No es nada fácil ser industrialista a más no poder y también partidario exaltado del respeto por el medio ambiente, pero para el presidente Néstor Kirchner, el gobernador entrerriano Jorge Busti y muchos otros no hay contradicción alguna entre las dos posturas. Siempre y cuando las empresas contaminantes aporten algo a la economía nacional, pueden continuar ensuciando zonas en que viven millones de personas durante décadas sin que nadie las obligue a parar, de ahí la condición escandalosa del Riachuelo. En cambio, si el beneficiado por una actividad industrial que podría perjudicar el medio ambiente es un país vecino pequeño, políticos duchos en el arte de escuchar misa e ir en la procesión se transforman enseguida en paladines ecológicos que, vibrantes de rectitud, se proclaman resueltos a ir a virtualmente cualquier extremo para defender el derecho de todos a respirar aire puro, nadar en aguas cristalinas y no tener que ver todos los días un paisaje antes bucólico afeado por chimeneas humeantes.
Se trata de un fenómeno que en inglés se llama el “NIMBY syndrome”. Las siglas significan “not in my back yard”, es decir, “no en mi patio trasero”, y aluden a los movimientos formados por ciudadanos airados que, si bien quieren disfrutar de las ventajas que les brinda una economía industrializada, se niegan a dejarla funcionar cerca de su propio lugar de resistencia. Tales movimientos son muy activos en los países desarrollados, pero en el resto del mundo no suelen impresionar demasiado a los gobernantes que, por razones comprensibles, prefieren privilegiar las inversiones productivas por encima de los intereses de minorías a menudo relativamente acomodadas. En China, la voluntad de subordinar todo al crecimiento está causando un sinfín de desastres ecológicos. En América latina, dar prioridad a la industria ha tenido muchas consecuencias infelices, pero según los expertos en la materia la polución ocasionada por la pastera de Botnia que acaba de ponerse en marcha será llamativamente menor que la provocada por las instaladas en la Argentina, algunas de las cuales ensucian a distintos lugares en Paraguay.
Aunque luchas como la emprendida por los asambleístas gualeguaychenses y sus aliados coyunturales están celebrándose en muchas partes del mundo, pocas han tenido un impacto tan nefasto en la relación de dos países tradicionalmente amigos como la Argentina y Uruguay. Que esto haya ocurrido se debe al factor nacionalista. De haber sido cuestión de una planta papelera nueva instalada en la Argentina, el presidente Kirchner no hubiera vacilado un solo minuto en advertirles a los ecologistas que estaban atentando contra la sacrosanta industria nacional y por lo tanto contra el futuro de la Patria y de todos sus habitantes. Puesto que por motivos sin duda excelentes Botnia eligió construirla no en Entre Ríos sino en Uruguay, pensó que sería una idea genial encabezar las protestas declarando el asunto “una causa nacional”.
Fue un grave error. A Kirchner no le gusta del todo perder ni vincularse con perdedores, pero mal que le pesare dicha “causa” fue perdida de antemano. Como debió haber entendido desde el vamos, ningún presidente uruguayo, ni siquiera uno progre que le debía favores por la ayuda que le prestó en su campaña electoral, podría arriesgarse repudiando en efecto la mayor inversión extranjera de la historia de su país o intentando forzar a los finlandeses a irse a otra parte tierra adentro cuando ya estaban listos para comenzar a producir. Por lo demás, los uruguayos esperan que la planta de Botnia sea seguida por muchas otras similares, algunas todavía más imponentes, lo que permitiría a un país que hasta ahora depende mayormente de la agricultura y el turismo desarrollar un sector industrial muy lucrativo. Aunque Tabaré Vázquez hizo cuanto pudo por complacer a Kirchner e incluso demoró la puesta en marcha de la planta de Botnia para que no afectara la campaña electoral de Cristina, llegó el momento en que tanto él como sus colaboradores se dieron cuenta de que las “negociaciones” bilaterales con la participación de un “facilitador” español no iban a ninguna parte.
Dadas las circunstancias, Vázquez pudo haber elegido una oportunidad un tanto mejor para anunciar su decisión que la brindada por aquella “cumbre iberoamericana” farsesca que se celebraba en Santiago de Chile, pero Kirchner le suministró un pretexto inmejorable al ocurrírsele solidarizarse con una veintena de asambleístas que le esperaban con sus banderas y gritos patrióticos a la puerta de la embajada. Como le es habitual, les dijo lo que querían oír, afirmándose resuelto a seguir insistiendo en la relocalización de la pastera, pretensión que según él respaldará la Corte Internacional de La Haya. Además de enviar un mensaje inequívoco a los uruguayos, Kirchner se las arregló para poner en su sitio a su esposa y sucesora electa que días antes había manifestado sus dudas en cuanto a la contaminación ambiental que provocaría la planta de Botnia. Desde el punto de vista de los ecoguerreros, las palabras conciliadoras de Cristina significaban que estaba preparándose para traicionarlo.
Por razones comprensibles, los uruguayos se sienten doloridos por la actitud asumida por Néstor Kirchner que, luego de tratar a Vázquez como un gobernador provincial díscolo que le correspondía escarmentar cortándole los víveres, supuestamente lo acusó –tuteándolo como hoy en día es de rigor entre los jefes de Estado hispanohablantes– de dar “una puñalada por la espalda al pueblo argentino”. Si bien a esta altura Vázquez sabrá que en el léxico presidencial “pueblo argentino” es sinónimo de “yo”, no puede sino haberse sentido alarmado por tanta vehemencia, si es que realmente existió.
En otras circunstancias, la retórica que según sus voceros habría empleado Kirchner preludiaría una declaración de guerra o, cuando menos, la ruptura de las relaciones diplomáticas, pero pocos imaginan que la reyerta podría agravarse mucho más. Aunque en las horas que siguieron a la embestida de Kirchner se hablaba de “tensión” y de la peor crisis bilateral en casi dos siglos entre los dos países mientras que por su parte los uruguayos optaron por emular a los piqueteros ecológicos entrerrianos y cerrar la frontera entre Fray Bentos y Gualeguaychú, es de suponer porque suponían que algún energúmeno podría intentar hacer volar la planta por los aires, lo más probable es que en cuanto Kirchner se ponga a reflexionar las cosas se tranquilicen un tanto y, de todos modos, sorprendería que Cristina quisiera que durante su gestión la relación con Uruguay sea manejada por una cohorte de ambientalistas intransigentes.
Para satisfacción de éstos, no bien la papelera empezó a echar humo despidió un fuerte olor a “coliflor hervido” o, en opinión de algunos, a “huevos podridos”. Según la empresa, sólo se trata de un inconveniente que pronto se remediará. Los uruguayos rezan para que Botnia tenga razón en cuanto a la contaminación. Los voceros de la empresa aseguran que la planta respetará todas las reglas ambientales europeas que, desde luego, son mucho más severas que las imperantes aquí donde su hipotética aplicación significaría la muerte de una proporción sustancial de la industria del país. Si resulta que se han equivocado, el conflicto se eternizará, dañando de forma permanente la relación de la Argentina con un socio del Mercosur, lo que andando el tiempo podría provocar la desintegración del remedo local de la Unión Europea.
Lo mismo que los socialistas chilenos, los líderes del Frente Amplio uruguayo han elegido –es verdad que sin mucho entusiasmo– apostar a la integración al sistema globalizado emergente. Su país está recibiendo muchas inversiones extranjeras, en buena medida porque a pesar de sus eventuales escrúpulos ideológicos sus dirigentes están decididos a acatar las normas internacionales vigentes. En un ránking confeccionado por el Freedom House norteamericano, ocupa el lugar número 24, entre España y Portugal, en una lista de 153 países en base al respeto de las autoridades por “la democracia, mercado y transparencia”, mientras la Argentina se halla en el 64, por debajo de Rumania, Jamaica, Senegal y la República Dominicana.
Aunque el conflicto en torno de la papelera de Botnia no ayudará a Uruguay, la Argentina saldrá peor parada. El espectáculo brindado por un gobierno que, lejos de intentar poner fin al bloqueo económico organizado por ambientalistas furibundos, los ha alentado, sólo sirvió para recordar al resto del mundo que pese al crecimiento económico reciente el país sigue siendo un lugar anárquico proclive a entregarse periódicamente a pasiones nacionalistas. Y como si esto ya no fuera más que suficiente, merced al default, la negativa a reconocer la existencia de acreedores que no aceptaron perder su plata cuando se negociaba la deuda pública y la guerra santa de Kirchner contra el Fondo Monetario Internacional que hace poco probable un acuerdo satisfactorio con el Club de París, todo lleva a pensar que en los años próximos los inversores más importantes continuarán boicoteando a la Argentina, dando así a los “hermanos” rioplatenses de la otra orilla una oportunidad para seducirlos que no se proponen desperdiciar.