Varios personajes del libro son apasionados de la fotografía. El inicio muestra a dos parejas mirando diapositivas –compradas dentro de una caja en una feria– de otra pareja a la que no conocen. Hay deducciones a partir de las imágenes, pero también burlas a los desconocidos, y fisuras considerables entre quienes se burlan: un deporte tan argentino como el asado.
Una de las dos parejas regresa al hogar, y se descubre que es un vínculo agotado, agónico. Una hija adolescente complica en vez de ayudar. Después, Antonio sale a vagar y a fotografiar por las calles. Allí se le cruza el cuerpo y, sobre todo, el rostro de una mujer joven.
Estos capítulos iniciales licuan cualquier reflejo de otras novelas y películas por la gran habilidad de Nielsen para manejar la tensión y los diálogos, llevando al que lee a sorpresas pequeñas y sucesivas. Es un estilo que el autor afinó en sus numerosos relatos (es uno de los dos o tres grandes cuentistas de los últimos veinte años). Aquí agrega además la decisión a la vez minuciosa y juguetona de ir armando y desarmando estructuras.
Hacia el centro del libro hay un vuelco fuerte, que cambia todo. Como en un juego de prestidigitación, conviene prestar mucha atención.
Lo destacable, y disfrutable, es que aunque aparezca a partir de allí un tal Gustavo que escribe libros de terror, y aunque se mencione de refilón a Stephen King, el estilo está alejado de los excesos del terror literario o del cine norteamericano. Ejerce en cambio una levedad que no deja de ser siniestra, a la vez delicada y concreta, que recuerda viejos ejemplos ingleses.
El final a toda orquesta acentúa ese tono, revela misterios, incluyendo una suave burla premonitoria con la fama misma que el premio Clarín le ha dado. Pero Nielsen aprovechó la volada para escribir un libro breve y logrado, que es hasta ahora su mejor novela.