Daniel Radcliffe es el actor de 17 años que se hizo famoso interpretando a Harry Potter y que ahora es aclamado hasta el exceso por su desempeño en “Equus”, una antológica obra de teatro de Peter Shaffer (que entre nosotros lo tuvo a Miguel Ángel Solá como protagonista dirigido por Cecilio Madanes allá por el 76) en la que Alang Strang, el personaje principal, aparece totalmente desnudo en prolongadas escenas escabrosas con caballos y, durante diez minutos, en sexo explícito con una mujer.
Dakota Fanning es la chica de 13 años que se hizo famosa cuando a los ocho años fue premiada con el Screen Actors Guild Award por su magnífica actuación en “Yo soy Sam” y que ahora ha desatado una encarnizada polémica a raíz de su actuación en “Houndog”, un filme dirigido por Deborah Kampmeier que se desarrolla en el sur de los Estados Unidos durante la década del 50 y dónde encarna a Lewellen, una joven obsesionada con Elvis Presley que es víctima de un padre abusador. Sin ser el nudo principal de la trama, la escena de la violación -sin desnudos, con tenue iluminación en la que sólo se ve el rostro y la mano crispada de Dakota-Lewellen- es la que disparó la airada reacción encabezada por Ted Baehr, de la Comisión Cristiana de Filmes y Televisión de los Estados Unidos.
Tal parecería ser que las dos -la de Dakota y la de Daniel- son maravillosas actuaciones solo que, mientras los elogios y las ovaciones que cada noche coronan el desempeño de Daniel en el Teatro Gielgud de Londres recorren el mundo a través de los medios de comunicación, las denuncias acerca de una grave transgresión a la moral y las buenas costumbres, y el boicot amenazan al filme de Kampmeier.
Dejando de lado la discusión acerca de los estragos que en el psiquismo de un menor pueda ocasionar la indiscriminada exposición pública, el exceso de gratificaciones narcisísticas, la vanidad exaltada, el despliegue irrestricto de tendencias exhibicionistas, sería bueno reparar en las razones que fundamentan una respuesta tan antagónica en uno y otro caso.
Vidas prodigiosas. Claro está que sobran ejemplos de chicos “prodigios”, de niñas actrices, de chicos que por algún atributo físico -su belleza-, por su talento, gracia o alguna destreza singular -desde cantar y bailar hasta jugar al fútbol- son lanzados al ruedo para conquistar la fama. Y claro está que si uno les sigue la trayectoria muchas veces (no siempre) se encuentra con destinos trágicos. Pero, de lo que aquí se trata no es del impacto de la fama en el psiquismo infantil, no son tanto las leyes del mercado que deciden la manera en que circulan los productos culturales lo que importa, sino los prejuicios de género que hacen evidencia en la manera como el público y los medios reciben este fenómeno e inscriben su sentido.
Abismos. Entre los 13 años de Dakota y los 17 años de Daniel hay un abismo insoslayable aunque ambas edades estén dentro de lo que tradicionalmente se considera “menores de edad”. Entre el cine y el teatro, otro abismo: el ente de calificación del cine prohíbe la entrada a los menores de 18 años cuando así lo considera oportuno, aunque esos menores hayan trabajado en la película. No pasa lo mismo con el teatro: el actor o la actriz no pueden, aunque sean niños, eludir ver la obra en la que participan. Entre una actuación “inocente” al estilo de cantar y bailar en una comedia musical como supo hacerlo Judy Garland en “El Mago de Hoz”, y participar en escenas hardcore, otro abismo. Entre jugar al fútbol en el campeonato del sub 17 ante una tribuna repleta y las cámaras de televisión abiertas, y salir al escenario de un teatro con las localidades agotadas como Dios lo trajo al mundo para simular que está teniendo relaciones sexuales con caballos y simular también (o, no tanto) que está penetrando a una compañera del elenco estable, un abismo más. Pero esos abismos que separan los 13 de los 17 años, el cine del teatro, la inocencia de lo impúdico, no alcanzan para justificar la denigración de Dakota y la glorificación de Daniel.
Si hay quienes se indignan porque Dakota ha sido expuesta a una situación potencialmente traumática para su psiquismo, experiencia que pone en peligro su posterior desarrollo al ser “obligada” no a desnudarse ante las cámaras pero si a jugar en la ficción que era objeto de un ataque incestuoso ¿porque aceptan tan naturalmente que Daniel aparezca desnudo excitándose con caballos y con mujeres? La respuesta es bien simple: ella es mujer y él es varón. Y la moral pacata sabe distinguir muy bien entre la sexualidad de las mujeres y la sexualidad de los varones. Entre lo que está bien visto para los varones y lo que está mal visto para las mujeres. Pero ocurre que lo que está mal visto en el caso de “Houndog”, lo que “Houndog” denuncia, no es la sexualidad de las mujeres sino la práctica abusiva de los varones. Quiero decir, todo hace pensar que con la mejor intención de castigar con un boicot al filme dónde actúa una niña -por considerar que se abusó de ella-, se instala un dispositivo de escarmiento y amedrentamiento hacia aquellos que se atreven a denunciar el abuso. Entonces, no se trata del horror ante la exposición del cuerpo de una niña en escenas de sexo. Parecería que lo imperdonable para la Comisión Cristiana de Filmes y Televisión de los Estados Unidos es, antes que el haber apelado a una niña para representar una escena sexual, la denuncia de una práctica que ha venido siendo convalidada por usos y costumbres y que toma el cuerpo de las niñas como objeto de abuso muchas veces incestuoso.