La noticia se las trae: el pasado 20 de noviembre, 15.000 argentinos se reunieron frente al Congreso no ya para protestar por el hambre en el país sino para pedir que se apruebe una ley de prevención y tratamiento de la obesidad. Antes de empezar a despotricar contra Andrea Politti, conductora del penoso reality-show de obesos que convocó la movilización, habría que atender los datos que ofrece su compañero de programa, el inefable Doctor Cormillot: “La obesidad es la enfermedad del siglo XXI… De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud, 1.300 millones de personas padecen de exceso de peso: por primera vez en la historia de la humanidad… superan a los que sufren desnutrición”. ¿Delirio primer-mundista? Cormillot prosigue, implacable: “La Argentina no está fuera de esa tendencia… hasta un 50% de su población podría sufrir la enfermedad. Nadie se extrañe si a mitad de siglo todos somos obesos”.
En el resplandeciente mundo de las tecnologías digitales y los medios de comunicación globales, los seres humanos desnutridos son aún 800 millones, esto es: 13% de la población mundial total. Su distribución refleja la relación directa entre hambre y subdesarrollo: los hambrientos son el 33% de la población en los países más pobres, el 16% en los países en desarrollo y el 0% en los avanzados, según datos del PNUD. Sin embargo, Cormillot no se equivoca: tomando al mundo como unidad, los problemas sanitarios derivados de la sobreabundancia de alimentos han superado, por primera vez en la Historia, los generados por la carencia de alimentos. Para no mencionar que ese 33% de la población de los países pobres sometida a carencias alimentarias que en el mundo postindustrial y global nos hace avergonzarnos por buenas razones, era la media socialmente aceptada en los países avanzados durante la era industrial-nacional.
Sin ánimo de ignorar el escándalo del hambre ni equiparar el injustificable sufrimiento de quien carece de comida con los padecimientos de los gordos del mundo global, esto define un nuevo escenario mundial: el de la era de la post-escasez. Anunciada por el anarco-marxista Murray Bookchin allá por los ’70, la era de la post-escasez supone que la falta de alimentos no se deriva de las incapacidades del aparato tecnoeconómico sino de las insuficiencias del sistema político-social, algo que bien saben los argentinos que sufren hambre en un país que produce alimentos suficientes para siete veces su población actual.
Basta aplicar las ideas de Darwin para entender las causas de la actual epidemia de gordura galopante. En un mundo de escasez alimentaria en el que el acceso a las calorías era decisivo para la supervivencia, las especies cuyo paladar privilegiaba los alimentos de alto contenido calórico gozaron de una ventaja competitiva que les permitió terminar prevaleciendo sobre las especies que preferían comidas con bajo tenor energético. De allí que para nosotros, hijos de aquellos glotones padres, todo lo que es rico engorda.
Hoy, pese al vertiginoso incremento que duplicó la población mundial en los últimos 38 años, unas 2.083 kilocalorías diarias per-capita están a disposición de los seres humanos. En un mundo en que las calorías ya no faltan sino que sobreabundan a toda hora, incluso en las heladeras de clase media-baja de un país en emergencia económica, la ventaja de ayer se ha transformado en una desventaja que amenaza a la mitad de la población mundial con diabetes, hipertensión, infarto, ictus y cáncer del aparato digestivo.
Digámoslo así: un mundo de escasez es aquél en el que los ricos son gordos y los pobres son flacos. La era de la post-escasez comienza cuando sucede lo contrario: los ricos son flacos y los pobres son gordos. Una tal simplicidad revela, sin embargo, algunas claves básicas del cambio de escenario. El mundo de la escasez es un mundo tangible, en el que la riqueza material define el universo social: quienes disponen de más alimento son más gordos, exhiben más su gordura, más prestigio social poseen. Por el contrario, un mundo de post-escasez es un mundo prevalentemente inmaterial, en el que la disposición de alimentos y objetos se da por supuesta y el status social es definido por la riqueza simbólica: de cuantos más conocimientos se dispone, más se comprenden los perjuicios de la obesidad, más flaco se es, más se exhibe el propio fitness, de más prestigio social se goza.
Así, la obesidad, que ayer denotaba riqueza material, denota ahora pobreza conceptual. No por casualidad, hasta en la empobrecida Argentina de estos días, en la que Tamara Di Tella hace su agosto estilizando figuras, la locución “los gordos” no alude a un grupo de empresarios rampantes ni a los aristocráticos miembros de un club selecto sino a los desprestigiados representantes de la clase trabajadora. Obsérvese el prominente abdomen de los heroicos batalladores de San Vicente, o mírense las patéticas busardas que esgrimen cada domingo los barra-bravas, y se comprenderá que la era de la post-escasez ha llegado hasta nuestras comarcas. Su dominio excede ampliamente el tema nutricional: la era de la post-escasez redefine completamente el entero cuadro social de la humanidad y sienta los principios de un mundo diferente. Veamos algunos cambios paradigmáticos ya establecidos en él, o en trance de establecerse.
1) Cuando el desarrollo tecnoeconómico es potencialmente capaz de ofrecer una vida libre de la miseria y el miedo, la relación directa y proporcional entre los recursos disponibles y el grado de realización y felicidad personal y social se quiebra. Una persona que pasa de ganar 1.000 pesos mensuales a ganar 2.000 mejora perceptiblemente sus opciones de vida. Una que pasa de 20.000 a 40.000, mucho menos, a pesar de que el salto es mucho mayor cuantitativamente. Los primeros 23 países en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), que mide las condiciones para el desarrollo personal que ofrecen los países, superan unánimemente los 20.000 dólares anuales per capita. Sin embargo, el más rico de todos (Luxemburgo, con 62.298 dólares anuales per capita) está solo cuarto en la tabla, detrás de Australia (3º) e Islandia (2º), cuyos PBI per capita Luxemburgo duplica. Todos los investigadores que han estudiado el tema coinciden en que por encima de los 20.000 dólares anuales per capita las condiciones de vida de una sociedad nacional mejoran muy lentamente, si es que lo hacen.
2) El repetido lamento de que los aumentos del PBI no se reflejan en las condiciones de vida significa probablemente algo más que una crítica merecida a las políticas neoliberales: a medida que se avanza en la post-escasez, ulteriores aumentos de recursos provocan mejoras proporcionalmente menores. Por eso, a pesar de lo que la vulgata anticonsumista sostiene, en los países de riqueza más estable y antigua, como las democracias nórdicas o Inglaterra, el consumismo es mucho menor que en países new-rich como Italia y España y países de inmigrantes como los Estados Unidos y Argentina. En éstos, aún cercanos real o simbólicamente a una miseria reciente, la exhibición de opulencia se considera signo de éxito. En aquéllos, expresa una falta de sofisticación social. Personalmente, me ha tocado acompañar a una pareja, él estadounidense y ella francesa, en Amsterdam, mientras se escondían de sus amistades en el momento de subirse a un taxi para no parecer exhibicionistas. Fuera de las anécdotas, movimientos como el hippismo sesentista o los actuales furitas japoneses, con su desprendimiento de los símbolos materiales y su rechazo al consumismo, representan el ala extrema de una misma tendencia a la austeridad, incomprensible para un aldeano del Siglo XIX o para las clases medias en ascenso de cualquier punto del planeta.
3) En la era de la post-escasez, la pobreza relativa (la desigualdad) se torna simbólicamente más significativa que la pobreza absoluta. Cualquiera que revise las estadísticas de la Argentina de los noventa encontrará una mejora inopinable de la situación de los menos protegidos. Basta considerar los registros del INDEC y de la ONU. Uno de los más expresivos es el índice de mortalidad infantil del INDEC, que pasó de 25,6 (por 1.000 nacidos vivos) en 1990 a 17,6 en 1999, una reducción de más del 30%. Según el PNUD, la esperanza de vida subió en ese período de 71,0 a 73,4 años; el grado de alfabetización de adultos pasó de 95,3% a 96,8%; la población con acceso a asistencia sanitaria adecuada, de 72% a 85%, y la tasa de mortalidad materna bajó de 140 a 41 muertes (por 100.000 nacidos vivos). Sin embargo, dado que los más ricos mejoraron más y más rápido que los más pobres, tuvo lugar un simultáneo incremento de las desigualdades, de resultas de lo cual se considera casi universalmente que la década tuvo un saldo negativo para quienes poseen menos recursos. Lo mismo sucede a nivel mundial, donde la veloz salida de la pobreza de cientos de millones de indios y chinos, el fenómeno de fin de la escasez más explosivo de la Historia, no basta para contrarrestar la percepción, estadísticamente comprobable y éticamente comprensible, de que las desigualdades mundiales se incrementan, de lo que resulta la inaceptabilidad social e inviabilidad política a largo plazo del modelo unidimensional de globalización en curso.
4) En una era de post-escasez en la que los recursos producidos se perciben como suficientes aunque mal distribuidos, la idea de sacrificar la naturaleza a las necesidades de la producción, presupuesto básico de la era industrial, ya no se acepta con facilidad. Un desarrollo ecológicamente sostenible es exigido incluso en países donde la pobreza continúa siendo la principal fuente de sufrimiento humano, y aún por las mismas personas que la soportan. El extremismo ecológico de Gualeguaychú sólo es posible en las condiciones fijadas por este nuevo marco.
Por razones coincidentes, que la maximización de las ganancias sea el único paradigma que guíe la conducta de las empresas se torna políticamente inaceptable. Hipócrita o genuinamente (es otra discusión), las grandes corporaciones deben proyectar una cultura corporativa amigable y políticamente-correcta, preocuparse por mostrar que no contaminan el ecosistema ni explotan a sus trabajadores, aportar a la caridad y la beneficencia e insistir en que actúan sin discriminar razas, géneros o religiones.
5) Como Bertrand Russell enunciara, a medida que el avance tecnológico se dispara crecen los beneficios de la cooperación, disminuyen los de la competencia y aumentan los riegos del conflicto. El 11 de septiembre demostró que el bienestar de todos es parte de la calidad de vida de todos, y que la infelicidad y frustración de los otros, no importa cuán distantes estén social o geográficamente, afecta negativamente el propio bienestar. El universo de suma-cero de la era de la escasez, en el que la supervivencia dependía de la lucha violenta por el control de recursos escasos, empieza a acabarse. Acaso habría ya desaparecido por completo si las corporaciones petroleras no hubieran tenido tanto éxito en prolongar la dependencia de los combustibles fósiles mediante el sabotaje del desarrollo de fuentes alternativas y la promoción de las acciones petropolíticas de Saddam Hussein, George W. Bush, Vladimir Putin, Osama Bin Laden, Hugo Chávez y Mahmud Amadinejad, entre muchos otros.
Abolir la esclavitud resultó altamente conveniente para que en Silicon Valley no hubiera hoy una plantación de algodón. Acudir a la reconstrucción de Alemania con el Plan Marshall, como se hizo después de la Segunda Guerra, fue una estrategia más inteligente que imponer compensaciones por los daños de la guerra, como se hizo después de la Primera. Aún en el más competitivo de los mundos, el financiero, una caída de la Bolsa de Tokyo causa incerteza y pesar en Europa y Wall Street, lo que demuestra que hasta la más despiadada hipercompetencia se da en un marco de interdependencia. Por su parte, los riesgos de conflicto, que afectaron inicialmente a pocos individuos y después a miles y a millones, ha extendido el carácter de mortal a la misma humanidad. Y a medida que más y más poder destructivo puede quedar en las manos de menos y menos hombres, la seguridad general depende de la abolición de la opresión política y de la pobreza extrema en todos los puntos de un planeta empequeñecido por la tecnología y su velocidad.
6) En la era de la post-escasez, una porción decreciente de los recursos sociales es dirigido a la satisfacción de necesidades humanas básicas, como el agua, el alimento y la habitación. Apenas pocas generaciones atrás la casi totalidad de los seres humanos trabajaba directa o indirectamente para producirlos y reproducirlos. Hoy, la mayor parte de la producción económica mundial está direccionada a satisfacer necesidades no esenciales y a generar productos y servicios que pocos años atrás no existían, como la televisión, las computadoras o Internet. En los países avanzados, quienes se ocupan de producir alimentos han pasado de ser la mayoría a representar menos del 5% de la población, y una misma drástica reducción acontece en el aporte que hacen las actividades agropecuarias al PBI. Y lo mismo está ocurriendo progresivamente con la industrialización clásica y el trabajo manufacturero, reemplazados por el trabajo intelectual y por la producción y manejo de informaciones, conocimientos, innovación y comunicación como principal fuente generadora de valor. De allí el consiguiente desmedro del poder de la clase obrera y de la burguesía industrial, hoy relegada a segundo plano en las tablas de las principales fortunas del mundo, encabezadas por alguien que jamás fabricó un objeto: Bill Gates.
7) Dado que sólo tiene valor de cambio aquello que escasea (como cualquiera puede comprender observando que –en tanto abunde- el aire es gratis), la abundancia de alimentos, primero, y de objetos industriales, después, derivadas de la revolución técnica, llevan a la obsolescencia de las formas económicas encargadas de su producción. A su vez, elementos que eran percibidos como lujos elitistas empiezan a ser considerados hoy como necesidades humanas básicas, como ha ocurrido inicialmente con el derecho a la educación y con el acceso a tecnologías de la comunicación y redes informáticas, más tarde. No es extraño. Cuando la producción de inteligencia se torna la fuente central de valor, casi toda desocupación es desocupación intelectual, es decir: se hace inexistente a medida que aumenta la calificación de la fuerza de trabajo, y la educación se transforma en un derecho tan primigenio como el derecho a la comida y la vivienda.
8) En la sociedad de consumo que resulta de las condiciones de post-escasez, una economía orientada a la producción es reemplazada por otra orientada por la demanda. El proceso económico no comienza ya por un industrial que produce un objeto y trata de venderlo masiva y localizadamente, sino por una encuesta de marketing que detecta necesidades económicamente sostenibles, produce lo solicitado just-in-time y vende en nichos de mercado de dimensión global. El crecimiento exponencial de la economía de la publicidad expresa otro cambio profundo: los deseos reemplazan a las necesidades como motor de la economía. Así, las reglas de la masividad y de la maximización cuantitativa, prototípicas de la era industrial, se hacen impertinentes y obsoletas.
9) En la era de la post-escasez, lo intangible reina sobre lo material, hasta el punto de que la marca que produce la gaseosa de mayor venta en el mundo y su fórmula química son infinitamente más valiosas que las fábricas que la producen, los depósitos que la almacenan y los camiones que la transportan. Aún en el marco de la producción industrial, quien posee la marca y la fórmula consigue el capital para financiar las fábricas, los depósitos y los camiones. Quien tiene las fábricas, depósitos y camiones pero carece de la marca y la fórmula se funde en pocos meses, y tiene que vender al que posee la marca y la fórmula.
10) Donde asoma la post-escasez, el status social no depende de condiciones naturales, locales, pasadas y materiales sino de valores virtuales orientados al mundo y al futuro. Objetivos de pura supervivencia económica se hacen menos relevantes que la capacidad crear sentido para la propia vida. Los estudiantes se preguntan menos ¿en qué especialidad obtendré un trabajo bien pago? y más ¿qué trabajo me gustaría hacer el resto de mi vida? Y ésto, no en el Primer Mundo sino en la mismísima Argentina empobrecida de estos días, en que los estudiantes eligen masivamente el periodismo, el diseño y las ciencias sociales, pese a su mercado de trabajo saturado, en vez de ingresar a ingeniería o informática, carreras para las que existe un creciente mercado laboral.
11) Valores como la diversidad y la diferencia reemplazan gradualmente al espíritu de manada que creó el industrialismo. Y el derecho individual a ser diferente y elegir el propio estilo de vida sin intervención de la familia, la iglesia y el estado se torna un derecho humano esencial. La circunstancias del nacimiento, que ayer determinaban casi todo, se tornan un condicionamiento fuerte pero no insuperable en casi todos los sentidos, hasta el punto en que hasta el sexo se convierte en una cuestión de elección personal.
12) Cuando la existencia está materialmente garantizada (al menos, en el corto plazo), cuando la mayor parte de la humanidad se levanta cada día sabiendo que ese día tendrá algo para comer, un techo en el cual cobijarse y una cama donde dormir, circunstancia que apenas un siglo atrás era un privilegio de minorías, entonces el trabajo no puede ser el centro único de la vida humana y los sujetos se definen más por lo que eligen hacer (soy pintor, soy bailarían de tango, soy jugador de tenis), que por lo que están obligados a hacer (soy oficinista, soy portero, soy obrero de la construcción). Así, las ideologías calvinistas de la satisfacción diferida, cuyo extremo fue el Arbeit-macht-frei de Auschwitz, y la idea del sacrificio de la propia vida a la Nación, cuyo extremo fue la tumba del Soldado Desconocido, son percibidas como una manera irracional de poner el medio por encima de los fines.
En tanto gentes de mentalidad obsoleta claman por la tan mentada crisis de valores, Stajanov y el Soldado Desconocido, aclamados héroes de los tiempos nacional-industriales, no pueden ser ya el centro generador de sentido para los jóvenes. El ideal de un trabajo repetitivo y estable, de ocho horas por día, once meses al año, durante cuatro décadas, seguido por la jubilación, ha pasado de ser el objetivo de la lucha social de abuelos y padres a la pesadilla de la que los hijos huyen cuando pueden, prefiriendo la desocupación a desempeñar tareas bestializantes que se reservan a emigrantes escapados de experiencias vitales aún peores. Para no hablar del servicio militar, cuyo rechazo universal ha traído el reemplazo del ejército de leva por el profesional.
¿Una visión rosada del mundo? Desde luego. Pero basta considerar la situación social en el planeta para comprobar que es hoy mucho mejor a la que existía en la Inglaterra decimonónica que lideró la ola industrialista que se esparció por el mundo en dos siglos. Por cuanto inaceptables, los niveles de desnutrición, analfabetismo y explotación existentes en el universo postindustrial y global son inferiores a los que existían en la más avanzada nación de la era industrial-nacional, como cualquiera que se tome el trabajo de leer “La situación de la clase obrera en Inglaterra” de Friedrich Engels, “El capital” de Karl Marx o las novelas de Charles Dickens, comprende inmediatamente. Presumiblemente, la situación mundial mejorará cuando se apliquen al planeta los mismos paradigmas que las naciones industriales utilizaron para sí mismas: no sólo el desarrollo de un marco tecnoeconómicamente avanzado sino la simultánea construcción de ciudadanía e instituciones democráticas en su interior. En tanto, que percibamos como moralmente inaceptables los actuales niveles de bienestar, incomparablemente superiores a los de cualquier era precedente, forma parte de una moral de post-escasez en la que la opresión política y la miseria económica no son tomadas como condiciones inevitables de la vida humana sino como circunstancias excepcionales y transitorias.
En 1998, el economista indio Amartya Sen ganó un Premio Nobel aplicando las premisas de la era de la post-escasez a escala nacional. Sen demostró consistentemente que no hay hambrunas donde hay gobiernos democráticos ni gobiernos democráticos donde hay hambrunas. Ahora bien, siendo la era de la post-escasez, por definición, una era global, ¿no es tiempo de aplicar el paradigma de Sen a la dimensión global, sosteniendo que no habrá hambre en el mundo cuando la democracia y sus instituciones sean tan globales como ya lo son los procesos económicos y sociales de la modernidad globalizada?