Perdónale todo a aquel que no se perdona a sí mismo”, enseña Confucio desde la antigüedad china. Así piensan aún hoy los pueblos asiáticos. Por eso no concedieron el perdón reclamado por Japón en 1995, a través de Tomiichi Murayama, al cumplirse medio siglo del final de la Segunda Guerra Mundial.
Fue un hecho histórico, pero las palabras usadas por aquel primer ministro no parecían reflejar un verdadero arrepentimiento. Más bien parecían motivadas por el interés nipón de penetrar en los mercados de los vecinos que, por entonces, consolidaban su gran salto a la prosperidad.
En cambio el perdón que acaba de pedir Naoto Kan fue más creíble. Al cumplirse 65 años del día de la rendición japonesa, ante el emperador Akihito y su esposa Michiko, el primer ministro no ahorró adjetivos para reclamar la disculpa de los países que padecieron el belicismo expansionista del imperio, desde la restauración Meiji hasta la capitulación firmada sobre la cubierta del acorazado Missouri.
“Quiero expresar mi renovado sentimiento de profundo remordimiento y mi sincera petición de perdón por el tremendo daño y sufrimiento provocados durante el dominio colonial”, le dijo a Corea del Sur. En el mismo discurso, prometió la devolución de patrimonio expoliado, por caso históricos documentos de la dinastía Chosum que aún reposan en archivos de Tokio.
Horas más tarde, el presidente Lee Myung-bak lo llamó por teléfono para aceptarle esa disculpa en nombre del pueblo surcoreano. No está claro que los otros países asiáticos se hayan conmovido de igual modo. Pero en Corea del Sur, la voz del Japón hoy tiene otro eco, porque los dos países están a la sombra de la misma amenaza: las ojivas nucleares del régimen norcoreano, la peor consecuencia que dejó la ocupación japonesa en la península.
El agresivo ejército imperial se fue derrotado en 1945, pero el país quedó dividido a la altura del Paralelo 38, porque al sur lo liberaron los norteamericanos y al norte, los soviéticos, que dejaron en Pyongyang al megalómano Kim Il Sung, constructor del hermético Estado comunista que sobrevivió a la guerra de los años ’50, al derrumbe soviético y a la transformación socioeconómica de China.
Ahora que está en la mira de los misiles que también apuntan a Seúl, Tokio siente en la propia piel la herida que su agresivo imperialismo dejó en Corea.
El asesinato de la emperatriz Myeogseong fue, en 1895, un signo brutal de la ambición japonesa sobre Corea. Esa monarca de la dinastía Joseon fue venerada por los coreanos, que la llamaban “reina Min”, entre otras cosas por su resistencia a entregar la Península al Imperio del Sol Naciente. Por eso, dos agentes japoneses la asesinaron en el Palacio Myongbok.
Diez años más tarde, comenzó la ocupación que, el 29 de agosto de 1910, se convirtió en anexión. El éxito de ese expansionismo colonialista alentó al nacionalismo nipón a lanzarse a la dominación de toda Asia. A sangre y fuego deglutió las 7.100 islas del archipiélago filipino, convirtió la Manchuria china en la provincia de ultramar del Manchukúo, además ocupar Taiwán, Singapur, Malasia, rincones más lejanos como Birmania y varias de las 15.300 islas de Indonesia.
La masacre de 1937 en Nanjín, así como la esclavitud sexual, fueron algunas de las brutalidades cometidas por el supremacismo étnico de aquellos japoneses, que los ideólogos del racismo nazi consideraban “los arios del Oriente”.
En todos los países agredidos quedaron marcas que aún perduran. Pero ninguno de ellos quedó mutilado territorialmente, ni padece hoy consecuencias políticas graves de aquellas invasiones. Solo Corea, que quedó partida en dos y con un régimen lunático y totalitario al norte del Paralelo 38. La extraña dinastía comunista que convirtió a los norcoreanos en una legión de autómatas que, según las señales que emite el régimen, podrían inmolarse en un holocausto nuclear si así se los reclama el “adorado líder”.
En Yasukuni se respira incienso y quietud, sin embargo lo habita un espíritu inquietante. Sucede que es el templo que evoca a todas las víctimas japonesas de las guerras, pero también está dedicado a muchos responsables de masacres y destructivas invasiones. Yasukuni es el reverso del arrepentimiento y el pedido de perdón. Entre sus paredes late el nacionalismo agresivo que imperó desde el siglo XIX hasta las devastaciones de Hiroshima y Nagasaki.
Por eso Asia se indigna cuando un gobernante visita ese templo del corazón tokiota. Yusihiro Nakasone lo hizo en 1985, pero no lo reprocharon tanto porque lo entendieron como gesto nacionalista, destinado a compensar la apertura de lo que hasta entonces había sido un mercado herméticamente cerrado, y la millonaria asistencia que su gobierno brindó a los vecinos que padecieron el imperialismo expansionista.
No hubo la misma comprensión para la visita al templo que realizó Junichiro Koizumi en el 2001. Este primer ministro encabezaba la nueva generación de tecnócratas que desplazó a la vieja guardia del Partido Liberal Demócrata (PLD), pero también proponía suprimir el Artículo 9 de la Constitución redactada en 1946, por el cual Japón se prohíbe a sí mismo dirimir cualquier conflicto exterior mediante la fuerza militar y se compromete a no tener jamás bombas atómicas como las que aniquilaron a los pueblos de Hiroshima y Nagasaki.
Desde 1948, el año en que los socialistas moderados que lideraba Tetsu Katayama perdieron el gobierno, el PLD comenzó a encaramarse en el poder.
Hichiro Hatoyama fue uno de los creadores de esa versión oriental del mexicano PRI, que gobernó durante más de medio siglo. Jamás habrá imaginado aquel nacionalista imperial reconvertido en demócrata pro norteamericano, que sus nietos desgarrarían al PLD y lo sacarían del poder.
Kunio y Yukío Hatoyama escindieron el partido de la dinastía familiar y crearon Minshuto (Partido Democrático del Japón), la fuerza socialdemócrata que le provocó al PLD la primera derrota electoral de su historia, arrebatándole el gobierno.
Ese partido gobierna Japón y su primer ministro, Naoto Kan, ha producido un acontecimiento histórico con su pedido de disculpas a todos los países asiáticos atacados antes y durante la Segunda Guerra Mundial. El significado de su mensaje es la contracara de lo que significa la visita de un gobernante japonés al templo de Yasukuni.
Cuando los japoneses vieron la foto del canciller imperial Mamoru Shigemetsu y del general Yoshigiro Umezo firmando la rendición frente al general McArthur, que los miraba con las manos en los bolsillos, se produjo una inmensa transformación cultural. Japón no era invencible ni su emperador era un dios. El propio Hirohito renunció al carácter divino del que gozaron sus ancestros y demás ocupantes del trono del crisantemo.
Al heredar el cetro de su padre, el emperador Taisho, dio por inaugurada la era Showa, que significa “brillante armonía”. Pero el período que verdaderamente mereció ese nombre es el que comenzó con su renuncia nacionalismo militarista y al carácter celestial de su investidura.
Ese nuevo Japón democrático que alcanzó modernidad y desarrollo en niveles asombrosos, es el que ahora ha pedido perdón a los países que sometió en el pasado, con una contrición especial para los coreanos.
Entre Tokio y Seúl todavía hay diferendos territoriales, como el de las islas Dokdo. Pero la amenaza que hoy los une es la herida que dejó en Corea la ocupación iniciada en 1905.
El régimen totalitario que engendró aquella agresión colonialista le recuerda al Japón su culpa. Si la asume y “no se perdona a sí mismo”, los pueblos que fueron sus víctimas quizá lo perdonarán, porque así lo reclama la sabiduría de Confucio.
*Director del Departamento de Ciencia Política de la Universidad
Empresarial Siglo XXI.