Además de director y dramaturgo, Alfredo Martín es un actor notable, de la clase que deslumbra por su dicción perfecta, la precisión corporal y, en esta pieza en particular, una inesperada simpatía. Él es Pimko, el maestro de la escuela a la que va a parar el protagonista, Pepe (Guillermo Ferraro), un hombre de 30 años que una mañana despierta en la piel de un joven de 16. Estamos ante una versión teatral, del mismo Martín, de “Ferdydurke” la novela paradigmática de Witold Gombrowicz que hasta el día de hoy goza de un prestigio peculiar.
En la escuela, Pepe se ve obligado a revivir las inclemencias de la juventud, el ansia y el descontrol que sus nuevos compañeros ejercitan con enorme intensidad: habrá duelos de muecas y disputas en latín, vítores y obscenidades dibujadas en el pizarrón. Todo es ira y rebelión, fuerza y deseo subterráneo, la fiesta hormonal de la inmadurez. Más allá del clima general planteado en estas escenas escolares, lo que resulta difícil, hoy, es comprender la naturaleza misma del planteo. ¿Cuál es exactamente el problema? Según los reclamos y las pancartas, se trata de la batalla entre ser “adolescentes” o “muchachos”. Estos jóvenes coléricos “no van a permitir” que se los trate de “inocentes”.
Luego aparece la familia burguesa, con su hija joven y deseable, quienes van a representar para Pepe el horror de la modernidad. Sin embargo, él entiende y no discute la pasión democrática que siente su amigo Polilla (Fidel Cuello Vitale) por un peón. Que quede claro: no es que Polilla conoció a un peón y se enamoró. Él buscó deliberadamente a un desposeído, el hijo de un portero o un peón, para ejercitar su sensibilidad social.
En “Ferdydurke” Gombrowicz trabajó el lenguaje con una libertad, ruptura y capacidad de juego que con toda justicia iban a despertar la admiración de muchos académicos, tanto acá como en Europa. Al convertirse en un hecho teatral cobran protagonismo en cambio las acciones, y en ese plano se diluye un poco el sentido de su rencor. Las formas, según él, enmascaran la naturaleza de lo humano y sólo recogen sus desperdicios. Todos somos pobres tipos, dice en el programa su exégeta Bruno Schultz, que deberíamos tener el coraje de enfrentarnos a nuestra propia bajeza. Al leer sobre su paso por Buenos Aires, incluso sus propias crónicas, el escritor polaco parece el personaje de una novela ajena, uno de esos grandes melancólicos de Roberto Arlt, por ejemplo, o de Onetti, con ínfulas de conde y un narcisismo desmesurado. Hoy ocupa un lugar de prestigio en la historia de la literatura, aunque en su momento no logró ganarse el interés de Victoria Ocampo ni el de Jorge Luis Borges. “Detrás de la forma” es una aceitada puesta teatral llena de sonido y furia, sobre el cuento de un joven ofendido porque alguien lo acusó una vez de ser inmaduro.