente; se protege a los menos competitivos internacionalmente a costa de los más competitivos; si un problema, como el planteado por la energía, parece demasiado difícil, se lo bicicletea hacia adelante para que otros se encarguen de atenuarlo; el consumo importa más que la producción; y aquí también las tendencias demográficas son ominosas aunque, desde luego, el sistema previsional, por llamarlo de alguna manera, podrá sostenerse por más tiempo que los europeos porque aquí es considerado perfectamente normal que el Estado defraude a los jubilados.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.