Que Cristina Fernández de Kirchner y su marido sientan una nostalgia irresistible por el mundo de cuarenta años atrás no es ningún secreto. Para frustración de quienes quisieran que se preocuparan más por los muchos problemas actuales que aquejan al país que por lo que sucedió o, en su opinión, debió haber sucedido en aquellos días cada vez más lejanos, se niegan a abandonarlo. Si fueran historiadores o novelistas, la terquedad con la que los santacruceños memoriosos se aferran a la Argentina dostoyevskiana de su juventud estudiantil no importaría demasiado, pero por tratarse de la presidenta de la República y del hombre fuerte del Gobierno que ella formalmente encabeza, su manía setentista, una folie à deux que con toda seguridad mantendrá ocupados por mucho tiempo a legiones de psiquiatras deseosos de explicar el porqué del fenómeno, está causando estragos al país.
Podría ser peor –hay miles, acaso centenares de miles, de musulmanes que quieren regresar al siglo VII masacrando a quienes se resisten a acompañarlos en el viaje–, pero el que en otras latitudes la voluntad de retroceder en el tiempo sea aún mayor de lo que es en la Casa Rosada, Olivos y El Calafate, dista de ser un consuelo. Si la Argentina tiene que aprobar todas las asignaturas supuestamente pendientes que le quedan antes de ponerse en marcha, nunca avanzará más allá del lugar poco satisfactorio en que se encuentra.
Cristina y Néstor Kirchner están tan resueltos a reivindicar su propia interpretación de su década favorita que no reparan en los eventuales costos políticos o económicos de sus esfuerzos por ubicar absolutamente todo cuanto ocurre en el penosamente anticuado mapa ideológico que les sirve de guía. Cuando los chacareros protestaban contra las retenciones, vieron acercarse una horda de estancieros riquísimos respaldados por militares golpistas con sus tanques y sus implementos de tortura; puesto que lo que vio la gente fue muy diferente, la retórica de Cristina pareció grotesca y la popularidad de la pareja se desplomó.
¿Aprendieron algo de aquella experiencia? Desde luego que no. Como suele suceder cuando los provistos de lentes ideológicos que les permitían identificar la verdad verdadera chocan contra un obstáculo, atribuyeron la reacción ciudadana a la incapacidad de los mal informados para entender lo que pasaba en el país. Una vez aclarado este detalle, entendieron que era su deber patriótico liberar al pueblo de la tiranía de quienes lo engañaban difundiendo relatos falsos de toda falsedad, de ahí la guerra que han declarado contra “el monopolio” Clarín de Héctor Magnetto y La Nación.
En la Argentina de cuarenta años atrás, el país de los Kirchner, los militares y los montoneros, erpistas y otros que se suponían revolucionarios tenían mucho en común. No fueron “dos demonios” sino manifestaciones terrenales de uno solo. Entre otras cosas, compartían la convicción de que, como señalaba Mao, el poder nace de la boca del fusil y que, para citar un dicho que solía repetir Stalin, para hacer una buena tortilla hay que romper muchos huevos. No sorprende, pues, que Cristina y Néstor, lo mismo que el difunto general Ramón Camps y sus laderos, se las hayan ingeniado para convencerse de que la clave de virtualmente todo está en el “caso Graiver”. Dichos militares parecían creerse frente a una alianza nefasta judeo-bolchevique-mediática urdida por el Magnetto de aquel entonces, Jacobo Timerman, y que si lograran destaparla se explicaría por fin la tremenda crisis que estaba devorando el país. Huelga decir que la paranoia de Camps y compañía tuvo consecuencias devastadoras para muchas personas. Puede que para los Kirchner, el significado del “caso Graiver” sea otro, pero es llamativo que sientan la misma fascinación por un asunto que durante meses fue tomado por una bomba que, al estallar, modificaría radicalmente el panorama político hasta que, por fin, los “investigadores” castrenses y policíacos se dieron cuenta de que les sería inútil seguir intentando aprovecharlo.
Desgraciadamente para los Kirchner, sus propios esfuerzos por sacar beneficios del “caso Graiver” parecen destinados a ser igualmente infructuosos. Hasta que distintos miembros de la familia se encargaron de recordarnos algunos hechos que son de dominio público desde hace muchos años, creían que les serviría para probar la existencia de una alianza nefasta neoliberal-oligárquico-mediática liderada por Magnetto y Bartolomé Mitre que, con la ayuda de torturadores, se habían apropiado de las acciones de Papel Prensa de los Graiver, lo que los ayudó a fortalecer el imperio periodístico que, muchos años después, se permitiría criticar a un gobierno popular decidido a liberar al pueblo de lo que Néstor Kirchner llama una “dictadura mediática”, una que, en un arranque de malignidad apenas concebible, se ha puesto a cuestionar la versión ya oficial de la década que la pareja cree suya.
Y en efecto, últimamente se ha comenzado a prestar más atención a los decididos a mencionar que en aquellos años los Kirchner no eran combatientes heroicos sino buenos burgueses que privilegiaban su propio bienestar y por lo tanto cortaron sus conexiones, las que de todos modos eran meramente casuales, con los sospechosos de albergar ideas subversivas. Y, como acaba de señalar el radical Federico Storani, a diferencia de políticos como Raúl Alfonsín, Cristina y Néstor no aportaron nada a la lucha contra la barbarie represiva y, a pesar de ser abogados, nunca manifestaron interés alguno en los derechos humanos. Ni siquiera procuraron defender su autorrespeto alejándose de cualquier manifestación del régimen; por el contrario, congeniaron con las autoridades militares y se dedicaron a hacer dinero utilizando métodos que, según las pautas progresistas, eran deleznables.
De ser cuestión de ciudadanos comunes, criticar a los Kirchner por su conducta complaciente en “los años de plomo” podría considerarse injusto, ya que en marzo de 1976 el golpe fue recibido con alivio por la mayoría, incluyendo a muchos que antes habían aplaudido a los Montoneros por sus hazañas sanguinarias, y con escasas excepciones los habitantes del país siguieron viviendo de manera más o menos normal. Andando el tiempo, la dictadura se vería repudiada, primero porque no logró enderezar la economía y más tarde por perder la guerra de las Malvinas. La indignación colectiva por la violación sistemática de los derechos humanos vendría después. ¿Es que nadie se había enterado antes de lo que hacían los guerreros sucios militares? Es lo que a muchos les gustaría creer, pero la realidad es que muy pocos querían pensar en cosas tan feas.
Los Kirchner no son ciudadanos comunes. Son gobernantes que por algunos años disponían de un grado de poder que sus rivales denunciarían por hegemónico. De haberse animado a someterse a un examen de conciencia honesto, hubieran comprendido que es hipócrita atribuir el desprecio por los derechos humanos a sectores sociales o ideológicos determinados porque en los años setenta imperaba la lógica del paredón que reivindicaban tanto los “amigos del Proceso” como sus enemigos armados. Pero por motivos que podrían calificarse de pragmáticos, en el 2003 Néstor Kirchner y su esposa optaron por reinventarse, transformándose en paladines de una causa que, por fortuna, se había puesto de moda no sólo aquí sino también en el resto del mundo occidental. Será por esta razón que, con el propósito presunto de dar cierta coherencia a su propia trayectoria para que encajara en el “relato”, se han esforzado tanto por recrear en su imaginación los años setenta y en tratar a sus adversarios como si ellos también representaran papeles en el drama trágico que tuvo al país por escenario.
En comparación con la Segunda Guerra Mundial, la “guerra sucia” librada por las fuerzas armadas contra un conjunto abigarrado de movimientos mesiánicos fue un episodio decididamente menor, pero en 1975 el grueso de los europeos, norteamericanos y japoneses ya había dejado atrás el odio que habían sentido antes de que terminara para concentrarse en temas más inmediatos. Los únicos que se negaban a olvidar que no sólo los criminales nazis y nipones más notorios habían perpetrado delitos horrendos de lesa humanidad eran extremistas de izquierda o derecha que precisaban pretextos para felicitarse por su propia superioridad moral y hablar pestes de quienes no compartían sus sentimientos vengativos, pero la mayoría comprendía muy bien lo peligroso que sería continuar reabriendo viejas heridas. Fue de resultas del consenso de que era necesario dar borrón y cuenta nueva para no recaer en los errores del pasado que los países del Primer Mundo pudieron disfrutar de medio siglo de progreso económico y político sin precedentes en la historia del género humano. En cambio, la Argentina, prisionera eterna de la nostalgia que tantos sienten por alguna que otra bella época irremediablemente ida, y al parecer condenada a reeditar una y otra vez las mismas batallas ideológicas sin que sirvan para resolver nada, se ha estancado tanto que en la actualidad millones son más pobres de lo que eran sus abuelos o bisabuelos. Tal y como están las cosas, todo hace prever que, merced a los Kirchner y sus partidarios más vehementes, el país continuará dando vueltas en círculos, como un perro que persigue a su propia cola, por mucho tiempo más.